El presidente tuvo que doblar la cabeza. Se dijo que fue la respuesta a una perezosa consulta de la embajada chilena sobre la permanencia, el secuestro y el asesinato en Uruguay del agente pinochetista Eugenio Berríos. Textual o no, alude un punto clave de la intriga que tuvo por escenario el corazón del gobierno a cargo de Lacalle Herrera en los noventa.
Treinta años después, Lacalle Pou parece manejar otra crisis con idéntico manual de procedimiento: jerarcas como fusibles, documentos destruidos, testimonios fraguados, manoseo institucional, fuego amigo y pasapalabra para licuar responsabilidades. Opacidad frente a indicios de conspiración en centros de poder político. Esta vez no hizo falta ver la firma mafiosa del cuerpo apenas enterrado con un tiro en la cabeza para saber que el crimen organizado es actor explícito de esta crisis. Al villano se lo conoce desde el primer acto, se conoce su juego y lo pesado que puede jugar. Frente a lo evidente, mejor es no entretener la incertidumbre ensartando noticias con hipótesis en la búsqueda de la brocheta intelectual mejor lograda. La investigación para la justicia o el periodismo especializado, el voyerismo para tiempos mejores, y para la comunidad debate político a fondo.
La elección del problema político ordena todo lo que sigue. Voy a retomar el que intenté fundamentar hace ocho meses (en «Confusión y punto muerto», Brecha, 24-III-23): con Lacalle Pou se advierten signos y señales del avance de una moralidad lumpen y un arte de gobierno que tiende a ahuecar y fragilizar las instituciones.
Para mayor precisión sobre arte gobernante visitaré un gesto político del 2000. Cuando Jorge Batlle creó la Comisión para la Paz argumentando la necesidad de promover un nuevo estado del alma en la sociedad, estaba asumiendo que es el líder político quien produce ánimos de paz o de guerra en la comunidad, y no al revés. Vale la pena repensar la politicidad de aquel mensaje emanado del vértice institucional de la república. La impunidad para los crimines de la dictadura fue una divisoria ética –fundada en decisiones de las élites políticas– que produjo efectos densos en la vida social durante las primeras décadas de esta democracia. Hoy lo llamaríamos grieta. Aquel acto de Batlle –con todas sus limitaciones– tendió puentes sobre esa grieta, emitió señales de cambio a sus subordinados y –en el espacio público– destrabó el cerrojo de la cerrada impunidad que dominaba el discurso del Estado. También indicó que la política oficial podía levantar la cabeza y abandonar la condición de apoderada del miedo a la sedición militar. Aquel gesto transmitió un nuevo sentido de responsabilidad y disposición a la toma de riesgos. Fin de la visita y vuelta al presente.
¿Qué mensaje político entregó Lacalle Pou en su respuesta a las revelaciones que se encadenan con la entrega del documento liberador a Marset? Que está decidido a jugar su poder para bloquear un debate maduro sobre un episodio en el que asoman señales de cooptación de segmentos del Estado uruguayo por parte de organizaciones criminales locales y trasnacionales. ¿Cómo expuso esa voluntad política? Victimizándose, atacando a la oposición, hilvanando argumentos livianos para soslayar temas pesados. Arte gobernante de político piquetero.
El piquete popular obstruye el espacio físico para ganar atención sobre asuntos que de otra manera no llegan a la agenda pública. El piqueteo verbal de las élites opera en sentido inverso. Ocupa con estruendo todo espacio de deliberación pública para aturdir la comprensión de problemas complejos. Así, la política piquetera recibe abundantes críticas abstractas e iguales indulgencias concretas. Sospecho que la acumulación de corto plazo que promete el piqueteo estimula la ilusión de lucro con migraciones electorales inesperadas. Un Cinco de Oro en votos. Los problemas que acarrea esta tecnología de poder cambian de dimensión cuando se vuelve dominante en las relaciones políticas, cuando las boquitas piqueteras se emulan y compiten entre sí bajo el magisterio del presidente. Porque el piqueteo es un hambre insaciable que siempre necesita nuevos sujetos de castigo y dispara grietas ingobernables.
En un proceso que rápidamente fue de menos a mucho, el piqueteo pasó a golpear sobre la libertad de expresión y el sistema de justicia. Para un núcleo de poder, la actuación de las fiscalías está siempre bajo un halo de sospecha preventiva. 1 Siempre hay explicaciones coyunturales para tales ataques. El periodismo complicó el secreto deseado en zonas sensibles, y las garantías que todavía ofrece nuestro sistema de justicia frustran al político piquetero cuando quiere ensamblar resultados judiciales con la agenda del partido. Las consecuencias inmediatas del castigo sobre estas instituciones están expuestas en documentos públicos de asociaciones de fiscales, trabajadores judiciales y periodistas, que describen importantes afectaciones democráticas. 2 Otro problema es que, cuando semejantes hostilidades duran mucho tiempo, dan lugar a nuevos estados de realidad. Es difícil no advertir que la frustración en la política estimulará el deseo de mayor control sobre el sistema judicial y que ello repercutiría sobre las garantías ciudadanas de acceso a la justicia. No es tan evidente, pero sí muy probable que como efecto de mediano plazo aparezcan nuevas variables duras para los alineamientos y lealtades –o no– en la política partidaria. Las garantías de impunidad o salvaguarda contra extorsiones pasarían a integrar el elenco de motivos para los acuerdos electorales, de agenda y gobernabilidad. ¿No se insinúa algo así en los ecos y los crujidos interministeriales más recientes?
El miedo como razón política tiene mala prensa y muchos usuarios, pero no todos perversos. Yayo Herrero 3 le reivindica valor positivo y argumenta que solo paraliza si ignoramos causas y no generamos respuestas eficaces. Un éxito del método Lacalle Pou es conducir las grandes interrogantes colectivas hacia puntos que anulan la posibilidad de intervención. Sus desplantes no serían errores políticos, sino formas eficientes de desarmar por saturación la alerta y la combatividad democrática, direccionando todas las energías políticas hacia la milagrería electoral. Como el asunto Marset involucra temas tan pesados como él mismo, vale la pena intentar romper el hechizo piquetero. Tal vez ayude interrogar desde el miedo. Preguntar si los partidos no temen las consecuencias de que la república sea conducida por una persona que aparenta no comprender el significado de lidiar con estos poderes transnacionales permaneciendo en estado de negación. Podría ser el principio de una conversación que devuelva a la política uruguaya algo de su debilitado contacto con la realidad.
- Para apreciarlo en la voz de la plana mayor del gobierno, ver el reportaje de Leonardo Haberkorn a Luis Heber en El Observador del 23/11/2023. ↩︎
- Ver la denuncia de la Asociación de Magistrados Fiscales del Uruguay ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el comunicado de la Asociación de Funcionarios Judiciales del Uruguay y alertas de Reporteros sin Fronteras. ↩︎
- Ausencias y extravíos, 2021, editorial Escritos Contextatarios. ↩︎