En los primeros meses del año la noticia más relevante sobre el sistema de protección especial de las infancias fue la ocurrencia de tres incendios en hogares de adolescentes del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU; véase «En reiteración real», Brecha, 23-II-24). Hechos graves, con base en los cuales presentamos la siguiente reflexión.
Uruguay es un país envejecido. Nacen pocos niños y sobre ellos recargamos las peores condiciones socioeconómicas para crecer y desarrollarse. Ya nadie es ajeno a la situación estructural de infantilización de la pobreza, advertida desde la década del 80. Pero además de esta privación de recursos y condiciones básicas, recaen sobre el cuerpo de niñas, niños y adolescentes de los quintiles más pobres otras vulneraciones de derechos.
El derecho a vivir en un ambiente familiar está siendo violentado para más de 3 mil niñas, niños y adolescentes que viven en hogares del sistema de protección del INAU. Si bien en la última década el país ha hecho esfuerzos por reducir la tasa de institucionalización (pasó de 4.444 niñas, niños y adolescentes viviendo en instituciones en 2013 a 3.335 en 2023), Uruguay sigue ubicado entre los tres países de la región con los peores indicadores en este campo.
¿QUÉ HAY DETRÁS DEL INCENDIO?
Como señalamos al principio, a comienzos de este año, en un lapso de 15 días, el mismo centro residencial para adolescentes mujeres, llamado Magnolia, se incendió dos veces. Escribimos este texto con gran incomodidad, porque arriesgamos una reflexión a partir de situaciones trágicas como estas. Pero queremos señalar que en Uruguay hay una evidente naturalización de estos hechos; son parte del paisaje, forman parte del destino trágico e inexorable de las vidas de estas adolescentes.
Episodios como estos no dispararon olas de indignación colectiva como las que acostumbramos ver en redes sociales. La noticia tuvo un fugaz paso por la crónica periodística y al otro día todo siguió como si nada hubiera ocurrido.1 En algunas notas de prensa, incluso se insinuó una responsabilización de las adolescentes. Nada raro en un país de viejos, en el que inmediatamente se difuminan las responsabilidades. Es menester recordar que en 1987, por ejemplo, en el hogar Yaguarón (perteneciente al viejo Consejo del Niño) murieron en un incendio cuatro adolescentes. La crónica roja de entonces repetía los mismos argumentos que escuchamos hoy. Según el diario El País, en aquella ocasión el «siniestro» fue «provocado por las internas», que resultaron «víctimas de su propia trampa» al prender fuego los colchones.2
En América Latina un caso paradigmático en este sentido ocurrió el 8 de marzo de 2017, en Guatemala. Un centro residencial conocido como Hogar Seguro sufrió un incendio y murieron allí más de 40 adolescentes. Las víctimas fueron responsabilizadas por la tragedia: un fiscal las acusó y hasta hoy las familias siguen buscando justicia. En Uruguay y en la región se repiten los mismos episodios y las reacciones son siempre las mismas: el escándalo inicial, luego el traslado de responsabilidades, después la impunidad y finalmente el retorno de la desprotección. Es el karma de las infancias pobres.
Hace algunos años el sociólogo uruguayo Denis Merklen, en un trabajo sobre incendios de bibliotecas ocurridos en Francia durante una serie de protestas callejeras, arriesgó la siguiente reflexión: «Si hubiera procedido de la manera en que mis interlocutores de clase media lo requerían y les hubiera preguntado a los jóvenes con los que conversé: “Pero ¿por qué incendiaste la biblioteca?”, habría cometido un terrible error metodológico. Habría producido un relato de justificación con efectos probablemente tranquilizadores, pero habría ocultado una buena parte de lo que ilumina el incendio de esas bibliotecas que observamos».3
La posición ética de Merklen quizás nos ayude a interpretar lo ocurrido con las adolescentes en el sistema de protección especial uruguayo. En efecto, estamos ante una tragedia: el sistema de justicia decreta la internación de las adolescentes en este tipo de centros como medida de protección (la mitad de ellas han vivido situaciones de violencia en su entorno familiar y barrial), pero esta medida del Estado ocasiona que las jóvenes tengan que convivir obligatoriamente en un espacio institucional plagado de carencias, que no brinda las condiciones mínimas para cumplir con el mandato protector.
