A pesar de su obra profusa, Andrés Echevarría lejos está de ser un poeta verborrágico. Su búsqueda de la palabra justa, su recurrente afán por plegarse al silencio –porque allí reside el misterio y su conservación– y la aceptación de que, en los albores de lo no dicho, florece una voz oculta alientan en sus textos una perpetua relectura que habilita nuevos hallazgos, curiosas reconstrucciones o el atisbo de puentes hacia toda una geografía literaria.
En Manifiesto de un bosque, al igual que en su poemario anterior, el poeta recurre a formas clásicas y variadas: reafirma su destreza con el haiku y el tanka orientales, ejecuta con acierto la elegancia del soneto y refresca el ritmo en varias tiradas de octosílabos. Pero, como si fuera poco, en esta ocasión incorpora dos textos en prosa («XXX...
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