Los militares siguen empujando los límites que les ponen la Constitución y la memoria de la dictadura, y se explicitan cada día más como actores políticos. Con la reforma de la Caja Militar como excusa, han hecho intervenciones políticas y han cuestionado al Poder Ejecutivo, cosechando aplausos en la oposición, con algunas excepciones. Estos hechos necesitan ser puestos en contexto para entender su significado político.
Ya nadie duda de que el comandante en jefe del Ejército violara el reglamento que impide a los militares “pretender influir o intervenir, con prescindencia de las autoridades militares correspondientes, en el estudio y sanción de proyectos de ley, reglamentos, decretos y todo tipo de decisiones a consideración de los poderes del Estado”. Sin embargo, eso no impidió que se montara toda una operación en su defensa, bastante berreta y extraña, que incluyó audios viralizados a través de Whatsapp especulando sobre escenarios de movilización de los militares en su apoyo, y provocaciones como la interpretación por parte de la banda militar de la “Marcha Tres Árboles” (“¡Vivir es combatir!/ con la fiereza de vencer/ y en el anhelo de imponer/ nuestra divisa al porvenir”), himno del Partido Nacional, en la Rural del Prado, sede de la Asociación Rural, principal organización de la oligarquía uruguaya.
“ENEMIGOS.” Circuló además un documento que muestra el malestar en filas militares, que según cita El País “molestó en la interna (de la fuerza) el intento mediático de acercar al Ejército al Partido Nacional, lo que se vio agravado por el incidente de la Marcha Tres Árboles en la Rural del Prado”, que fue “un hecho inoportuno pero que no fue premeditado”, dado que “en el Ejército está más firme que nunca el sentimiento de no pertenecer a ningún partido, sino al Estado. Todos saben que esa es su principal fortaleza, por lo que se entiende que identificarlo con un partido es el objetivo de los enemigos de la institución”. Más allá de la discusión trivial sobre lo “premeditado” (o no) de la elección de canciones de la banda militar, quiero hacer notar el uso de la palabra “enemigos” en un documento militar.
¿Quiénes son, para los militares que escribieron este documento, los enemigos de la institución? ¿Cuál es el mecanismo a través del cual los militares definen sus enemigos? ¿En qué tipo de instancias se definen las acciones contra estos enemigos? ¿Cuál es el objetivo en la lucha contra estos enemigos? Pareciera que con “enemigos”, los militares se están refiriendo a civiles que tienen posturas políticas a favor de la reforma militar. Quizás se extienda a quienes creen que debe ser revisado el rol de las Fuerzas Armadas en la sociedad, o quizás también a quienes trabajan para que los crímenes de la dictadura no queden impunes. Sería buena una aclaración, teniendo en cuenta que sabemos bien lo que hacen los militares cuando perciben que tienen enemigos entre la población civil. Durante la jornada del jueves, aparecieron desmentidos de que se tratara de un documento oficial, pero eso no quita que “fuentes militares” recitaron su contenido a varios medios.
No es menor que en esta semana se estén presentando los hallazgos de la comisión investigadora del Parlamento sobre el espionaje en democracia, que probó –más allá de toda duda– que el espionaje a militantes, sindicatos y partidos siguió hasta bien entrada la democracia. Sus operaciones públicas de las últimas semanas dan para preguntarse qué están haciendo ahora tras bastidores. De hecho, una fuente militar citada ayer por Búsqueda criticó a Guido Manini Ríos, diciendo que “buscó un protagonismo que trasciende la defensa de los subalternos y los intereses de la propia fuerza y que en realidad ya se estaban logrando resultados políticos por medios más discretos”. ¿Cuáles serán esos medios discretos?
GENEALÓGICO. Manini Ríos, el protagonista de esta historia, además de comandante en jefe del Ejército, es sobrino de Carlos Manini Ríos, dirigente colorado riverista que fue director del diario derechista La Mañana, ministro de Jorge Pacheco Areco, embajador de la dictadura y nuevamente ministro del gobierno de Julio María Sanguinetti. Es también nieto de Pedro Manini Ríos, fundador del riverismo (corriente histórica de la derecha colorada) y de la Federación Rural, además de ministro de la dictadura de Gabriel Terra. Los Manini Ríos son una familia de impecable pedigrí oligárquico, reaccionario y golpista.
No es extraño que haya recibido lo que Montevideo Portal calificó como un “apoyo masivo” de la derecha al hacerse pública su sanción. Todos lo hicieron a través de Twitter: Jorge Larrañaga dijo que el “Poder Ejecutivo busca escarnio con finalidad política”; Luis Alberto Heber, que “no hay mayor condecoración para un jefe que se lo sancione por defender a su tropa”; Edgardo Novick se preguntó: “¿Arrestamos a los que dicen la verdad y dejamos libres a los delincuentes? ¿En qué país estamos viviendo? Debemos luchar contra la injusticia”; y Sanguinetti, que “aplicarle 30 días de arresto a la máxima jerarquía del Ejército es simplemente un intento de humillación a las Fuerzas Armadas”. Es decir, ante una insubordinación de un militar y su sanción correspondiente, la oposición decidió ponerse del lado del sancionado, dando el mensaje de que si los militares deciden desafiar al poder político, tendrán importantes apoyos en el sistema político.