Se produce una gran paradoja, en tanto la decisión interpuesta para dar protección desprotege, pues las expone a nuevas situaciones –en este caso– de violencia institucional.
No es, como decíamos, una situación nueva. Tampoco resulta atinado atribuir responsabilidades políticas coyunturales. Creemos, sí, que las actuales autoridades las tienen, pero estamos ante un problema de otra entidad. Un problema más arraigado en el tiempo, que cada tanto se reitera. Sus efectos más visibles nos horrorizan por un corto lapso, con suerte se instala una investigación administrativa, algún sumario o muy improbablemente el procesamiento de algún responsable adulto… y luego volvemos a la calma que tolera la violación cotidiana de derechos, a la realidad que cargan en su cuerpo las niñas, los niños y los adolescentes institucionalizados. Se retoma la situación habitual, aquella que el criminólogo Stanley Cohen reconoce como el estado de negación cultural e implicatorio, que los agentes del sistema de protección padecen cada día, mientras lidian con situaciones de vulneración de derechos en forma cotidiana, al punto que les resulta imposible pensar fuera de esa racionalidad. Opera una suerte de acostumbramiento a esas realidades persistentemente dolorosas.
Se vuelve imprescindible preguntarnos, como lo hizo Merklen, ¿qué ilumina el incendio de un centro de protección? ¿Qué expresa ese desborde que pone en riesgo la vida de niñas, niños y adolescentes?
En principio, no sabemos las razones singulares ni los desencadenantes puntuales que llevaron a que ocurrieran estos incendios, y tal vez –como nos recuerda el sociólogo– requerir respuestas directas de las adolescentes solo serviría para saciar la voluntad de los adultos en busca de explicaciones racionales. Lo cierto es que, de forma inmediata, se activó una lectura punitiva de la situación; varios medios de comunicación incluso confundieron la institucionalidad en juego (¿INAU? ¿Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente?), lo que llevó a interpretaciones centradas en la transgresión, en la violencia adolescente que justificaría una respuesta sancionatoria. Mientras tanto, el fuego, que no es nuevo, como expresión de descontento dentro del sistema de protección, se reitera y pone de manifiesto un malestar que se hace visible.
¿POR QUÉ ESTÁ NORMALIZADA LA IDEA DE QUE SE PUEDE CUIDAR ENCERRANDO EN INSTITUCIONES?
Lo que sí sabemos, y queda claro en una reciente investigación sobre las «puertas entrada» del INAU,4 es que las niñas, los niños y los adolescentes que ingresan al sistema de protección experimentan un continuum de violencias que interrelaciona la violencia económica, la violencia intrafamiliar y la violencia institucional.
Sabemos, además, que la separación de la familia y la internación en un centro residencial del INAU son una ficción que fue elevada a la categoría de mito: el mito de que allí se cuida y se protege. No obstante, la evidencia de la violencia institucional permanente que sufren niñas, niños y adolescentes derrumba cualquier creencia.
Y sabemos también que los organismos existentes para monitorear, prevenir y defender los derechos de las niñas, los niños y los adolescentes allí internados –como el Mecanismo Nacional de Prevención de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo– están en falta frente a violaciones a los derechos que allí ocurren, pues han evitado enfrentar la impunidad y denunciar y exigir del Estado respuestas inmediatas y concretas (ver «La política del abandono», Brecha, 18-VII-23).
