En la víspera de la conmemoración de los 50 años del golpe civil-militar en Chile, el clima político del país se encuentra extremadamente enrarecido. A solo tres días de que se cumpla medio siglo del quiebre de la democracia en la nación andina, el gobierno del presidente Gabriel Boric no ha podido articular una visión común con los partidos de derecha sobre el golpe de Estado y las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que le sucedieron. Tanto es así que ayer la coalición derechista Chile Vamos se negó a firmar el Compromiso de Santiago –una declaración conjunta con cuatro principios básicos anclados en la cautela de los derechos humanos– y prefirió emitir un documento propio en el que evitó emplear los términos golpe de Estado y dictadura.
En paralelo, los partidos de derecha y ultraderecha declinaron la invitación a participar el lunes 11 de setiembre en un acto en la plaza de la Constitución, frente al Palacio de La Moneda, llamado Por la Democracia, Hoy y Siempre, negativa que ha sido lamentada por las fuerzas de izquierda y los defensores de los derechos humanos como una pésima señal, que no aporta a la convivencia nacional y que valida la añoranza de esos sectores por la dictadura de Pinochet. El 30 de agosto, además, Boric anunció un inédito Plan Nacional de Búsqueda de los detenidos desaparecidos, un hecho histórico a 50 años del golpe.
Para analizar esta coyuntura a días de una fecha trascendental, pero también para indagar sobre la experiencia de la Unidad Popular (UP) encabezada por Salvador Allende, su proyecto de transformaciones sociales, los intentos de la derecha por horadar la imagen del entonces presidente, los graves atropellos a la dignidad humana cometidos por la dictadura que vino después, Brecha conversó con Rolando Álvarez Vallejos, historiador, docente y director del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Chile. Álvarez es especialista en la historia de la izquierda chilena y tiene en su haber 11 libros sobre el pasado reciente.
—El relato de la derecha y la ultraderecha se ha empeñado en separar el golpe de Estado de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura. ¿Sobre qué bases se puede hacer esa disociación?
—A ver, lo fundamental es entender que el gobierno de la UP propuso una transformación profunda de la estructura social, política, económica y cultural del país a través de una vía democrática. Era un proyecto político que hundía sus raíces en el movimiento obrero, estudiantil, campesino, cultural, y que fue liderado por militantes de partidos de izquierda y algunos partidos de centro. Cuando este proyecto intenta llevar a cabo este proceso de transformaciones, ocurren el golpe, el bombardeo a La Moneda y las violaciones a los derechos humanos. Esto tiene por objetivo detener y destruir este proceso. Porque ¿qué sentido tiene haber bombardeado La Moneda? ¿Había allí tanques, armas? No. Entonces, no se puede separar el golpe de las violaciones a los derechos humanos, porque ambos son parte del objetivo de destruir un proyecto político, encarnado por quienes serían las víctimas de esas violaciones a los derechos humanos. Hay una unidad indisoluble entre ambas cosas.
—Otra parte de ese relato que busca justificar el golpe gira en torno a los supuestos intentos de Allende por desbordar la democracia e instaurar una dictadura marxista. Incluso el expresidente Sebastián Piñera, hace poco, repitió este argumento.
—Claro, cuando se produjo el golpe de Estado, a la semana se publicó en el diario conservador El Mercurio la existencia de un Plan Z, que comprendía el aniquilamiento del Ejército, la detención de periodistas de oposición para instalar una dictadura comunista y la presencia de 10 mil agentes guerrilleros cubanos para propiciar eso. Todo eso fue descartado por la investigación histórica, nunca ha sido posible comprobar su veracidad. Desde su génesis, el argumento para justificar el golpe fue decir ese tipo de cosas. Podríamos discutir su viabilidad y errores, pero el proyecto de la UP fue un intento de cambio profundo a través de una vía democrática. En la derecha se lo acusa de usar «resquicios legales», pero se trató de las mismas leyes que habían usado, en otra dirección, los anteriores gobiernos democráticos. Cuando esas leyes fueron usadas para favorecer el cambio social, la derecha optó por violar esa legalidad, y quienes destruyeron la democracia fueron los sectores golpistas que decían defenderla. Se dice que la UP quiso destruir la democracia, pero quienes se salieron de las reglas para defender sus intereses de clase fueron los sectores de derecha.
