En una huerta ecológica se puede producir alimentos sin agroquímicos, aprender de biología y química, acompasarse a los pulsos de las estaciones. Aquello tan técnico de la materia orgánica cobra otro significado: se empieza a pensar en su origen, en cómo obtenerla y cómo devolverla a la misma tierra. Los desechos de la propia huerta, de los consumos vegetales de la cocina, la llamada maleza, la hojarasca, el césped, la poda del jardín, el estiércol de caballo o el excremento de las gallinas, el cartón y el papel valdrán como oro para un suelo vivo y menos erosionado. Los efectos del compost o el humus de lombriz serán más lentos que los del abono sintético, pero nutrirán el suelo como pocos. Lo dejarán esponjoso, enriquecerán su estructura y su vida microbiana. Se formará un nuevo sustrato para plantar y así el ciclo volverá a comenzar. Se podrá producir para consumo propio, para intercambiar o en un proyecto familiar, pero, en el mejor de los casos, eso se hará en comunidad. Compartiendo saberes, pero quizás recomponiendo vínculos sociales, trabajando en colectivo y creando conciencia: una huerta agroecológica comunitaria no solo es un lugar para conectarse con la naturaleza, es un proyecto sociopolítico, un gesto contracultural.
«Si miramos los antecedentes, en los sesenta y los setenta la huerta en casa era una tradición muy focalizada en el interior de Uruguay, pero no ajena también al desarrollo de lo que hoy es Montevideo, en la cuenca del Miguelete, por ejemplo. Después, hay una interrupción por el proceso de modernidad: la habitación en ciudades, el mercado del trabajo, entre otras cosas, van apagando eso que también era una expresión de alguna forma de seguridad y de soberanía alimentaria. Es un proceso que se da en el mundo entero, pero a la vez se mantiene un importante rasgo de agricultura familiar, campesina, indígena, sobre todo en América Latina o en África», cuenta al semanario la profesora titular de Agroecología de la Facultad de Agronomía (FAGRO) de la Universidad de la República (Udelar) Inés Gazzano. Ella es una de las principales referentes uruguayas en la cuestión, desde disciplinas contrahegemónicas que luchan por desplegarse, desde hace décadas, en el corazón de la casa en la que se forman las élites del sistema productivo nacional.
En Uruguay, las agriculturas urbanas están también muy vinculadas a las tradiciones de las corrientes migratorias: basta pensar en las casaquintas de los barrios y en sus árboles frutales. Sin embargo, los pujos de estas prácticas también están marcados por los vaivenes de las crisis económicas y sociales, e incluso de la reciente crisis sanitaria del covid. «A todo eso se le puede sumar en el último tiempo una evolución que viene por otro eje: la dimensión ambiental y la preocupación por la salud y el consumo en el terreno agroalimentario», ilustra Gazzano, que también dirige el ya consolidado Departamento de Sistemas Ambientales de la FAGRO. Es decir, comienza a existir un pensamiento crítico relacionado al consumo de alimentos ultraprocesados o de verduras tratadas con químicos, de la mano de «una fuerte concentración en el sistema alimentario corporativo que domina todas las etapas: producción, distribución, consumo y transformación industrial. Los territorios ofrecen materia prima para que después sea procesada, disminuye la producción familiar y aumenta la producción del agronegocio».
Emerge entonces toda una nueva dimensión social de la alimentación: las dudas sobre cómo se producen los alimentos, algo muy vinculado a aspectos nutricionales para nada ajenos a la cuestión ambiental. En este contexto, se reafirma también la alimentación como un derecho humano fundamental: «Se pasa a tener un derecho vulnerado y entonces hay todo un entramado que potencia también las expresiones urbanas, con un rasgo central que es la organización social». Así, sobre fines de la segunda década de este siglo se forman colectivos con una visibilidad creciente: la Red de Agroecología del Uruguay, la Red de Huertas Comunitarias, la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas y la Red de Grupos de Mujeres Rurales. Todas se reúnen en la Articulación Nacional de Agroecología y fueron fundamentales para que en 2018 se aprobara la ley 19.717, una herramienta crucial para el futuro de esta producción alternativa.
