—En una de tus últimas investigaciones,1 concluís que las elecciones de 2019 dejaron el escenario con mayor fragmentación política desde la reforma de 1996, tanto en las elecciones generales como en las primarias. En junio de 2019 se presentaron 28 precandidatos –un 75 por ciento más que en el quinquenio anterior– y en octubre siete partidos lograron representación parlamentaria.
—Nosotros en ciencia política tenemos como una especie de obsesión con la fragmentación, porque es el indicador más grueso y explícito de potencial conflicto. Aunque no necesariamente la fragmentación lleva al conflicto. Uno puede medir la fragmentación en distintos momentos del continuo electoral, que es bastante extenso en Uruguay, y en junio de 2019 encontramos una cantidad de precandidaturas, muchas de ellas incluso inviables desde el punto de vista político. Habitualmente estos procesos de conformación de la oferta tienen una dinámica en la que al principio aparecen muchas candidaturas –lo que llamamos ambición expresiva–, pero luego eso se empieza a ajustar, porque hay actores que se retiran a cambio de alguna otra contraprestación –un cargo, una postulación futura, lo que sea– y se termina ordenando. En 2019 ese mecanismo de ajuste no funcionó del todo bien. Los únicos casos que recuerdo fueron el de Verónica Alonso, que pasó a apoyar a Juan Sartori, y el de Sergio Abreu, que apoyó a Luis Lacalle Pou. Actualmente podría haber algún precandidato en el Partido Nacional (PN) que no llegue hasta el final.
—Tú hablás de un «cambio sistémico» y una alteración del equilibrio en el período pasado.
—Durante un par de décadas el sistema pareció adaptarse al nuevo esquema de reglas que empezó a regir en 1997 y entró en una situación estable en el tiempo. Yo creo que en 2019 comienzan a verse síntomas de un desgaste y ese equilibro empieza a estar en discusión. Las reglas del juego para quienes trabajamos en cualquier ciencia social son importantes porque incentivan a los individuos o grupos a hacer o dejar de hacer cosas. Ese nuevo sistema fijó una serie de incentivos a los que los actores autointeresados, como son los políticos, se adaptaron, pero ahora parecen haber comenzado a perder fuerza para constreñir su comportamiento. Y creo que eso está dado por los cambios en las modalidades de vinculación entre políticos y votantes, que trascienden las reglas: son cambios de época. Me da la impresión de que el cambio global más importante, y que en Uruguay está siendo adoptado, es un giro hacia el personalismo en la política, es decir, la preeminencia del individuo sobre las identidades colectivas: los partidos políticos, las adhesiones ideológicas, las identidades raciales, territoriales, de clase. Este movimiento, que es global, y en Uruguay es incipiente, es lo que provoca que los comportamientos empiecen a crujir y mostrar síntomas de desadaptación.
—Ahí está, porque mencionás que detrás de tantas candidaturas –como vuelve a pasar en 2024– está la permeabilidad de los partidos que no limitan las postulaciones, pero me interesa especialmente ese factor de una política cada vez más basada en el liderazgo individual, el carisma, las características de personalidad en detrimento de la opción por partidos de ideas.
—Sí, estas identidades colectivas con las que los individuos nos movilizábamos antes –izquierda, derecha, justicia social, democracia, partidos y grandes apelaciones colectivas– ya no pesan tanto y pesan más las características personales de los políticos. La salvedad que yo haría es que no se trata necesariamente de carisma. Durante mucho tiempo, sobre todo desde Max Weber, se habló de la preeminencia de los factores carismáticos, pero es algo muy difícil de definir. Además, hay muchos casos de políticos muy personalistas que no son carismáticos, pero tienen otros atributos, como la juventud –pensemos en la famosa pirueta de la bandera que hizo Lacalle Pou en 2014– o la riqueza –el atributo de Sartori, que no sé si puede definirse como carismático, sí como rico, extravagante–. Y una de las causas de este fenómeno tiene que ver con las formas en que nos comunicamos. Pasamos de los periódicos a la radio, luego a la televisión, después a los portales y ahora estamos en el mundo de las redes sociales y la inteligencia artificial. Los partidos fueron instrumentos de comunicación, pese a que no se los ve así. Si alguien quería decir que era de izquierda, la etiqueta de su partido lo comunicaba todo. Pero, desde hace algunos años, hay formas más eficientes de comunicar sin necesidad de pasar por un partido, y un político puede comunicarse con sus votantes de manera directa, inmediata, sin estructuras burocráticas del partido que todo lo filtran. Entonces, las reglas te empujan en una dirección, pero el mundo empuja en otro. Las reglas en Uruguay siguen impulsando a los partidos porque acá los candidatos no pueden postularse sin partidos y sigue habiendo un corsé institucional, pero el mundo empuja por otro carril fuera de los partidos. Los políticos, entonces, en Uruguay no pueden ser candidatos independientes como en Chile, pero a su vez a los políticos los partidos cada vez les sirven menos y tratan de hacer el suyo propio. Guido Manini Ríos formó un nuevo partido porque no quería estar atado a las orgánicas y las cúpulas de los partidos consolidados.