Uruguay no puede permitirse el lujo de no cuidar y proteger a niñas, niños y adolescentes, porque, como decíamos, son pocos y son quienes están más afectados por la pobreza. Pero para pensar la protección es necesario hacer carne el mandato de que la institucionalización es una respuesta acotada en el tiempo y que se decide de manera excepcional. Urge tomar algunas decisiones, como incrementar la acción socioeducativa en los barrios, algo que se vio reducido con el cierre de programas como Jóvenes en Red, ETAF o Aulas Comunitarias; profesionalizar la acción del sistema de protección, pues pasaron casi dos décadas sin concursos para acceder a cargos de dirección de los centros residenciales y hay un escaso número de profesionales (educadores sociales, psicólogos, trabajadores sociales, docentes) para la atención directa; y asumir la participación de los adolescentes en los proyectos que los involucran. Esto no solo es un derecho básico, sino un requerimiento metodológico para dar sustentabilidad a los proyectos individuales.
¿QUIÉN MATA A LOS NIÑOS?
El 20 de noviembre cumplirá 35 años la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN). Su rápido nivel de aceptación a nivel global en los noventa fue un punto de inflexión, fundamentalmente porque la región asistía a un momento singular de avance del neoliberalismo económico, producto del Consenso de Washington, y el mensaje que traía la CDN era de afirmación de los derechos civiles y políticos, y particularmente de las obligaciones estatales en materia de sus derechos económicos, sociales y culturales. El rápido nivel de aceptación de la CDN colocó a los países del lado correcto de la historia. Pero ya no se trata solo de pose. Si los niños y las niñas no encuentran en la familia y en la comunidad el centro de su desarrollo individual y colectivo, seguirán atrapados en lógicas pre-CDN, pero con nuevas etiquetas.
En la segunda mitad de los ochenta el grupo de rock Los Estómagos dedicó un tema a las niñas muertas en el incendio del hogar Yaguarón al que anteriormente hicimos referencia. En ese mismo álbum, también preguntaban en otra canción: «¿Quién mata a los niños?». Al imaginar el Uruguay de la apertura democrática y rememorar la situación de las infancias (por ejemplo, la descrita por Juan Pablo Terra en sus trabajos) se entiende el contexto de aquellas canciones. Pero casi 40 años después, su inusual vigencia nos dice que en Uruguay hay algo con los más chicos que sigue sin funcionar. Los incendios siguen ocurriendo y seguimos sin entenderlos.
Héctor Erosa, un referente clave del movimiento de los derechos del niño de la década del 90, dejó de manifiesto que la protección de la infancia y la adolescencia estaba –y sigue estando– marcada por una perspectiva dual, en la que conviven la compasión y la represión. En sí mismas, la separación de la vida familiar y la institucionalización en hogares de protección (en lugar del trabajo socioeducativo en el contexto barrial y comunitario) significan un ejercicio de violencia institucional, porque el desarraigo rompe las relaciones interpersonales y espaciales, desligando al adolescente de todo sitio y vínculo cotidianos. Está claro que en nuestro país las políticas públicas de protección tienen desafíos enormes para garantizar derechos y promover formas de vida que apuesten al desarrollo pleno de cada niña, niño y adolescente.
* Luis Pedernera es vicepresidente del Comité de los Derechos del Niño de las Naciones Unidas.
** Diego Silva Balerio es educador social, doctor en Psicología, investigador del Sistema Nacional de Investigadores y docente del Departamento de Pedagogía Social del Centro de Formación en Educación.
1. «Gresca en hogar femenino de INAU derivó en incendio con tres lesionadas», Montevideo Portal, 29-II-24.
2. «Cuatro brujas», Brecha, 29-VII-22.
3. Merklen, D. (2016). Bibliotecas en llamas: cuando las clases populares cuestionan la sociología y la política. Buenos Aires, UNGS, pág. 61.
4. Ruiz Barbot, M. y Silva Balerio, D. (coords.) (2023). Vivir en un ambiente familiar: prácticas, representaciones y políticas en las puertas de entrada al sistema de protección especial de niñas, niños y adolescentes de Montevideo. Montevideo, UNICEF-CSIC.