Gazzano ha sido un eslabón muy importante para la investigación académica de este tipo de agriculturas. Varios de sus trabajos recuerdan la acumulación producida en tiempos de las crisis de 2002, cuando la Udelar desempeñó un rol central en la formación y la multiplicación de huertos urbanos, periurbanos y en centros educativos (véase recuadro al respecto).
La docente de la FAGRO relata que la crisis de la pandemia ha sido quizás el catalizador más reciente: «La toma de conciencia no fue menor ahí. El quedarse en casa y la ruptura de todos los vínculos sociales que ocurrió, incluso el miedo, trajeron la necesidad del alimento cercano». Ese requerimiento, y también cierto cambio de percepción en términos cognitivos, coincidiría con las experiencias acumuladas: «Todos los lugares donde había producción agroecológica cercana o activa tuvieron menos problemas de acceso a la comida que los lugares que no la tenían y estaban mediados por grandes circulaciones o acopios», apunta Gazzano.

BAJAR A TIERRA
Si se atraviesa el parque Rivera puede verse que, a unos 300 metros del lago, en un viejo predio en el que funcionó un vivero de árboles ornamentales de la Intendencia de Montevideo (IM), funciona la Huerta Comunitaria Parque Charrúa. Forma parte de una treintena de proyectos nucleados en la variopinta Red de Huertas Comunitarias del Uruguay, que hace un mes confluyeron en su clásico plenario anual, esta vez en Paysandú.
Emiliano Rodríguez, de 34 años, guardavidas, politólogo, técnico prevencionista y huertero, cultiva allí desde que era veinteañero. Sus padres vivían en Portones de Carrasco y la magia que encontró en plantar una frutilla o una caléndula para que la propia planta le regalara luego las semillas para seguir hizo el resto. La huerta está algo caótica –comenta– porque en verano la gente «se pierde» un poco por la temporada (en su caso, lo espera su zafra laboral en la Brava de Punta del Este). Las camas de cultivo tienen su esplendor a partir de setiembre, cuando la huerta del Charrúa organiza, además, su fiesta de la primavera. Sin embargo, en el último abril, los caminitos laberínticos deslumbran con su gama de verdes y el visitante se topa con voluminosos calabacines, otros cultivos de verano –como morrones, berenjenas, pepinos, variedades de tomates– y los primeros plantines de hojas verdes más amantes del frío. Por supuesto que hay aromáticas y hasta unas raras frutillas criollas.
En la recorrida por el predio, que está pegado a un campo en el que vecinos provenientes del Caribe juegan al béisbol, se divisan bancales de dos estilos. Están los que siguen una línea más de estos tiempos –cultivos mezclados en un mismo cantero y el suelo cubierto con un acolchado de materiales secos que la propia naturaleza proporciona (mulch)– y también los que siguen un estilo más tradicional –cada plantín cultivado con una separación casi que geométrica y sin cobertura–.
Emiliano cuenta que este último lugar es utilizado por un grupo de veteranos que antes reproducían árboles nativos, pero ahora optan por labores más calmas. «Acá se da la libertad para que cada uno experimente y tenga su espacio», relata. Sin embargo, los referentes se encargan de la planificación. En la huerta hay un banco de semillas y se van organizando las tareas para cada fin de semana: «Tampoco es que llega cualquiera y hace lo que quiere». Claro que la norma ineludible es no utilizar agroquímicos. El núcleo de participantes es de unas 15 personas, pero a veces apenas son cinco. Es en primavera cuando llegan más visitantes, ya que se amplían las tareas educativas, se venden plantines y se organizan las «mingas», que es cuando las huertas se abren y convocan a la gente.
