En una de las tantas publicaciones dedicadas a bucear la coyuntura argentina se advierte que la oposición compró la idea de que «solo se puede interpelar al ciudadano subiéndose en la ola que llevó Milei a la presidencia».1 Lectura y activación del proceso digestivo para datos perturbadores en un mismo acto. Hay un sentido común imperante por estas tierras: «Pobres ellos, por suerte no somos así; nuestro progresismo nada que ver con los K. Las derechas tampoco son iguales, los fachos de allá sí que van al hueso». Pero una disposición más alerta sugiere interrogar las primeras cartas que juega el Frente Amplio (FA) en esta campaña electoral para evaluar cuánto confronta o navega la ola que encabezó Lacalle Pou en 2019. Una respuesta primera (siempre provisoria) es que navega más de lo que confronta.
El primer estímulo que colocó el FA para desplazar a la coalición es la idea de gobierno fracasado. El encanto comunicacional de acorralar un fracaso es evidente, así que me voy a concentrar en sus complejidades.
La primera anotación es que denunciar el fracaso del gobierno cargando la prueba en el incumplimiento de las fantasías electorales de 2019 (precios de combustibles, impuestos, seguridad, educación, etcétera) implica mantenerse, cinco años después, dentro de los marcos que colocó la coalición para derrotar al FA. La coalición conquistó el gobierno diciendo «ustedes fracasaron y ahora nos toca a nosotros», un versículo con potente carga ideológica, de fácil absorción y que reorganiza los bandos. El pase mágico de esa ideología se logra cuando la competencia política queda escindida de las complejidades, las contradicciones y los conflictos de la vida social. Así fue que la idea del fracaso frentista coaguló mediante el cafisheo político de una idea de libertad basada en cuatro seguridades frustradas: crecimiento económico ilimitado, acceso sin fin a bienes, garantía absoluta de integridad física y material, y progreso universal y rápido basado en el mérito. Renuncio a la crítica programática de esas metas porque lo que interesa ahora es destacar que la clave del triunfo de las derechas fue desencarnar la política. La denuncia del fracaso frentista al débito de pública felicidad se complementó con la promesa de un quinquenio feliz, irrestricto y sin contornos. Fue una conversación política fugada de los lugares desde los que los gobiernos pueden evaluarse por sus responsabilidades reales y sus verdaderos límites. El mérito de la coalición fue trasladar el amasijo de deseos, dolores, frustraciones y valores contenidos en la subjetividad colectiva a la fórmula simple de ganadores exitosos contra perdedores fracasados.
En segundo plano queda corriendo –como en los teléfonos inteligentes– una implícita descalificación de aquella parte de la población que se siente representada por el gobierno fracasado. Este giro también actualiza –invirtiendo roles– el antagonismo que cultivó la coalición entre personas libres y focas frenteamplistas. Una polarización que niega el valor de lo plural y diverso en la percepción de la realidad justifica una filosofía de gobierno como ejecutor implacable de voluntades mayoritarias y priva a la política de potencialidades mediadoras de intereses y conflictos.
En tercer lugar, la idea de gobierno fracasado abre la posibilidad –por lo menos teórica y emocional– de una nueva apuesta por su éxito. El problema electoralmente relevante es esclarecer que los aspectos de la realidad que la oposición cuestiona son resultado del éxito de la coalición. La pregunta a formular es si un gobierno de la coalición libre de resistencias hubiera enfrentado o radicalizado la tendencia a la fragilización de las vidas, al desorden del sistema educativo, al descontrol sobre capitales, franquicias para el crimen organizado, a la lumpenización de la política, al debilitamiento institucional. ¿Por qué regalarle una declaración de sin rumbo cuando se deben esclarecer y criticar los resultados del rumbo que eligió?
