Algunos pueden llegar a sospecharlo, y el miedo los inunda. Pero la mayoría no saben que sus vidas corren peligro. Muchos morirán. Algunos caerán fulminados casi instantáneamente, otros sufrirán con heridas que, con el paso de los días, resultarán fatales. Unos cuantos serán desollados, otros exhibidos, casi todos fotografiados.
Son pocos los vigías que pueden alertar del peligro y, además, se debe conocerlos y entenderlos. Ya casi no hay refugios ni trincheras donde esconderse. Poco a poco todos sus hogares han sido modificados, alterados y artificializados. Salir a buscar alimentos se vuelve cada día más riesgoso, y los que caen dentro de las miras de las armas seguramente no lograrán sobrevivir.
Es una guerra. Un bando viene ganando desde hace mucho tiempo y el otro está arrinconado, sufriendo repetidas pérdidas sin triunfar en ninguna batalla. Muchas de las víctimas son detalladamente filmadas y fotografiadas, pero siguiendo un doloroso giro, no hay dolor, sino que el propósito de la exhibición es vanagloriarse y celebrar. Las imágenes se colocan en Facebook o Instagram, se comparten en Whatsapp. Cuanto mayor es el tamaño del muerto o el número de víctimas, parecería que se multiplican los likes y los corazoncitos.
Así funciona la cacería. Es el desigual enfrentamiento entre las especies nativas uruguayas con cazadores humanos que llevan en sus manos todo tipo de armas. Ocurre todo el año, pero estalla en la Semana de Turismo porque se suman contingentes de personas que esperan lograr un trofeo.
La cacería es uno más entre los principales factores que explican que más de 40 mil especies de animales estén amenazadas de extinción. Sus impactos se suman a los de la destrucción de los hábitats y las alteraciones ambientales por el cambio climático. En ese conjunto, un poco más de 1.000 especies de mamíferos están amenazadas, lo que significa que casi una de cada cuatro especies está en peligro. En unas 300 de ellas, la cacería es el principal problema. Los ejemplos más conocidos son los leones y los rinocerontes africanos, pero eso se repite con animales más pequeños y en todos los continentes.
Nada de eso es ajeno a Uruguay. Aquí también la cacería es una mortífera exacerbación de la desigualdad. Una perdiz o un carpincho poco pueden hacer ante quien está apuntándoles con una escopeta. Nunca son enfrentamientos de igual a igual. Difícilmente verán a un humano corriendo a una perdiz para intentar atraparla con sus manos; en cambio, le apuntará sus armas de fuego a un ave que apenas pesa unos 500 gramos.
Claro que hay voces críticas y denuncias, pero muchas son motivo de burla o desdén, porque sigue prevaleciendo una idiosincrasia que se escuda en varias razones. Sería antojadizo justificarla asumiendo que un uruguayo practica la misma cacería que ejecuta un indígena amazónico. Pero, en cambio, están los que la consideran necesaria para que familias rurales muy pobres complementen su alimentación. Hay casos y lugares en los que eso puede ser cierto. Pero en muchas otras ocasiones esa explicación es una repetida excusa para tolerar la muerte de grandes animales, en especial carpinchos y tatús, que, en realidad, alimentan redes de faena clandestina que no son económicamente pequeñas ni ocasionales.
Tampoco tiene mucho sustento presentar la cacería contemporánea como un deporte, porque depende sobre todo del dinero invertido en las armas de fuego; la billetera inclina las opciones y no la condición física del cazador. Aún más contradictorio es ofrecerla como una opción turística en un país que antes usaba el eslogan de Uruguay Natural. Mientras que las grandes empresas quieren alejarse de las guerras y las muertes, hay empresas que aprovechan la cacería para vender paquetes a turistas, que disfrutan ver caer a sus presas en un descampado rural. También es difícil disimular la contradicción que significa que, en una semana que muchos dedican a la contemplación religiosa, a la celebración de la resurrección de la vida sobre la muerte, se armen hasta los dientes para matar a otros seres vivos.
La cacería en el mundo actual, y en Uruguay, es ecológicamente insostenible y moralmente reprochable. Además, es casi siempre ilegal. Cazar especies nativas está prohibido, excepto para algunas pocas de ellas y para ciertos momentos del año. La fiscalización de esas restricciones no es sencilla y solo mejorará si hay una participación decidida de la Policía y una postura acorde de los fiscales y los jueces. Con seguridad más de uno replicará que hay otras prioridades en el país y que la Policía y los juzgados deberían enfocarse en los robos y los asesinatos. Es cierto que deben enfrentar esa problemática con todas sus energías y recursos, pero al mismo tiempo no hay una normativa más importante que otra y el derecho ambiental no es secundario al derecho penal.
Pero, más allá de todo eso, para pacificar los campos de Uruguay, para que pueda sobrevivir nuestra fauna nativa, lo más importante es un cambio de actitud de las personas. Matar a nuestros animales es violento, cruel e innecesario.