—Ahora, también analizás los enfoques de los programas de los partidos, y constatás a través de diferentes metodologías que cada vez existe menos esfuerzo por diferenciarse ideológicamente y menos contenido ideológico.
—Eso es interesante, porque suele ir en contra del sentido común de un país que suele ser muy democrático, partidocéntrico, con partidos sólidos que se diferencian a través de las ideas. Cuando se empieza a escarbar, hay mucho de verdad en eso, pero hay algunas cosas un poco mitológicas. Los partidos cada vez se diferencian menos por ideas. Y no se encuentran muchas diferencias de fondo en los énfasis programáticos. Se encuentran algunos, pero no son muchos. Cuando hablan de la seguridad, no se ve en el Frente Amplio (FA) el punitivismo que quizás se vea en un extremo del PN, pero si se hace un promedio del PN y el FA, no se ven tantas diferencias. La cuestión de los militares en las calles la plantea un sector menor del PN, que además no sabemos si está muy convencido o es más una cuestión de campaña. En el FA también puede haber quien enfatiza más en las cuestiones policiales y otros sectores que enfatizan más en lo social. ¿Y en qué se diferencian hoy el Partido Colorado (PC) y el PN?
—En el PC se advierte una gran fragmentación, seis precandidatos, como en 2019, pero con la diferencia de que no hay dos líderes que polaricen, como eran Ernesto Talvi y Julio María Sanguinetti. Además, las corrientes internas están absolutamente dispersadas.
—Todo este proceso que vemos en lo macro también lo vemos en la micropolítica. El PC ha tenido muchos problemas últimamente. Hace muchos años que no tiene un desempeño acorde a su historia y se estancó en una situación de deterioro. Paralelamente, han entrado en extinción los viejos líderes y otros líderes que venían a hacer un reemplazo generacional y a activar la militancia –[Pedro] Bordaberry, Talvi– se han retirado y han dejado una notable orfandad. Hoy vemos fragmentación incluso en un espacio muy reducido como es el batllismo. Los políticos, cuando deciden si entran o no en una competencia, siguen una regla marginalista: «Si lo que tengo para ganar es más de lo que me cuesta, entro». Por eso es importante estudiar la historia electoral o el indicador de volatilidad electoral, porque son como los indicadores de precios en un mercado económico.
—¿Pero no se exagera un poco con la evaluación de los votos en términos de mercado? ¿No se corre el riesgo de reforzar cierta saturación, sobre todo en fase de campaña?
—Yo comparto el punto. Cuando hacemos la analogía entre las elecciones y el mercado económico, es con fines heurísticos. La usamos para entender y como herramienta para conocer los comportamientos de individuos que debemos suponer que son autointeresados. En el mundo real esperamos que los políticos compitan sobre la base de ideas. Si eso es mucho pedir, al menos que lo hagan con base en posicionamientos. La política tiene un componente que a muchos no les gusta, porque es conflictiva y es adversarial, pero realmente la política es conflicto. Si no hay posicionamientos que sean distintos, el conflicto carece de sentido o, peor, se desplaza hacia otras cuestiones, a si este o aquel es un ladrón, un corrupto, cooptado por intereses innombrables.
—Para citar un ejemplo extremo, Javier Milei gana por evidentes características personales, pero también gana mediante un posicionamiento ideológico explícito contra el Estado y ultraliberal.
—Milei mostró un poco sí y un poco no. Yo creo que mostró más los síntomas que la enfermedad. Hizo campaña por el ajuste y la gente votó el ajuste, pero hay que ver cómo será. Y es un caso muy extremo no solo por él, sino por el contexto. En general, este tipo de individuos que logran un efecto tan disruptivo son personajes que surgen en contextos de gran descomposición económica y social. Pero coincido: estaría bueno que los políticos pudieran presentar con menos pruritos sus ideas. Lo que pasa es que está esa fuerza tan potente, eso de que las elecciones se ganan en el centro, que a lo mejor está equivocada y hay muchos casos que la desmienten.
—Bueno, recientemente se ha vuelto a recordar el caso de José Mujica, quien no era favorito frente a Danilo Astori y se lo consideraba en ese entonces bastante antisistémico para el paladar uruguayo.
—Sí, claramente, Astori en ese momento estaba más al centro que Mujica. Lo que sucede es que nos enfrentamos a otro problema, las internas no se resuelven con el voto general. El voto no obligatorio hace que se sobrerrepresenten los militantes, los políticamente más interesados y más activos. Los políticos más extremistas están mejor equipados para enfrentar una interna. Ese es el dilema que el sistema uruguayo colocó al poner estas reglas. Yo creo que actualmente es Carolina Cosse quien está emitiendo señales más alineadas con el militante frentista medio, pero también es cierto que la interna no es solo una elección ideológica, sino también una elección de aparato, y tanto Cosse como Yamandú Orsi tienen dos enormes aparatos a su disposición. Y, por último, también juegan los candidatos en las internas, porque el partido es el mismo, la militancia no sectorial es la misma, entonces, te queda la persona. Las primarias son un incentivo a la diferenciación personal. Si se mira la política estadounidense, por ejemplo, pesa muchísimo el candidato. Cuando no hay primarias, importa mucho más el partido.