Por último, digo que la idea de gobierno fracasado tiene implícita la suposición de un consenso sobre lo que son un buen y un mal gobierno. Ese supuesto deshoja –en mucho, poquito y nada– el valor y la legitimidad de la política para arbitrar intereses en conflicto. Se instala, como falsa regla, una presunta neutralidad de sistema cuya caricatura más lograda es un agente político acusando a otro de politizar un tema. «Eludir lo adversarial y conflictivo» desnaturaliza el sentido de la política y desplaza las confrontaciones hacia territorios de valoración moral.2 Como criterio se puede pensar que, cuanto más extensa es la fantasía de neutralidad y consenso, más espacio se crea para las politizaciones de crónica judicial, morbo y escándalo, memes y troles.
Empezar una campaña política instalándose en uno de los extremos de la dicotomía fracaso/éxito (ganadores y perdedores) tiene pliegues menos evidentes que no conviene ignorar.
La izquierda no construyó su potencia jugando en el cuadro ganador de la vida. La voluntad de desnaturalizar injusticias, jerarquías y órdenes arbitrarios es el resultado de haber asumido las necesidades del linaje perdedor. Los grandes ganadores de elecciones por izquierda (desde Allende a Gustavo Petro y Francia Márquez, pasando por Vázquez, Mujica, Lula, Dilma, Boric) representaron y politizaron la peripecia del linaje perdedor. Desde allí lucharon, crecieron, fueron derrotados, vencieron y gobernaron lo que pudieron gobernar. ¿Hay alguna razón sustantiva para convertir ahora lo perdedor y fracasado en adversario de las izquierdas? Es verdad que nuestras sociedades cambian sin pausa y no es fácil calzar su ritmo en discursos de antiguas coherencias, pero si nos animamos a interrogar el avance de las derechas sin distraernos en asombros, registraremos que no crecen repudiando lo fracasado. Por el contrario, politizan la rabia perdedora mediante un falso abrazo de comprensión y articulan esa energía con un programa racista, antifeminista, consumista, aporofóbico, anti-Estado, etcétera. ¿El camino de la izquierda es distanciarse de esa rabia o proponer un horizonte político diferente al de las derechas?
Admito que mi última pregunta puede resultar lejana para la campaña electoral de un país que respira alivio cuando no divisa intrusos antipolíticos relevantes, se autocomplace por el escaso suceso local de los que aparecen y por la capacidad del sistema para metabolizarlos. Un país que anestesia señales de crisis en el sistema paseando a las figuras, ya bastante espectrales, que representan el consenso democrático de 1985. Me justifico, entonces, repreguntando si la única puerta de entrada para las agendas del capitalismo radicalizado son disrupciones intrusas, como Milei, para no irnos lejos. ¿No existen otras rutas para esos mismos resultados? ¿No hay derechas ultras y gradualistas? ¿Qué representa aquí el archipiélago de formaciones políticas y liderazgos transpartidarios que levantan banderas de las derechas ultras globales? Cuando pueden, convierten esa agenda política en leyes, y pueden bastante. ¿Qué significa el consenso de sistema sobre el uso político de la violencia, el castigo y la venganza, expresado en la celebración o el silencio frente a Bukele y Netanyahu? ¿El DNU (decreto de necesidad y urgencia) y la ley ómnibus de Milei no representan el mismo modelo de gobernabilidad (democracia autoritaria y excluyente) que la LUC (Ley de Urgente Consideración) de la coalición? ¿No luce ya frágil el sistema de justicia y garantía de derechos? Las respuestas a este tipo de preguntas señalan el problema que afronta un partido, y la elección de contra qué dibuja el límite de su disputa, oferta y aspiración. Una investigación sobre el terreno de retrocesos electorales en 2019 avisa que «a la izquierda no le pasaron por arriba, le pasaron por abajo» (y no se dio cuenta).3 Cinco años de hegemonía de derecha deberían alertar sobre la posibilidad de que también pueden pasarle por adentro.
1. Sebastián Lacunza, «La ola ultra está de fiesta: ensoñación peronista de darle pelea a Milei con sus propias armas».
2. Diego Luján, «En Uruguay hay un giro hacia el personalismo en la política», Brecha, 1-III-24.
3. Gabriel Delacoste, «¿Qué pasa en Rivera?», Brecha, 15-XI-19.