Encrucijadas de la prevención - Semanario Brecha
Sobre las propuestas de seguridad pública presentadas por el gobierno

Encrucijadas de la prevención

El gobierno está en el momento más incómodo en materia de seguridad: crecimiento de los delitos violentos, valoración crítica por parte de la población, un ministro con escasa capacidad de articulación y liderazgo, jerarquías policiales muy comprometidas en la trama delictiva que tenía como referencia a Alejandro Astesiano y cambios constantes de autoridades producto de desajustes, sospechas de corrupción y mala gestión. Al inicio, la estrategia del gobierno fue colocar a una figura política fuerte al mando del Ministerio del Interior (MI) y desplegar una retórica de apoyo incondicional al trabajo policial. Sobre esa base, predominaron las inercias de las políticas aplicadas en el período pasado y se intensificaron las acciones de corte represivo y disuasivo. Pandemia mediante, el énfasis programático del gobierno en seguridad se tradujo en una importante cantidad de artículos contenidos en la Ley de Urgente Consideración. Al momento de asumir Luis Alberto Heber como ministro, el engañoso escenario instalado durante la pandemia comienza a disiparse y la violencia delictiva recobra sus ímpetus tanto como los desaciertos y la opacidad en la gestión policial.

El crecimiento del delito, los descontentos ciudadanos y las ramificaciones de la asociación para delinquir instalada en plena sede del gobierno desencadenaron relevos en la cúpula policial. Por su parte, el elenco político del MI permaneció incambiado. Es en este contexto que comienzan a mostrarse algunas ideas sobre seguridad que marcan una tendencia diferente a las practicadas hasta el momento. En medio del vacío, la oportunidad se abrió para cierto impulso tecnocrático. De golpe, en el cuarto año de gestión, el gobierno descubrió la pólvora: la prevención del delito es algo muy importante.

El documento «Estrategia de seguridad integral y preventiva», presentado hace algunos días, supone algunos giros discursivos, y eso solo ya es importante. No debe desestimarse a priori, pero tampoco hay que soslayar varias inconsistencias. Hay un punto de partida que suena contradictorio: sobre la base de la información de denuncias policiales se afirma que la seguridad ha mejorado en el país, pero a renglón seguido las primeras propuestas se orientan a fortalecer los sistemas de información y a producir encuestas de victimización que permitan, entre otras cosas, medir la incidencia de la «no denuncia». Hay un énfasis –casi un regodeo– en la prevención del delito, que lejos está de ser una novedad en la circulación de discursos, sobre todo los que viajan en el ámbito de los organismos multilaterales. La novedad es poca, las referencias a la literatura internacional son conocidas y no se pierde la oportunidad de abrazar el viejo lugar común formulado por Tony Blair («seremos duros con el delito, pero más duros con las causas del delito»).

Sin embargo, el documento tiene otras dimensiones, algo escondidas y por eso más interesantes. Lo primero que se admiten son las limitaciones de la Policía a la hora de pensar una estrategia eficaz para prevenir el delito, aunque no se explicitan cuáles son esas limitaciones ni por qué las políticas apelan en exclusiva a ese recurso. Lo segundo son algunos reconocimientos a políticas aplicadas durante las gestiones del Frente Amplio. Hay algunos guiños que tienden puentes, aunque desde allí nada puede aventurarse todavía en la línea de un debate más franco y profundo entre perspectivas diferentes.

El documento plantea cuatro ejes de trabajo (sistemas de información, prevención social y comunitaria, prevención policial y prevención terciaria), y ese esquema se parece mucho a otras propuestas regionales que han contado con apoyos de determinados organismos internacionales. Hay medidas más instrumentales (encuestas de victimización), otras más sustantivas que orientan programas (violencia de género, prevención de homicidios), algunas vinculadas con la Policía y hay varias que tienen anclaje en lo institucional (los gabinetes y los consejos barriales) o en lo legal (el largamente prometido Ministerio de Justicia).

Muchas medidas programáticas importantes se formulan sin detalles que den cuenta de su eventual implementación. No son pocos los casos en que la idea queda en una aspiración. El documento ofrece desarrollos dispares y, en no pocas ocasiones, inconsistencias conceptuales. Pero lo más importante para decir es que el grueso de las medidas ya tuvieron en nuestro país su momento de ejecución: encuestas de victimización, gabinetes de seguridad, centros pilotos de prevención, participación barrial, políticas de salud ocupacional para la Policía, cambios en la matriz de la gestión policial, intentos de reforma del sistema penitenciario y algunos apoyos a la hora de ejecutar medidas alternativas. Tal vez todo eso haya sido inconstante, poco articulado y episódico, riesgos que les pueden caber a las propuestas que se presentan ahora.

