Guido Manini Ríos y Graciela Bianchi están hechos en Uruguay. En las cuestiones del voto, el carnívoro paladar nacional parece preferir platos slow food, por lo cual si los dos ensayaran un planteo supremacista en términos de origen étnico o de clase, podría alborotarse demasiado la aldea –menos cuidado ostenta el colorado Gustavo Zubía, un exfiscal que, con el ánimo de exaltar la Ley de Urgente Consideración (LUC), ya decidió tirar el bozal bien lejos–. Pero, para quienes tengan intenciones de permanecer por un tiempo más en los sillones parlamentarios o, incluso, llegar un poco más allá, bien vale hablar de la «dictadura de la ideología de género». Se puede también ser un poquito más audaz con los límites y opinar que el Poder Judicial está «infiltrado» por la izquierda y el «marxismo cultural», el mismo que campea en la «Urssdelar». Después de todo, ya forman parte del paisaje habitual los constantes ataques contra el feminismo (un movimiento político y social muy diverso) y la Universidad de la República, por no mencionar el sindicalismo –que en los últimos años fue apaleado, mientras se sembraba la idea de un vago favorecimiento promovido por el Frente Amplio–. Es otro asunto, pero tampoco es muy republicano que un jefe de Estado le diga al sector agroexportador: «Somos sus empleados», aunque eso no ha parecido perturbar a varios de los guardianes de la balanza de las relaciones laborales pertenecientes a la coalición de gobierno.
Pero, para volver al punto, más allá de estilos y tácticas electorales, parece asomar lentamente un discurso de derecha radical a la uruguaya, que, si bien no puede ser asumido lisa y llanamente por los partidos políticos que alojan grupos con esta sensibilidad (o que directamente surgen de ella, como en el caso de Cabildo Abierto), es enarbolado por algunas de sus figuras individuales más reaccionarias y por grupúsculos que juegan en una zona gris. Todos acumulan en esa dirección, procurando captar, a puro populismo ultraconservador, un electorado compuesto, sobre todo, por varones, franjas de edades adultas y de heterogéneo origen social.
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A Bianchi se la suele combatir mediante la alusión a determinadas características de su personalidad o a dolencias psíquicas, pero la senadora parece tener claro adónde quiere llegar y cultiva, con sublime entusiasmo, una parcela electoral de simpatizantes (se verá en 2024 si son votantes o tan solo espectrales seguidores de las redes sociales). De todos modos, su incontinencia verbal en tiempos de campaña por el No deja aflorar algunos conceptos ilustrativos. En un reciente acto dijo, con el ministro Luis Alberto Heber a su lado, que lo que está en juego es «defender nuestro estilo de vida» frente al «adoctrinamiento», frente a quienes quieren quedarse «con nuestros niños, con nuestras fábricas». El republicanismo que ensayó durante su sobria comparecencia en el velatorio de Eduardo Bonomi duró poco, porque –tanto que se habla del sesentismo– sus bocadillos recordaron al anticomunismo de la Guerra Fría o al de alguna oyente del legendario programa de Heber Pinto (para las nuevas generaciones: aquel relator que culpaba de todos los males al comunismo y lo veía hasta en la sopa).
Mercedes Vigil no ha llegado aún a ninguna línea de sucesión presidencial, pero tiene un registro que dialoga con el de los mencionados, desde una postura todavía más ultra y desde plataformas de reciente creación que se enredan entre sí –el Foro de Montevideo, el Comando Azul y Blanco–. Son pequeños grupos bien asesorados en las tácticas del ciberactivismo y la «guerra digital», analizadas por académicos como Pablo Stefanoni y Paulo Ravecca. La categorización pública de los violadores de los derechos humanos recluidos en Domingo Arena como «presos políticos» y la apelación a votar en blanco el 27 de marzo, como mecanismo para marcar el voto de electores disconformes con la supuesta tibieza de un gobierno que, sin embargo, imprime reformas con elocuente sentido liberal, han caracterizado su presentación en sociedad.