Las zonas dedicadas al compostaje impresionan. La huerta tiene tres amplios compartimentos de madera en los que los microorganismos hacen su tarea con los residuos de las cosechas o los llevados por la gente, cada uno con compost en distintas fases de madurez. El biofertilizante irá para los canteros, pero además en un predio aledaño funciona otro proyecto de mayor escala. Una docena de cooperativas de vivienda cercanas envía todos sus desechos orgánicos a otro espacio en el que la IM (que tiene allí el CEDEL, el Centro de Desarrollo Local), la Facultad de Ingeniería de la Udelar y la huerta comunitaria producen mayores volúmenes de abono que luego volverán, con la intervención de los recicladores que trabajan en motocarros, a las cooperativas. «Poné la mano acá», invita Emiliano. De las profundidades del material se eleva una columna de humo. «Es tal la temperatura de las pilas de compost que no se puede hacer con lombrices.» Todo el proceso es monitoreado por Ingeniería (cantidades de desechos aportados, de compostaje producido, temperaturas) en un proyecto que podría ser una referencia para las nuevas políticas de manejo de residuos de las que tanto se habla en tiempos de campañas municipales.
La mayoría de los huerteros son vecinos en busca de un espacio natural lejano a la ciudad, no en términos de distancia, sino del entorno: «Esto es una zona buffer impresionante: el aire acá es distinto, no sentís casi el tránsito. Hay gente que no entiende cómo un sábado en vez de ir a otro lado venimos acá. Te dicen: ‘‘¿Pero a vos te pagan por ir? ”, cuenta Emiliano con una media sonrisa. El asunto es que para él no es solo una terapia o una reconexión con la naturaleza: «Esto es un espacio de activismo y de militancia». Y allí reside una de las dificultades para sostener un movimiento que también lucha por modos alternativos de producción, consumo y convivencia. «Nos es difícil captar gente que siga comprometida», confiesa. Los problemas de sostenibilidad en la participación también alcanzan a las huertas, más allá de la romantización de los paisajes. Emiliano representa a la red de huertas en la Comisión Honoraria del Plan Nacional para el Fomento de la Producción con Bases Agroecológicas, una ardua tarea que le demanda muchas horas adicionales a sus fuentes laborales. Antes de la Semana de Turismo, por ejemplo, le tocó estar en una reunión con las principales autoridades del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, en un momento clave para el futuro de la agroecología uruguaya.
Durante la pandemia, hubo gente de la huerta que se quedó sin empleo y fue a los canteros a producir, además de para obtener alimentos, como terapia. Los años del coronavirus no fueron sencillos para este proyecto, a diferencia de otros: «Este es un predio de la intendencia y en una primera etapa se cerró. Eso nos generó algunos conflictos, porque si bien la intendencia ofreció canastas mientras no reabría, nuestros compañeros querían ir a plantar. Fue muy duro». La red ha abastecido a ollas populares y la huerta del Charrúa se involucra en todas las causas: desde la Marcha del Silencio hasta las marchas por el agua. No se trata solo de cultivar, sino de intentar un cambio social, desde una escala política no partidaria y más micro.

ESLABONES DE SOBERANÍA
Las redes académicas y comunitarias que impulsan la agroecología buscan promover estos modelos de producción contrahegemónicos y también la investigación de calidad para demostrar la capacidad productiva de estos sistemas, dentro de un concepto integral. Esta perspectivaimplica que la oferta y la demanda de este tipo de productos puedan encontrarse en los territorios y lograr un mayor involucramiento de las instituciones estatales y mayor presupuesto para políticas públicas.
El Ministerio de Salud Pública (MSP) recomienda que cada persona debería consumir 146 quilos de frutas y verduras por año.
O, de otro modo: cada día en nuestra mesa deberíamos servir unos 430 gramos de vegetales frescos. Pero estamos muy lejos tanto en términos de consumo como de producción: el sistema uruguayo produce para consumo interno la mitad de ese volumen per cápita: unos 73 quilos anuales (o 200 gramos diarios). Estos datos aparecen en un interesante trabajo de 20241 encabezado por el magíster en Ciencias Agrarias Alan Betancur y también integran su tesis de maestría, defendida en este último abril. En la investigación se desarrolla una metodología para medir el rendimiento de tres huertas agroecológicas urbanas, pero no solo en términos de quilajes y horas de trabajo, sino de otros elementos intangibles. A saber: los dispositivos de huertas urbanas comunitarias, así como los de las familiares y las educativas, actúan «como satisfactores al contemplar múltiples necesidades entrelazadas entre sí (subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad y libertad)».
