—En enero decidiste volver a vivir a Uruguay. ¿Qué te llevó a regresar?
—Bueno, en realidad hace 25 años que me fui, pero casi 20 que me quería volver. Por temas profesionales y familiares no se dio, y en el último tiempo lo empecé como a armar un poco más. El mayor de mis tres hijos, Joaquín, que tiene 19 años, se vino a vivir a Uruguay antes. Salió del colegio y se vino a estudiar medicina durante un año, pero no le gustó y ahora estudia ciencias sociales para trabajar en derechos humanos (se ríe). Y ya con él acá se facilitaron un poco las cosas. Hay una empresa con la que trabajé un tiempo en asesorías (su profesión es ingeniera en acuicultura), que quería que me viniera hace rato. Hace tiempo que me quería volver, por la familia de origen y además porque los uruguayos que se quedaron no logran ver que Uruguay tiene muchas ventajas.
—¿Tus hijos nacieron todos en Chile?
—Sí. Mi marido también es chileno. Él está yendo y viniendo, y estamos viendo de armar algún proyecto. A él como que no le queda otra… Aparte, tanto tiempo queriendo volver…, al final tenés que hacerlo, porque no vas a estar todo el rato en la amargura. Si no resulta, bueno, pero lo hice…
—En Montevideo mantenés vínculos con las dos ramas familiares…
—Básicamente con la de mi padre. Yo me crié con la familia de mi padre. Cuando mi mamá murió, a los dos días murió mi abuela materna. Mi abuelo materno ya había muerto, y quedó sólo un tío soltero. Entonces a mis hermanos se los llevaron a Francia, yo me quedé acá y ellos vivieron con su familia paterna, la de Willy (Whitelaw). Entonces, de la materna quedó sólo Fernando (Barredo), que después se casó, pero falleció cuando yo tenía 16 años, y ahora tengo a mis primos. Fernando, junto al papá de Willy, presentaron algunas demandas judiciales y en algún momento hasta pensaron en traerse los cuerpos, pero después se complicó un poco todo eso, porque se hizo mucha publicidad y era un acto que quería hacerse en privado. Fernando fue uno de los tantos que nos buscaron cuando desaparecimos, obviamente. Él tenía a su hermana muerta, su madre muriendo y sus sobrinos desaparecidos… Era un tipo hermoso.
—¿Cuál es tu vínculo con las organizaciones de derechos humanos? Obviamente no podías participar en las marchas.
—En marchas del 20 de mayo sí he estado, en algunas ocasiones porque estaba acá y en otras porque me las arreglé para estar. Yo me fui en diciembre de 1990, cuando tenía 18 años. Siempre he dicho que para mí, más allá de que sea la fecha de mi mamá, más allá de la raíz de la marcha, es un acto que es un orgullo para todos los uruguayos. Marchar en ese respeto, en ese silencio, en ese río de personas, yo no sé si se dará en algún otro lugar del mundo. Yo por lo menos nunca he escuchado una palabra de rencor. Siempre se lo comentaba a mi gente cercana en Chile. El año pasado vino conmigo mi suegra, que no es necesariamente de izquierda, y se quedó impactada. Estaba casi que feliz, porque es algo que tiene esa contradicción que surge de un dolor profundo, pero que genera tanta solidaridad. A veces es muy fuerte y muy removedor, porque no es menor.
—¿Cómo evaluás el proceso de investigación de los crímenes que tienen que ver con tus familiares y los resultados alcanzados? Hasta ahora fueron condenados en Uruguay, Bordaberry y Blanco, en Argentina algún militar, pero no así los autores materiales, por ejemplo. Quedan muchos responsables por individualizar.
—Sí, sí, seguramente, porque además participó tanta, tanta, gente. Esto no fue tarea de unos pocos. En nuestro caso y en muchos otros. La verdad es un debe total. Yo también hago en este sentido un mea culpa. Los 25 años fuera de Uruguay fueron también un poco para alejarme de algunas cosas que cuando sos adolescente son mucho más difíciles de procesar. A nosotros como familia además nos desmembraron tanto, que fue como difícil tomar una postura común y fuerte, un decir “vamos a entablar un juicio”, como sí de repente han hecho los Michelini o los Gutiérrez Ruiz. Ellos tienen también otra plataforma, otras herramientas, son casos muy visibles…Y la verdad es que, bueno, si mi abuelo (Juan Pablo Schroeder) no hubiera fallecido hace tantos años, seguramente hubiéramos hecho muchas más cosas. A lo que voy es que, obviamente, lo que se ha hecho ha sido insuficiente, pero nosotros tampoco hemos hecho lo suficiente como para decir que esa insuficiencia es sólo parte del otro lado. Ahora, ese es sólo mi caso particular, yo veo alrededor a mucha otra gente que ha hecho mucho y está en una búsqueda desde hace muchos años y que no tiene ni la mitad de las respuestas que yo tengo, que es lo que quería plasmar un poco en mi carta (véase recuadro). Ellos sí que la han luchado, y ya no para llegar a quién apretó el gatillo, sino simplemente para saber dónde están y poder cerrar, para tener ese ritual de la muerte, que para mí es básico. Por eso siento que no tengo mucho derecho de queja, porque dentro de todo, tengo mucho.