Cuando hace unas semanas, en Argentina, el gobierno de Mauricio Macri decidió asignar a los militares funciones en la seguridad interior (lo mismo que quiere hacer aquí Larrañaga), muchos señalaron que esto implicaba una ruptura de un consenso político que venía desde la recuperación de la democracia en 1983, resquebrajando la unidad del sistema político frente a un poder militar que es siempre un potencial desestabilizador en la vida política del país. Esto no es menor en un contexto de creciente represión política. Elisa Carrió, lugarteniente de Macri en el Congreso y los medios, lo dijo con su habitual claridad: “A los peronistas les digo que no joroben y que esperen a las elecciones. Les digo que no maten a los pobres porque ustedes ponen muertos”.
En Brasil, mientras tanto, Jair Bolsonaro, capitán retirado, está peleando por la presidencia. Bolsonaro se hizo famoso por dedicar a un torturador su voto a favor del impeachment a Dilma Rousseff y, además de reivindicar la dictadura, ha hablado con total liviandad sobre el asesinato de opositores políticos, y desplegado de manera impactante el odio a la izquierda, las mujeres, los negros y cuanto grupo oprimido o perseguido existe. En Chile, el ultraderechista José Antonio Kast, escindido por derecha de la ya ultraderechista Unión Demócrata Independiente, también llevó adelante una campaña presidencial basada en las provocaciones (de nuevo la “incorrección política” como método del fascismo), cosechando algo más del 7 por ciento de los votos en unas elecciones que ganó Sebastián Piñera, que no es (ni él ni las fuerzas en las que se apoya) ajeno al mundo del pospinochetismo. En Colombia, mientras tanto, acaba de asumir un gobierno de ultraderecha, en un contexto en el que los asesinatos a militantes políticos y sociales se cuentan en cientos cada año.
El líder de la oposición brasileña está preso. Rio de Janeiro sigue militarizada. El asesinato de Marielle Franco sigue sin aclararse. En Argentina Cristina Kirchner está siendo perseguida por una dudosa y politizada ofensiva judicial, mientras Milagro Sala sigue detenida como presa política y la policía ejecuta a pibes con una frecuencia escalofriante. Si a esto sumamos el renacimiento de la ultraderecha en Estados Unidos y Europa, la deriva autoritaria de los “nacionalismos capitalistas” de países como India o Turquía, el cierre arbitrario y caótico de la “primavera árabe”, el autoritarismo, la crisis y la violencia estatales en Venezuela y Nicaragua, las amenazas de intervención militar estadounidense y los tremendos niveles de violencia (que no se reducen al narco, e incluyen la política y la estatal) en México, vemos una situación en la que la democracia se encuentra atacada por todos los frentes, y eso que ni siquiera empezamos a hablar del poder del capital trasnacional y los organismos internacionales.
LA OLA ESTÁ DE FIESTA. La idea ochentosa de que la democracia liberal iba a seguir para siempre, que el capitalismo iba a propiciar su consolidación y que la política se iba a reducir a una competencia electoral de guante blanco entre centroderechas y centroizquierdas ya no se sostiene. Eso impone repensar de manera urgente la cuestión de la democracia, haciéndonos cargo de lo que esto implica. La ola reaccionaria es un asunto muy serio, y quienes la forman no están ocultando sus intenciones. Ante esta situación, sería saludable que los supuestos demócratas liberales y centristas entendieran lo que está en juego, y que hicieran su mejor esfuerzo para no ser funcionales a esta ola.
Y lo mismo vale para la izquierda oficialista. El aumento indiscriminado de la capacidad represiva de la Policía y la tibieza para tratar las insubordinaciones militares no ayuda. Manini tiene que ser retirado inmediatamente de su cargo, y seguramente muchos otros también. La relativización por parte de figuras del Mpp de estas insubordinaciones tampoco ayuda. La estrategia emepepista de hacer política con los militares muestra cada día más su peligrosidad. Los militares siguen siendo lo que siempre fueron. Van a hacer política para defender sus intereses, y van a estar aliados a los intereses más reaccionarios.
Es necesario pensar una estrategia que neutralice a los militares como fuerza política. Que les quite sus privilegios institucionales, que desmantele sus estructuras paralelas de salud, educación y seguridad social, que los desplace del control sobre organismos como el Sistema Nacional de Emergencias. Que se termine de una vez por todas con ese núcleo de autoritarismo, violencia, secretismo y reacción. No podemos hacer de cuenta que son inofensivos, menos aun en este contexto. ¿Qué quiso decir, si no, el militar retirado que vandalizó las placas de la memoria con pintura verde? ¿Qué tiene que pasar para que nos pongamos a pensar en serio este tema? Quizás cuando lo hagamos ya sea demasiado tarde.