Más allá de esta dimensión sociopolítica, el monitoreo de los tres proyectos –Huerta del Centro del Barrio Peñarol (Huceba), Huerta Comunitaria del Prado y la huerta de la Asociación de Funcionarios de la Facultad de Agronomía– dejó algunos números prometedores en términos de producción autogestionada.
Se siguieron las labores durante 182 días, desde octubre de 2021 a marzo de 2022.
Huceba plantó más de 60 especies diferentes y llegó a producir 321 gramos por persona (muy cerca de lo recomendado por el MSP). De sus suelos surgieron 643 quilos, con mayor protagonismo de tomates, puerros, choclos, coliflores, entre otros. En la zona del Prado, los huerteros no se quedaron atrás con58 especies y 610 quilos. La de los funcionarios de Agronomía, la de menor superficie, produjo 270 quilos –fue, sin embargo, la que tuvo mayor productividad por día trabajado–, con especial destaque en boniatos, tomates y morrones. Así, los huerteros relevados lograron producir entre un 34 y un74 por ciento del consumo recomendado por el MSP y un 40 por ciento de su consumo de vegetales . Un diez por ciento incluso declaró que lo cultivado satisfizo el cien por ciento de su consumo, algo que sorprendió a los investigadores. La respuesta fue sencilla: decidieron cocinar a base a lo cosechado.
Las tres huertas mostraron conocimientos consolidados en agroecología, hicieron compostaje, obtuvieron semillas propias y manejaron técnicas para realizar biopreparados contra las plagas. Pero el relevamiento realza también la cosecha social y política de las huertas: desde cambiar los hábitos alimentarios hasta cuidar el ambiente; desde vincularse con otros hasta mejorar la salud mental; desde tener conciencia sobre la soberanía alimentaria hasta preocuparse por la calidad de los alimentos.
Con todo, en el proceso de esta nota se pudo constatar un problema ya señalado: la dificultad para mantener los proyectos. La huerta del Prado, que era sostenida por la Cooperativa Cultural Capurro, ya no está activa. La nueva normalidad dispersó a sus actores. «Es evidente que hay un resurgimiento de la agricultura urbana, pero también está siempre otra de sus características: es sumamente dinámica y móvil. Aparece y desaparece», ilustra Gazzano.

OTROS SENTIDOS COMUNES
Hay una cuestión que tanto la académica como los huerteros más comprometidos destacan. Si bien, como dice Gazzano, «todo foco irradia», no habría que banalizar estas prácticas. Las secciones de bienestar de los medios y de YouTube pueden dar lugar a desilusiones o modas pasajeras. «Yo siempre insisto en que esa agricultura urbana o comunitaria tiene que estar en comunicación con el ámbito de la producción familiar y rural», analiza la docente. «Porque puede a veces darse esa romantización de que vamos a producir la comida que necesitamos exclusivamente en huertos urbanos. Entonces, no deberíamos olvidar ese vínculo y conectar la agricultura urbana, periurbana y rural en un eje alimentario y ambiental.» Y es en este entramado diverso que cobra tanta importancia el desafío de la transición agroecológica planteada por la ley y el plan posterior aprobado en 2022 (en este último caso, con clara disconformidad de las organizaciones sociales). Los actores de la sociedad civil que integran la comisión creada por la ley coinciden en que en estos años hubo poca escucha y un apoyo económico irrisorio (véase recuadro al respecto). Ahora esperan que llegue la hora de la verdad: que se concrete el apoyo que aparece en el plano discursivo y el financiamiento ausente.
La transición por la que aboga este movimiento trasciende el solo hecho de plantar la comida propia. «La soberanía toca distintos aspectos que hacen al ejercicio de derechos y a la capacidad de decidir. En la medida en que la organización social que construye lo urbano interpela los modos excluyentes donde se produce la comida, la sola construcción de capacidades, de conocimientos, da pasos hacia la construcción de soberanía», reflexiona Gazzano. Y agrega: «No solo plantamos nuestra comida, sino los vínculos y la organización. Está la cuestión del acceso a los bienes y de su gestión –del cuidado ambiental, del agua y la tierra como bienes de todos–, de que el modo de uso determina si somos soberanos o no, y de que la relación entre la producción y el consumo se vuelva más cercana, por el acceso pero también por los precios y la calidad. Y la capacidad de construir liderazgos ambientales o colectivos también va a influir en la posibilidad de tener soberanía». Gazzano suma más capas que trascienden lo agrario: los movimientos de consumidores organizados que en otros países empiezan a dejar de consumir un producto («desafecciones alimentarias»). La huerta «no es por sí sola soberanía. Es la búsqueda de otros sentidos comunes con otros actores no necesariamente del mundo agrario ambiental, como médicos, nutricionistas, la clase trabajadora; es todo ese dominio de elementos que hacen a una posición crítica, a una construcción de tejido social, lo que construye eslabones hacia la soberanía».