—¿La repercusión mundial por el golpe en Chile se explica por la violencia del bombardeo a La Moneda o por lo que implicó para la «vía chilena al socialismo» que encarnaba Allende?
—Ambas cosas. Por un lado, quizás los más grandes procesos para el cambio social en el siglo XX fueron la revolución rusa, que desembocó en una guerra civil con más de 5 millones de muertos, la guerra popular y prolongada en China, la lucha armada en Cuba, que se reprodujo luego en América Latina. Después de la Primavera de Praga de 1968 y de la derrota de los movimientos guerrilleros en nuestro continente, la UP aparecía como una alternativa de cambio social que renovaba un modelo que parecía agotado y prometía –así se decía– «ahorrarse el charco de sangre de una revolución». Se asumió que desde el respeto a la institucionalidad, los principios democráticos, la generación de consensos y alianzas amplias se podía construir un modelo de sociedad distinto, y que además se iba a hacer en un país ubicado, dentro del contexto de Guerra Fría, del lado estadounidense. Eso era una cosa muy revolucionaria y novedosa, y naturalmente llamó la atención del mundo. La carretera de la historia del mundo pasó por Chile. El gobierno de la UP representó la posibilidad de hacer algo distinto. Por eso se hablaba de la «vía chilena al socialismo», diferenciada de la cubana, de la china. Esto despertó mucha simpatía, porque conjugaba socialismo y democracia, tenía un líder carismático como Allende, un movimiento social muy creativo, expresiones culturales. Por otro lado, se dice que la guerra del Golfo fue la primera guerra televisada, pero nosotros en Chile tuvimos nuestra propia guerra televisada con el bombardeo a La Moneda.
—¿Por qué dices que en Chile se busca enlodar la imagen de Allende mientras en el extranjero se lo considera un ejemplo positivo?
—Porque Allende sintetiza esa conjunción entre proyecto político y movimiento social. Es una figura peligrosa, por lo que conviene farandulizarlo, descalificarlo y destruir su imagen. Es muy interesante que el bestseller literario de los 50 años del golpe venga del mundo conservador y haya sido recomendado por el propio Boric [Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular, del cientista político Daniel Mansuy]. Según ese libro, lo que tiene que hacer la izquierda para conjugar un proyecto viable es olvidar a Allende, o sea, superar el «mito de Allende». Hasta las facciones más intelectuales de las fuerzas conservadoras insisten en destruir la imagen de Allende por lo que simboliza: una persona de intachable trayectoria democrática, que fue presidente del Senado, diputado, ministro, que llevaba 40 años en el sistema político chileno, y cuya figura resume muy bien lo que es la izquierda en Chile: democrática y con vocación de cambio.
—¿Asistimos a un retroceso dadas las posturas en ascenso en torno a los 50 años del golpe, dominadas por una visión ultraderechista? ¿Qué opinión tienes de este rebrote negacionista?
—Sí. La gente que estudia la memoria histórica ya tenía claro que la evolución de la memoria no es lineal, o sea, no es que olvidemos, luego recordemos y de ahí en más nunca más olvidemos. Hay avances y retrocesos, olvido, recuerdo y nuevamente olvido. La batalla por la memoria se tiene que seguir dando siempre. No sirve tener un museo de la memoria si no lo dotamos de contenido. No es para nada extraño que se produzca esta situación, porque en ciertos contextos históricos, y de acuerdo a cómo esté el conflicto de clases en las sociedades, pueden darse avances y retrocesos. Con la derrota del Apruebo en el plebiscito de setiembre de 2022 y el arrollador triunfo del Partido Republicano en la elección del Consejo Constitucional, es comprensible que los sectores conservadores hayan alzado la voz. Siempre tuvieron ese discurso, pero no tenían el espacio político para plantearlo. Los sectores democráticos tienen que seguir dando la batalla por la memoria. La exigencia va también para nosotros, que venimos del mundo de la academia y que tuvimos que tomar posición. Estamos en un país muy polarizado y las medias tintas no sirven en estos 50 años. La batalla por la memoria se puede perder, no hay nada que la asegure.
—¿Los sectores más dialogantes de la derecha chilena están siendo subsumidos por la ultraderecha?