—En Europa todavía parece haber mayor fortaleza de los partidos.
—Sí, sin duda, porque no hay que olvidarse que la mayor parte de los regímenes europeos son parlamentarios, promueven partidos más fuertes. En el parlamentarismo, en el que hay una coalición de gobierno que forma un gabinete y hay un primer ministro, la atribución de responsabilidades es más colectiva. Es más importante el partido que el primer ministro. De todos modos, hay algunos autores que están hablando de la presidencialización de la política europea, porque están empezando a copiar prácticas en las que el primer ministro es una suerte de presidente. Eso pasó claramente con [Silvio] Berlusconi en Italia. Uruguay tiene como una buena regla esa de que nadie se puede candidatear por fuera de los partidos.
—¿Otro de los efectos perversos del sistema no estaría en que los dirigentes usan las primarias para marcar votos y así legitimarse como cabezas de listas? ¿Eso no contribuye a abrumar a buena parte de la gente?
—Sí, y está todo el tema de los recursos utilizados. Hay sectores que quedan exhaustos después de las internas, porque se jugaron la vida en la primaria. Ahí hay un problema, sobre todo en el PN y el PC, que usan las internas como una instancia para ordenar. Eso tiene algo de bueno –ya dijimos lo malo–, y es que reduce el rol de los líderes en la nominación de candidatos. Pero también podrían decidir algún tipo de cota financiera, un límite en el gasto en junio, porque luego está octubre, noviembre y las departamentales.
—Hay señales de desgaste, pero no parece probable que la clase política piense en un reajuste de las reglas.
—Yo no sé si es necesario ir a una reforma que, por otro lado, tendría que ser constitucional. El distanciamiento de la ciudadanía con la política es algo palpable y visible, pero no sé si obedece a que haya un año y pico de campaña electoral. Hay cambios que son civilizatorios y es difícil pelearle a una tendencia global con una regla local. Es como la propuesta de que en junio el voto sea obligatorio, lo decía Lucía Topolansky el otro día, porque es la única de las cuatro elecciones no obligatoria. Eso podría aumentar la participación pero tocaría toda otra serie de incentivos, incidiría en los tipos de candidatos, en los esfuerzos de movilización. El principal problema en la distancia entre políticos y ciudadanos es que los mecanismos de vinculación están en recomposición, y eso va más allá del formato institucional.
- «Oferta electoral y elecciones presidenciales en Uruguay 2019: fragmentación, nuevos partidos y avance del personalismo», en De la estabilidad al equilibrio inestable: elecciones y comportamiento electoral en Uruguay 2019 (págs. 109-130), diciembre de 2021, Departamento de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.
MARX Y LA VIEJA POLÍTICA
—¿Las campañas por los plebiscitos podrían ser una buena oportunidad para que los dirigentes se explayen mucho más en los enfoques, porque deberían argumentar sobre temas de fondo: jubilaciones, seguridad y créditos al consumo?
—Deberían, y, cuanto más transversales sean los temas a los partidos, más debería pasar. Hay una estructura bipolar, pero los plebiscitos podrían colapsar armónicamente con eso. En este caso, son casi todos transversales, pero, por ejemplo, con la baja de la edad de la imputabilidad o Vivir sin Miedo claramente había todo un bloque con el Sí y todo el otro con el No. Ahora hay transversalidades, como con el caso del posible plebiscito de la seguridad social, con sectores del FA que quizás internamente hasta quisieran mantener la ley o harían algo parecido, aunque no puedan decirlo. Algo similar podría pasar con el plebiscito de las deudas. Hay un espacio para los pronunciamientos, pero también estará bastante acotado por el cálculo electoral.
—¿No se profundiza el agotamiento con esa gimnasia electoral de la democracia representativa?
—El problema está en que lo que es bueno para la gente no tiene por qué ser bueno para los políticos. La estrategia electoral es muy dominante. ¿Cuál es el principal contencioso que la gente tiene con respecto a la política? Está en las grandes ideas, pero no todo el mundo tiene tiempo o ganas de pensar en ellas. La gente está más orientada a resolver su estándar de vida, sus ingresos. Están los derechos, sí, por supuesto. También las reivindicaciones ideológicas. Pero el grueso de la gente está movilizada por sus condiciones de vida materiales. Tenemos toda esta cuestión posmaterialista, que es superimportante, pero la vieja política está ahí y Marx nos sigue mirando a la cara. Si se precisa redistribución, ¿a quién le damos y a quién le sacamos?