—No estás en esa situación eternamente indefinida…
—Mirá, cuando yo era muy chica leí en algún medio que hablaba del hallazgo de los cuerpos, que el cuarto cuerpo no había podido ser identificado. Y daban a entender que se había deducido que era Willy. Yo era muy chica y no sé si eso estaba realmente escrito así, porque es verdad que al principio fue difícil la identificación –hoy no quedan dudas–, pero a mí me surgieron dudas. Willy no era mi padre, pero fue lo más parecido que tuve a un padre. Es un ser absolutamente querido por mí. Es el padre de mis hermanos. Ante esa mínima duda yo estuve mucho tiempo obsesionada con que capaz que estaba vivo. Esa duda duele mucho. Hasta que logré hablarlo con mi familia y ahí me lo dejaron clarísimo.
—En tu carta reclamás por verdad y justicia, porque a veces se establece una dicotomía con estos dos conceptos…
—Por supuesto que los crímenes no prescribieron, pero además justicia no es venganza. Porque igual vamos a hablar de una justicia ya a medias, porque ya vamos a encontrar a medias a los culpables, si alguna vez los encontramos. A la mayoría no les va a dar ni la vida para cumplir la sentencia que deberían haber tenido. La justicia es parte de la reparación. Nadie dice que los metan en una cárcel y los sometan a tortura. Lo primero es la verdad sí, y ojalá la justicia, digo ojalá porque hay mucha documentación que ya se ha perdido. La investigación demanda recursos, pero si se hubiera hecho a tiempo hubiera demandado menos.
—Hace un momento mencionabas la cuestión de la visibilidad. ¿Considerás que los casos de tu madre y de William quedaron de algún modo en un segundo plano a partir del impacto de los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz?
—Sí, obviamente, pero a mí no me molesta el segundo plano. Es absolutamente entendible. Michelini y Gutiérrez Ruiz tenían otra edad, otra trayectoria, pero además existen familias que quizás se ocuparon mucho más de preservar su memoria pública. Por eso quise mandar esta carta, y por eso quizás después del homenaje que hubo en la Junta Departamental me animé a acercarme a un par de ediles y señalar que mi madre no era Carmen Barredo, no era Rosa Barredo, sino Rosario Barredo. Y lo que más me importa es que a mi madre y a Willy no los mataron para inventar una asociación de Michelini y Gutiérrez Ruiz con los tupamaros. Capaz que además, no sé…, pero los mataron porque ellos sí trabajaban con Michelini y Gutiérrez Ruiz, y ellos sí estaban en una lucha no armada, ayudando a mucha gente a salvarse y a que se supiera lo que estaba pasando en Uruguay. No era que mamá y Willy, como se trató de decir, eran unos disidentes tupamaros1 y entonces se aprovechó para hacer una conexión. Ahí creo que está el debe de nosotros como familia: pedirles a quienes tienen los medios y los conocimientos que investigaran y difundieran los hechos. Mateo Gutiérrez en su documental algo muestra, corrigiendo esa versión que ha quedado como impregnada, quizás porque era más fácil. Yo mucho no tuve claro, y aún hoy no lo tengo. Hoy tengo 44 años, y cuando pasó eso tenía 4.
—¿Pudiste acceder a alguna documentación sobre tus padres? Y me refiero a Rosario, Gabriel y Willy.