—Ciertamente, hay diferencias históricas entre los distintos sectores de la derecha, pero la coyuntura electoral, con el triunfo de los republicanos, hizo que las manecillas del reloj se movieran mucho más para ese lado. El sistema político se ha derechizado y es políticamente rentable tener posiciones ultraconservadoras. Los sectores más abiertos a acuerdos la tienen muy difícil para posicionarse como una fuerza alternativa. Por ejemplo, Evópoli (partido de centroderecha dentro de la coalición opositora Chile Vamos) no quiere firmar el Compromiso de Santiago, que contiene cuatro puntos civilizatorios básicos, y el argumento es que este «no es el momento político». Eso revela una falta de compromiso con la defensa de los derechos humanos y ahí uno sospecha que ciertas cosas son meramente discursivas. Si la gente se pregunta por qué siguen mirando hacia el pasado, la respuesta es que las heridas están abiertas, no se sanan, y siguen, como estamos viendo, las mentiras, la negación y la humillación.
—¿Cuánto pinochetismo pervive en la sociedad?
—No creo que exista pinochetismo. No creo que nadie añore a la figura de Pinochet en sí misma, que colapsó después del caso Riggs, cuando se supo que era un ladrón consumado. Lamentablemente eso pesó más que el hecho de que fuera un violador de derechos humanos. Pero sí diría que Chile tiene un ADN conservador frente a temas como la migración, la seguridad pública, los pueblos originarios. La elección del último plebiscito constitucional lo dejó claro: es un país complejo, cambiante.
—¿Cuál es tu lectura respecto de este inédito Plan Nacional de Búsqueda de los detenidos desaparecidos y de los intentos del gobierno por buscar infructuosamente una declaración común con los partidos de derecha?
—Creo que, cuando se escriba la historia de este gobierno, uno de sus grandes legados en materia de derechos humanos será haber dado origen a una política pública para propender a una solución del tema de los detenidos desaparecidos. Es fundamental para restañar la herida y encauzar el proceso de la memoria histórica. Este gobierno, en pocos meses, ha hecho más en materia de derechos humanos que los otros gobiernos en 30 años. Esto demuestra que teniendo la voluntad política, aunque le duela al bando opositor, hay cosas que se pueden hacer. Algo curioso es que la derecha no ha podido salir con críticas al Plan de Búsqueda. Es una deuda que el Estado chileno no ha pagado. Es una medida impecable y que demuestra que cuando los ministros se empoderan en sus cargos, como sucedió ahora con el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Luis Cordero, se pueden hacer cambios importantes.
—A la luz de las últimas declaraciones de la oposición, ¿se podría afirmar que el negacionismo en Chile tiene rasgos diferenciados al que se ve en otros países de la región?
—La ultraderecha adquiere distintas formas. La chilena no es igual a la argentina ni a la brasileña. Son claves culturales distintas. Un liderazgo como el de Bolsonaro o Milei no tendría cabida en Chile. El líder de la ultraderecha chilena [José Antonio Kast, excandidato presidencial que perdió la última elección con Boric] no tiene exabruptos públicos, está casado hace muchos años con la misma mujer, tiene muchos hijos, proyecta una imagen seria y un halo de autoridad. La diferencia con el resto de la región es que el negacionismo chileno ya no puede negar que hubo detenidos desaparecidos, sino que apunta a relativizar el por qué se cometieron las violaciones a los derechos humanos. El argumento es que hay que entenderlas en su contexto. Es un negacionismo muy chileno: muy solapado, sin querer asumir las cosas a fondo.
—Por último, ¿existe hoy una base política para proyectar el allendismo en clave contemporánea?
—El allendismo fue un proyecto político que tuvo profundo arraigo en las organizaciones sociales y que articuló a los movimientos sociales, políticos y culturales con el objetivo de generar una fuerza histórica. Eso siempre se podrá volver a generar, incluso en Chile, pero tienen que surgir ciertos líderes y ciertos contextos. Eso aún no ha ocurrido. La historia no se repite, pero si se intentara rearticular las organizaciones sociales, que en Chile siempre han sido potentes y capaces de dominar agendas políticas, y eso se articulara en un proyecto político, podría haber un neoallendismo en el futuro.