Aun así, el documento introduce algunas novedades y desafíos, al menos para lo que hemos acumulado hasta el momento en nuestro país. Los programas para la prevención de la violencia de género en contextos críticos (que ya se implementan hace un tiempo) y la publicitada iniciativa para interrumpir algunos circuitos que están en la base de la violencia homicida son dos asuntos que deben seguirse de cerca. Cuando esas propuestas se hacen más explícitas, quedan al descubierto sus bases teóricas y conceptuales a la hora de interpretar los fenómenos de la violencia. Los enfoques epidemiológicos y la proyección de conductas esperables en contextos de marginalidad social predominan frente a otras perspectivas más orientadas a la comprensión de dinámicas estructurales de desigualdad social o de marcos de interacción compleja en contextos situados. Lo que queremos decir con esto es que la prevención del delito no es un eslogan mágico en manos de tecnócratas, sino que también supone discusiones y compromisos teóricos y políticos sobre los conflictos y las razones que erosionan la convivencia social. Muchos de estos presupuestos quedan al desnudo también a la hora de formular algunas ideas sobre los gabinetes de gestión integral, los consejos barriales y los centros de atención integral. En todos los casos, las políticas de prevención son pensadas bajo el liderazgo del MI y, a la hora de formular acciones de participación local, los enfoques verticales y estatalistas cancelan toda posibilidad de iniciativas de gestión barrial y comunitaria.

El documento también puede leerse a partir de los asuntos importantes que quedan por fuera. Algunos factores de riesgo (como el de las armas de fuego) no son mencionados. La posibilidad de contar con diagnósticos institucionales sobre las fortalezas y las debilidades del sistema de seguridad no es contemplada, y en esa línea desaparece la reflexión sobre cómo la modalidad predominante del trabajo policial puede ser un obstáculo cierto a la hora de avanzar en una agenda preventiva. La política criminal que el país ha aplicado desde 1995 no se problematiza, no hay impulso de reforma, por ejemplo, para el Código Penal, y el problema de la reinserción social de las personas privadas de libertad (clave en cualquier estrategia de prevención terciaria) se ignora olímpicamente. El documento está despoblado de aportes y de voces de técnicos y expertos que trabajan en la primera línea. El modelo de participación elegido para la elaboración del documento (vertical, desde arriba y acotado) impacta sobre el balance de asuntos presentes y ausentes.

Más allá de las propuestas puntuales, caben también algunas valoraciones más generales. En primer lugar, creemos que este documento es tardío y, dado el contexto político de tramitación, está comprometido en su sustentabilidad. Si al fin y al cabo la prevención del delito es tan decisiva, ¿por qué este gobierno no diseñó una estrategia acorde desde el arranque? En segundo lugar, la tramitación política de la iniciativa deja muchas dudas: un discurso tecnocrático se abre camino en medio de una necesidad política y desde allí se convoca a un diálogo con representantes de los partidos políticos con representación parlamentaria. Lejos de un diálogo real y abierto, lo que hay es apuro para aprovechar el vacío programático de un gobierno que no ha podido impactar sobre ningún asunto decisivo, más allá de cierta retórica violenta sobre las mejoras de la seguridad. Por último, no queremos dejar de señalar que imponer un lenguaje preventivo en las políticas de seguridad es un desafío mayor. Que tengamos dudas sobre la consistencia de la propuesta y su sostenibilidad política no impide que reconozcamos la importancia del esfuerzo.

¿Cómo plasmar, de verdad, una política preventiva? ¿Cómo impulsar una agenda nueva, que tanto se necesita? Ante el peso abrumador de una política punitiva y policialista, cuyos resultados están a la vista, cualquier ofensiva preventiva marca la cancha y obliga al cambio de rumbo. La izquierda tiene aquí un desafío inmediato: más allá de sus reparos a esta iniciativa, es importante darle un seguimiento político y exigir el cumplimiento serio y eficaz de los acuerdos que surjan. Pero hay un desafío mayor: construir una estrategia preventiva real, sobre bases conceptuales sólidas y afincada en una metodología política participativa con capacidad para traducirse en una propuesta de gobierno ambiciosa. Lo decimos una vez más: todavía nada de eso se avizora. Mientras tanto, mal o bien, con todas las reservas que hemos señalado, el gobierno ha dado un paso. De aquí en adelante, los retos que quedan instalados son de la mayor magnitud.

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