—Bueno, esto es algo que yo sabía que venía con el retorno. Es algo que lo venimos hablando mucho con mi tío Esteban (Schroeder), que está ligado a lo audiovisual y quiere hacer un documental. Yo todavía no me he terminado de convencer. La verdad es que no he tenido acceso a muchas cosas. En el caso de mamá casi no queda nadie, y es más difícil reconstruir. En el caso de papá, me crié con su familia, y me criaron de una manera muy abierta, siempre dándome las respuestas verdaderas, dosificando. Hay muchos relatos que quizás no llegan, porque duele relatarlos. Pero de a poco van llegando, y ahora mi tío Gustavo (Schroeder) escribió algo muy lindo sobre mi padre, y me voy a reunir con gente para ir reconstruyendo, pero no tanto la parte política sino la vital. Si junto todo, mi padre es un superhéroe total. Él murió diez días antes de que yo naciera. Pero no tengo mucho acceso a documentación. Sobre mi madre tengo relatos sobre su forma de ser, más que de sus ideas. Hay algunas amigas de la adolescencia de mi mamá, con las que compartieron militancia; lo que pasa es que también viene luego la dificultad de que los muertos pasan a ser dioses. Cuando hablás desde lo afectivo es difícil tener respuestas más objetivas. Pero sí me acuerdo de mamá, porque por suerte tengo una memoria de elefante, entonces alguien muy sabio hizo que retuviera ciertas cosas. Y después tengo sí una reconstrucción, más o menos, de cómo era ella, pero de qué la llevó concretamente a militar y cuál fue su rol concreto, no mucho. La verdad es que es como una especie de incógnita. Capaz que hablo un poco más de mi madre, porque tiene estas características, porque lo de mi padre sí es como mucho más anónimo y controversial de hablar, plantear y difundir.
—¿Lo decís porque está vinculado a los hechos del 14 de abril de 1972?
—Sí. Pero a él cuando lo mataron fue una masacre. Yo tengo una autopsia que dice: “balazo por la espalda”, así que… no fue un combate, un enfrentamiento, fue una masacre absoluta.
—¿O sea que estás en un proceso que empezó, pero que no sabés a dónde te va a llevar?
—No, la verdad que no. Es como que empecé algo, que no sé hasta dónde voy a llegar. Pero por lo menos voy siguiendo un poco mis instintos y por eso está eso que escribí. Y es tan simple como que salí a la calle con mi hija a comprar un libro y cuando llego a la pantalla frente a la Intendencia veo la foto de los cinco. No era mamá sola, sino que estamos Victoria en sus brazos, yo abajo y Maxi en la panza. La única foto de mamá con sus tres hijos, y por más que estoy muy acostumbrada, te impacta verla ahí, sin saber, en una pantalla gigante pública. Y habíamos hablado con Esteban, sí, de empezar a escribir algo y de hacer un espacio para que se hable más de todo esto, porque yo viví el 20 de mayo. Lo empecé a vivir el 13 de mayo, cuando nos secuestraron.
—¿A vos te interesa la política, en su sentido más genuino? Porque hoy en día la palabra ideología sigue gozando de una carga despectiva.
—Estos 25 años lejos, porque más que venía siempre, te hacen mirar un poco las cosas de afuera. Además como ni siquiera podemos votar… La verdad es que estoy de acuerdo en que la política es absolutamente necesaria para dirigir un país, pero en este momento de mi vida no podría decir me identifico acá con a, b, o c, sino porque me parece que para tomar posturas hay que estudiar y analizar. Tengo, sí, clarísimo a lo que no adhiero, pero dentro de lo que podría adherir no tengo una visión clara. Ahora, participar políticamente no, me encantaría trabajar, sí, en políticas públicas para el desarrollo, desde mi experiencia profesional hacer un aporte social.
—Podés decirme a quién no adherís, entonces…
—Al Partido Colorado completo. Obviamente no pertenezco a partidos conservadores y tengo mi ideología, que puede ser un poco utópica (ríe efusivamente). De derecha obviamente no soy.
—Tu abuelo Juan Pablo era muy blanco…
—Sí, blanco total, y mi abuela colorada. Pero yo no adhiero a ninguna política neoliberal que desarrolle una política de crecimiento que para afuera esté bárbara y para adentro no sirva para nada, como la de Chile. Allá la mayoría de las cosas que me importan, como la salud y la educación, están muy mal. Igual a mí ya no me gusta hablar mucho de izquierda y derecha, porque hay mucha gente de izquierda que se ha comportado como mucho más de derecha que la derecha. La política se ha complejizado tanto que es más difícil definirse.
—Y en cuanto a la opción política de tus padres, ¿qué pensás hoy? ¿Pasaste por el enojo, por cuestionar cosas que te pasaron por esa decisión militante de ellos?