«Queremos más LUC», machacó Eduardo Abenia, empresario y referente de la novel Familiares de Prisioneros Políticos en el talk show Esta boca es mía. Aunque Manini Ríos mire para otro lado y juegue a debatir con el polo izquierdo en el plano de los buenos modales del debate televisivo, varios cabildantes y militares jubilados integran el Foro de Montevideo o el Comando Azul y Blanco (como el exrepresor Arquímedes Cabrera y el coronel retirado Francisco Beneditto). En un reciente evento a favor del voto en blanco, apareció en el panel, a un costado de Vigil y de Abenia, el influencer de tendencias extremistas Nicolás Quintana, que también es cabildante. La Juventud Artiguista de Cabildo Abierto tiene o ha tenido entre sus huestes a otros personajes de este estilo, como las hijas de Eduardo Radaelli, que también comulgan con un discurso anti-globalista y crítico de la supuesta mano millonaria de George Soros detrás del feminismo, el cambio climático, la marihuana legal e, incluso, la pandemia de covid. La guerra de guerrillas cultural que este tipo de personajes cultivan en redes sociales, Youtube, memes y todo tipo de placas con fake news abreva en referentes como Agustín Laje, Javier Milei y, por supuesto, Steve Bannon (el exvicepresidente de Cambridge Analytics), junto con otras figuras de esa especie que trabajaron en los entornos del trumpismo, el bolsonarismo y del propio Vladimir Putin, entre otros.
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El problema es que, a pesar del disimulo, el propio Manini Ríos y varios de sus acólitos parlamentarios también cuestionaron a la Justicia o, directamente, al fiscal que investiga delitos de lesa humanidad Ricardo Perciballe. Nunca es tarde para recordar la marca en el orillo, el origen de la candidatura del excomandante en jefe del Ejército: la provocación contra el mando civil de las Fuerzas Armadas en el escrito que causó su tardía destitución, el pedido de desafuero denegado por la mayor parte de la coalición multicolor (con la negativa del militar a renunciar al Parlamento a pesar de todo lo dicho), la ofensiva contra el exfiscal general Jorge Díaz y los variados intentos legislativos no solo para hacer caer la ley de caducidad y liberar a los presos de Domingo Arena, sino también para erradicar la perspectiva de género en la educación, entre otras incursiones. Tampoco habría que olvidar –y es un listado incompleto– que su partido pretendió impulsar una guardia de «serenos» integrada por militares retirados para patrullar las calles y habilitar a los uniformados en actividad a actuar en los organismos públicos no vinculados a la defensa, algo que no pudo ser aceptado por el Partido Nacional, cuya ala herrerista ve una competencia en su mismo nicho, especialmente en algunas zonas del interior.
El problema también es que Manini Ríos no se ha opuesto a esos movimientos «ciudadanos» que se colocan a su derecha y, si bien argumenta a favor del No, tampoco se ha desmarcado de la citada campaña por el voto en blanco, porque, además, sabe que esa opción suma para dejar vigente la LUC. Todas estas expresiones son distintas formas de cantar la misma canción. No son tan antisistema, porque acumulan para el No y para el derechismo ultraconservador, pero, además, parecen ser distintas entradas hacia ese espacio «interseccional»1 que el estratega Manini Ríos –y su mesa militar menos visible– zurce de cara a 2024. El excomandante intenta desplegar alas ideológicas y hasta ensaya una de corte soberanista y anti capitales multinacionales (encarnada por el sector de Eduardo Lust), que puede llegar a dialogar con alguna sensibilidad de la izquierda desencantada. Mientras pule y depura su discurso populista, ruralista y nacionalista, deja correr todas estas expresiones ultra, como Luis Lacalle Pou deja correr a Bianchi y su caricaturesca prédica antisindical, anti perspectiva de género y propietarista. Esa que defiende un «estilo de vida» y una libertad de expresión selectiva. Esa misma que puede hablar de una Justicia infiltrada sin que los espadachines liberales salgan a jugarse la ropa por el Estado de derecho amenazado.
1. En Interseccionalidad de derecha e ideología de género en América Latina, Paulo Ravecca, Marcela Shenck, Bruno Fonseca y Diego Forteza analizan que «la potencia narrativa de la extrema derecha radica en su carácter interseccional, en la apelación a las emociones, en el uso de la simplificación y en la reproducción obstinada y efectiva de los aspectos más conservadores del sentido común y del liberalismo».