- Alan Bentancor Cabrera, Inés Gazzano y Beatriz Bellenda Carneiro, «Agricultura urbana agroecológica: producción y contribuciones alimentarias de tres huertas comunitarias», 2024, Revista Brasileira de Agroecologia, vol. 19, n.º 4, págs. 440-458. ↩︎
El Estado, pero no solo
Entre los colectivos sociales existe un balance muy crítico sobre los escasos avances en el período en que el liderazgo del Plan Nacional de Agroecología estuvo a cargo del ingeniero Eduardo Blasina. No solo se recuerda una y otra vez el exiguo millón y medio de pesos asignados en lugar de los reclamados 15 millones, sino también la impronta oficial: «Hubo un destrato y un ninguneo. Porque fue un saludo a la bandera, un espacio de participación donde no se decidió nada, porque se designó también a funcionarios que no deciden nada. Nosotros lo que hicimos fue resistir», cuenta Emiliano Rodríguez. Durante el proceso de elaboración de este artículo, llegó la designación de la nueva presidencia de la comisión honoraria del plan, que estará a cargo del también director de Desarrollo Rural del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, Gabriel Isola. La relevancia de la representación y el perfil del designado, en principio, han sido vistos con buenos ojos. Además de más recursos, también esperan que por fin se comience a trabajar en la bajada del plan al territorio y a construir un mapa de nodos por departamento –la identificación de actores clave en cada zona–. «No somos ambientalistas que solo estamos reaccionando en contra de algo, sino que planteamos la agroecología como una alternativa a un sistema dominante que no funciona», apunta Emiliano. Y, como tampoco quieren ser dependientes del Estado, han obtenido un fondo de la Unión Europea de 550 mil euros (denominado Más Agroecología y Más Diversidad) que ahora autogestionan para financiar proyectos y acciones que precisamente están en el plan. Entre ellos: el apoyo a la transición de productores familiares hacia la agroecología, la recuperación de predios, la conservación de semillas y la implementación de talleres. Inés Gazzano apuesta a que el desarrollo del plan traccione la transición de más productores hacia esta forma de producción y hacia el objetivo de que un mayor porcentaje de los productos en ferias y puestos locales sean agroecológicos.
Labrando desde la universidad
Uno de los hitos del proceso reciente de la agricultura urbana y comunitaria ocurrió en el contexto de la crisis de 2002, mediante el Programa de Producción de Alimentos y Organizaciones Comunitarias, de la Universidad de la República, en el que se contribuyó a formar a vecinos y organizar redes sociales como una alternativa no asistencialista. Estas huertas pequeñas, familiares y marcadas por los problemas de empleo ayudaron en su momento a atenuar situaciones de inseguridad alimentaria. En 2005 surgió, además, el Programa de Huertas en Centros Educativos, que incluyó a más de 50 escuelas, con fuerte financiamiento de la Administración Nacional de Educación Pública durante casi 15 años (a propósito de esto: los distintos actores consultados coinciden en el drástico debilitamiento presupuestal del último quinquenio). Otros mojones han sido un programa con privados de libertad en el penal de Punta Rieles (2011) y la experiencia de los «padrones productivos» en Treinta y Tres y Rocha, donde las huertas familiares incluidas reciben apoyo técnico y la exoneración del pago de la contribución. Toda esta acumulación está historizada en «Promoción de la agricultura urbana agroecológica desde la Universidad de la República», un trabajo a cargo de investigadores del Grupo Disciplinario de Agroecología y otras áreas de la Facultad de Agronomía.