—Siempre digo que no voy a juzgar lo que hicieron o no hicieron mis padres, porque yo no viví en el Uruguay de esa época. Que alguna vez sentí, no rabia ni rencor, pero capaz un poco de pena, sí. Más que nada era: si estaban metidos en todo esto, para qué nos tuvieron y nos siguieron teniendo… porque seguían pasando cosas y seguían teniendo hijos. Y sí, si te ponés a pensar, nos pusieron en riesgo, pero es tan difícil juzgar eso sin estarlo viviendo… Era una época en que más que la política eran las ideas, y una pasión. Y ellos empezaron a vivir la política desde la adolescencia, cuando creés que no te va a pasar nada. Pero a mí no me jode… fue así y pasó así. Por supuesto que querría tener a mis padres conmigo, y adhiero por lo menos a la esencia de lo que ellos querían, pero sigo pensando que es una tarea de todos los días y de todos lograr igualdad de oportunidades. ¿Quién sabe lo que hubiera hecho yo si hubiera tenido la edad de ellos en esa época? Lo que sí sé es que yo ya viví eso y sufrí las consecuencias de esas decisiones. Pero yo lo estoy viviendo como hija y ellos no lo vivieron como hijos.
—Vos viviste dos situaciones. Primero, naciste en cautiverio, porque tu madre fue detenida en Montevideo en 1972. Te tuvo en abril en el Hospital Militar y estuvo presa hasta diciembre. Y después, en 1976, fuiste secuestrada en Buenos Aires junto a tus dos hermanos y estuviste desaparecida durante 16 días. Es decir, podrían haber terminado en manos de cualquier familia…
—Yo no, yo imposible. Tenía 4 años y me criaron rompebolas, preguntaba todo y no se me escapaba nada. A mí no me iban a poder meter en una familia, nunca. Lo intentaron, pero a cada lugar que iba, yo iba preguntando y no aceptaba la respuesta. Yo recuerdo por lo menos dos casas, a las que me llevaron después de estar en el centro de detención.2 Me llevaron por lo menos a dos casas más, con distintas personas, y yo preguntaba por mamá, por Willy, por mi perro, por mis hermanos. Yo fui testigo en Buenos Aires en el caso contra Olivera Róvere (general condenado en Argentina a cadena perpetua por los asesinatos de Michelini, Gutiérrez, Barredo y Whitelaw). Mi memoria es muy loca, cuando tenía 15 años mis tíos de regalo me llevaron a Buenos Aires. Fuimos a mi casa y ellos buscaban la dirección. No había Google Maps. Cuando íbamos llegando, yo los guié, les dije que doblaran por una esquina, les hablé de una ferretería, un almacén. Y lo corroboramos. Mis tíos quedaron atónitos. Y llegué a entrar a mi casa. Para mí fue algo impresionante corroborar mi memoria. Yo no sé qué es lo que se activa, si la memoria o la necesidad de preservarla, porque esto no fue como un clic en el que vinieron los recuerdos. Desde que tengo memoria tengo memoria, y creo que es un mecanismo de defensa. Nosotros hicimos terapia familiar y yo hice una individual. Mi terapeuta me decía que él estaba seguro de que los cuatro primeros años con mi madre habían sido muy intensos y muy buenos, y por eso yo había quedado muy bien parada en la vida.
—Tu abuelo paterno tuvo un rol determinante, con la presentación de un recurso de hábeas data y con sus gestiones frente a medios de prensa, para que ustedes aparecieran.
—Yo le debo la vida a mi abuelo. No sé qué hubiera sido de mí si mi abuelo no me encontraba, aunque creo firmemente que iba a ser muy difícil meterme en alguna familia… Eso pasó gracias a muchos. Lo pongo a él porque creo que fue la columna vertebral de esa búsqueda, porque además por suerte tenía las habilidades y las redes para lograrlo. Otros con el mismo amor y la misma fuerza no lo pudieron lograr, por eso de vuelta fuimos privilegiados.
—¿Él tenía vínculos influyentes en Argentina?
—Eso es parte de la nebulosa, de la historia que no termina de contarse. No creo que tuviera un vínculo demasiado importante. Mi tío Gustavo sí trabajaba en el Buenos Aires Herald, y una persona muy importante del diario lo conocía y también a mi abuelo. Eso fue clave en la búsqueda, porque salimos en las portadas, hicieron mucho ruido. Pero mi abuelo no fue sólo clave en esa búsqueda, sino en los años posteriores. Él se enfermó a los pocos años de encontrarnos, y de alguna forma entregó la vida. A mí mi abuelo me enseñó a vivir, como puse en esa carta. Me enseñó a vivir en el amor, me dijo que nunca sintiera rencor porque sólo me iba a lastimar a mí.
