Desventuras del ornitorrinco en Treinta y Tres - Semanario Brecha

Desventuras del ornitorrinco en Treinta y Tres

El viernes 3 de julio, en Treinta y Tres, fue un día hermoso y helado. Habría sido una buena tarde para ver un partido y comer tangerinas, repantigado en la tribuna del Parque Colón en la que da el sol, si hubiese sido sábado o domingo, si hubiese habido fútbol. Pero si esta pequeña ciudad –capital del pago más oriental y uno de los más pobres del Uruguay– contara con un millón de habitantes, esa tarde habría tenido más de 2.600 enfermos de covid-19. Como a las cinco, algunos afiliados a la Asociación de Profesores de Enseñanza Secundaria de Treinta y Tres (Apes 33) terminábamos una asamblea virtual convocada para repudiar la sanción que el Consejo de Educación Secundaria (Ces) había aplicado a un compañero por haber adherido a un paro. Cuando apenas acabábamos de inscribir nuestra indignación en una retórica política, nos llamó la directora del Liceo No 1: por mandato de la Inspección de Institutos y Liceos debíamos quitar un cartel que el sindicato había colocado frente al centro de estudios al comenzar las clases. Pedimos una orden escrita, pero sólo se pudo obtener un mensaje que, un rato después, llegó al correo electrónico de la filial:

“Aplicación de la circular 3536

Liceo Treinta y tres

liceouno33@vera.com.uy

Se comunica que por orden de la inspectora Conde se procede a dar cumplimiento a la circular 3536 retirando la cartelería de la valla de protección de la fachada liceal.

Adjunto la Circular 3536.

Saludos.”

El comunicado se cierra con el nombre y apellido de la directora, y cumple con el anuncio de agregar un pdf de la mentada circular. Se trata de una disposición del 17 de junio de este año, en la que se resuelve “[…] hacer saber que queda terminantemente prohibido el uso de tapabocas con la leyenda #EducarNoLUCrar, en todos los Liceos Públicos y Dependencias del País o cualquier otra expresión que violente el principio de Laicidad, conforme a la Normativa vigente”. La cartelería,de la cual se advierte su remoción, es un rectángulo de nailon blanco de unos tres metros por uno, exhibido de cara a la calle, sobre la referida valla de protección (un armazón de caños de hierro, ubicado sobre el cordón de la vereda, frente a la puerta del liceo). Allí, en caracteres gruesos y desiguales, rojos y negros, se lee: “Para que la educación siga siendo pública, laica y gratuita. Apes 33”.

Un rato más tarde, cuando todavía no había anochecido, se pudo ver a un policía y a una de las subdirectoras del liceo retirando la pancarta.

El mail que transcribí –tan económico en palabras y en comas– es, hasta donde sé, el único fundamento y testimonio escrito de aquella acción institucional. Toda ella es un modesto atropello, un equívoco autoritario, una realización sin épica ni tragedia de la arbitrariedad. Para empezar, recurrir a la circular 3536 como sustento normativo de esta maniobra es un error o un abuso de la hermenéutica: en ningún momento de este episodio melancólico aparece un tapaboca, ni la leyenda #EducarNoLUCrar. Por otro lado, no logro detectar cuál es el dispositivo de lectura que permite interpretar una reivindicación expresa y literal de la gratuidad y laicidad de la educación pública como “expresión que violenta el principio de Laicidad, conforme a la Normativa [sic] vigente”.

El procedimiento, sabemos, no es novedoso. Cada vez que alguna agencia de poder periférico o central pretende deslegitimar o demonizar la intervención o el discurso de profesores o estudiantes, invoca, de manera mayúscula e imprecisa, las desviaciones al principio de laicidad. Ocurre que la laicidad es una tradición uruguaya, un prestigioso fundamento de nuestra idiosincrasia política del que no conviene deshacerse. No ha sido fácil, sin embargo, sostener esta categoría, hacer que siga funcionando de un modo pertinente en los contextos diversos y mutables que condicionan las prácticas educativas y determinan los textos que instituyen y rigen esas prácticas. En el siglo XIX, el positivismo vareliano fundacional consagró la laicidad en el sentido único y escueto que todavía consigna la Real Academia: “Principio que establece la separación entre la sociedad civil y la sociedad religiosa”. Un siglo más tarde, en 1973, la ley Sanguinetti señala lacónicamente que “la educación impartida por el Estado será laica…”, pero no la define. Más tarde, la ley promulgada en los comienzos de la restauración democrática no menciona el principio de laicidad. Tal vez, en el entendido de que el peligro de injerencia de lo confesional en los contenidos educativos ya había sido conjurado, aquella ley promueve el pluralismo ideológico y establece que “ningún funcionario podrá hacer proselitismo de cualquier especie en el ejercicio de su función o en ocasión de la misma, ni permitir que el nombre o los bienes del Ente sean utilizados con tal fin”. Ya en el siglo XXI, la ley 18.437 define: “El principio de laicidad asegurará el tratamiento integral y crítico de todos los temas en el ámbito de la educación pública, mediante el libre acceso a las fuentes de información y conocimiento que posibilite una toma de posición consciente de quien se educa. Se garantizará la pluralidad de opiniones y la confrontación racional y democrática de saberes y creencias”. Estas ampliaciones o aggiornamientos tienen algo de arbitrario o laxo. En las entrelíneas del texto legal parece haber quedado cierto remanente de las deliberaciones y cabildeos del equipo que lo redactó. Es como si, de pronto, se decidiera llamar “ornitorrinco” a cualquier cuadrúpedo. Entonces, ese ornitorrinco desnaturalizado suele asomar en la indignada oratoria de la derecha cuando se ocupa de los sindicatos docentes. De todos modos, es difícil imaginar el modo en que el actual oficialismo policromo resignifica y se hace cargo de la laicidad. Quizás se trate sólo de cuestionamientos ad personam, pero no deja de ser perturbador que el presidente jamás haya hecho uso de la enseñanza pública o que un ministro se mortifique con un cilicio.

Tampoco resulta fácil deslindar las motivaciones de los meritorios funcionarios que decidieron utilizar algo de su tiempo, de su deseo o de su fastidio para quitar aquel rústico letrero gremial en el exterior de un liceo vaciado por la pandemia, en un pueblo en el que –en otros tiempos– se hubiera podido izar la ominosa bandera amarilla de la peste. No creo que hayan tenido presentes las mutaciones históricas de la laicidad. ¿Habrá querido ser una interpretación fundamentalista de las políticas del gobierno? ¿Habrán pensado, cuando ordenaron arrancar la pancarta, que de ese modo auspiciaban algún proceso pedagógico virtuoso, obturado por aquellos enunciados sindicales? Esas posibilidades no me parecen verosímiles. Creo que es más probable –y más grave– que no haya habido un hiato de reflexión. Seguramente funcionó –y siguió funcionando– la resignación a ser sólo una fase incuestionable de un protocolo o de un algoritmo sin sujeto: una versión incruenta y mínima de la obediencia debida.

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