—Él era muy católico. ¿Cómo te relacionás hoy con la fe?
—Era muy católico, de misa diaria. Y bien por la fe, porque creo que a ellos les hizo muy bien, sobre todo a la abuela. Yo fui muy católica de chica, hasta que empecé a mirar las contradicciones de la Iglesia Católica. Y ya no soy católica, mis hijos no son bautizados. Tengo mis propias creencias y me conecto a mi manera con lo espiritual. Yo estoy segura de que la gente en algún lado queda, que existen las energías, y estoy segura de que mis padres son unos ángeles que nos cuidan.
- Barredo y Whitelaw se habían escindido del Mln y formaban parte en Buenos Aires de la tendencia Nuevo Tiempo. Esta fracción, junto a otros dirigentes y organizaciones, integraban una alianza antidictatorial en el exilio (la Ual).
- Se presume que era Orletti, según la ficha de la Secretaría de Derechos Humanos de la Presidencia.
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Un grito de amor
Mi nombre es Gabriela Schroeder Barredo.1
Una madrugada de hace 40 años irrumpieron en nuestra casa de Buenos Aires y nos trastornaron la vida.
Nos secuestraron a mi madre, su compañero y padre de mis hermanos, a mí y hasta a mi perro. Mi madre era Rosario Barredo.
Para un gran hombre, mi abuelo, empezó la mayor de sus búsquedas, la más angustiante, en la que entregó su alma y gran parte de su vida. Tenía que encontrarnos.
Ocho días más tarde, el 21 de mayo de 1976, supo que a mi madre ya no podría volver a abrazarla. Con ese dolor inmenso sumado al de sus hijos mayores ya muertos (mi tío Juan Pablo y Gabriel Schroeder, mi padre), siguió buscándonos a mis hermanos y a mí.
No estuvo solo y gracias a eso logró publicar el 27 de mayo en el Buenos Aires Herald una carta magnífica que dirigió “a la más encumbrada autoridad del país y al más humilde de los habitantes”, que luego de un detalle exhaustivo de lo ocurrido, termina de esta manera: “Os pedimos que nos devuelvan a Gabrielita María, a María Victoria y a Máximo Fernando, para educarlos en el amor a la patria –sin distinción de fronteras entre la tierra uruguaya y la tierra argentina- y en el amor a todos los hombres. Sin excluir a los que mataron a sus padres”. Y así me crió, en el amor.
Mi abuelo fue Juan Pablo María Schroeder Otero, para mí un grande, un gigante. Me enseñó que el rencor sólo me haría daño a mí, no a quien lo dirigiera. No me pidió que perdonara, porque me dijo eso era sólo divino (por Dios, no por lo lindo, claro está). Me enseñó a centrar mi vida en el amor. Hoy, 40 años después de esa madrugada de mayo de 1976 y casi 35 años desde que ese gran hombre dejara físicamente mi vida, puedo decir que lo logré y en mi vida prima el amor por sobre cualquier otro sentimiento.
Pero no lo hice sola. Me he sentido siempre una privilegiada porque me han rodeado afectos entrañables, la vida me ha recompensado siempre.
Por eso es que no entiendo, verdaderamente no entiendo, cómo una gran parte de los uruguayos se ha dejado convencer de que cuando se pide verdad y justicia se tiene los ojos en la nuca o se hace desde el rencor. ¡No! ¡Mil veces no!
Es exactamente lo contrario, es un acto de amor. Lo exigimos por todos a los que les arrebataron de sus vidas a sus seres queridos y se quedaron con el abrazo hueco, sin respuestas y sin ritual para cerrar un ciclo vital para todo ser humano.
Tengo el “privilegio” de saber más o menos qué pasó con mis padres y tengo la “suerte” de tener una tumba si quiero ir a dejar flores. Pude cerrar el ciclo, aun cuando su forma no haya sido muy circular y quizás los extremos no se unan con precisión. Pero algo tengo. Es injusto que otros no lo tengan, siendo que el ritual de la muerte es un derecho de vida para alcanzar la paz. ¡Sí!, hablamos de paz. Es esto lo que buscan quienes aún no obtienen respuestas.
¡Verdad y justicia es un grito de amor y de paz! Y es justamente porque no queremos repetir el pasado.
- Gabriela, que volvió a Uruguay en enero pasado, resolvió por primera vez escribir un texto público sobre su historia, y sobre el significado que le otorga a la lucha por verdad y justicia. En las páginas 6 y 7 de este número puede leerse una entrevista que le concedió a Brecha.
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