—Este es un disco de jazz con un mensaje de protesta, algo que nos puede recordar discos como We Insist!, de Max Roach, en el contexto de los sesenta, en plena lucha por los derechos civiles. Pero en tu trabajo parece haber otro tipo de dicotomía: un mensaje de protesta y una música bastante lúdica, incluso alegre. ¿Cómo llegaste a la conclusión de que debías comunicar este mensaje de esta manera?
—Yo creo que el disco es satírico, cómico. En We Insist!, las letras no tienen nada cómico. Esto es más como un circo, y así te da la perspectiva de aquellos que están abusando de otros: están contentos con ello. Hay una línea de protesta en el jazz, sí, que incluye a artistas como Louis Armstrong y Betty Carter. En mi obra, para cada década intenté escribir una pieza de protesta. Esta es, sin dudas, la más satírica.
—Es un álbum en el que el texto tiene mayor peso que la música, que es bastante directa y clara. ¿Sentiste que si la música hubiera sido lo contrario, podría haber distraído al oyente?
—Yo creo que, en realidad, es una música bastante compleja. Temas que escribo en compases de cuatro, cinco, seis o siete, la combinación entre el contrapunto y la yuxtaposición de tonalidades, todas las variantes dinámicas, escribir una típica marcha en seis octavos, a lo Philip Sousa, con su letra, y dejar espacio para la orquestación con la flauta y el clarinete, poner el swing suave entre una base afrolatina y una funk… Teniendo en cuenta lo difícil que es tocar esta música, grabarla en el estudio me habría llevado seis meses con otros músicos, pero con la orquesta del Lincoln Center me llevó nueve horas. El hecho de que vos sientas que es directa y clara es un cumplido para mí, porque siempre intento que mi música no suene tan compleja como realmente es.
—Al haber tanta variedad estética y de arreglos, ¿cómo fue el trabajo con los músicos? ¿Hubo un intercambio para armar esto en conjunto o les entregaste el trabajo ya terminado?
—Somos una orquesta y siempre hay cierto nivel de diálogo, pero con algo así de complejo tenés que escribir todo, porque no hay tiempo para armar cada música bajo consenso. Generalmente, si tocamos algo y a alguien no le convence, puede decir: «Mi parte podría ser mejor» o «Creo que esto deberías hacerlo de esta otra forma». En el disco hay momentos en que las cantantes tienen que cantar una melodía muy compleja en cierta tonalidad mientras que la orquesta acompaña en otra. Ahí decidimos que el bajo hiciera una línea que pudiera darles un soporte. Tendemos a trabajar de esta manera porque venimos tocando juntos hace muchos años.
—Me contás sobre todo el proceso desde un lugar musical y técnico, pero sabemos que el jazz también consiste en crear un lenguaje para que la música tenga su espontaneidad característica. ¿Hacés un proceso con los músicos para que puedan tocar con naturalidad esta música, que tal vez les resulta ajena?
—Intento que las partes fundamentales sean algo que todos puedan tocar. Busco músicos de diferentes tradiciones, como Carlos Henríquez –en el contrabajo, que sigue la tradición afrolatina– y mi hermano Jason –en la batería, que pertenece a la tradición de Nueva Orleans–. Con algunos tocamos hace años juntos: ya conocen esta música y su proceso. Eso les brinda una mayor confianza a aquellos que son más nuevos. El lenguaje que hoy nos caracteriza es algo que construimos y sostenemos juntos, porque venimos tocando hace mucho tiempo.
—Supongo que también pensás cosas para ciertos músicos en específico.
—Sí, lo hago ya cuando estoy escribiendo. Cuando se sientan, eso ya está escrito en sus partes. Hago que Ted Nash toque cierta sección en el saxo alto; sé qué es lo mejor para Chris Crenshaw, porque conozco su manera de improvisar con el trombón. Esto de escribir pensando unos en otros lo hacemos todos, porque ellos también componen piezas.
—¿Cómo fue el proceso para concebir este trabajo? ¿Planeaste primero el texto y luego la música, fue al revés o hubo un ida y vuelta constante entre ambas cosas?
—Empecé la música antes de escribir el texto. Escuchaba alguna melodía en mi cabeza, la grababa en el celular y podía suceder que la cantara en una métrica diferente cada vez sin pensarlo: a veces en cuatro, a veces en cinco. Ahí concluía que podía escribirla de más de una manera. Por otro lado, siempre he tenido conversaciones con mi hermano sobre política. Él tiene una visión muy amplia del mundo. En un momento empecé a tomar notas de todo lo que charlábamos y, al empezar a escribir la letra, me basé en ellas.
—En lo textual hay una clara alusión al cambio. Sin embargo, la música es tradicional, no sólo por apelar a las raíces afroamericanas, sino por apelar a ellas en su presentación original. ¿Cómo creés que puede dialogar el cambio con la tradición?
—Un joven no debería ser víctima del marketing. Que un instrumento sea acústico y no electrónico no significa que sea viejo o tradicional. Yo creo que hay una tradición del cambio, y eso debe ser dejar el confort de tu tribu. En vez de escuchar tradición, pasarás a escuchar de qué trata la música, qué intenta decir. Poner algo bajo la etiqueta de cierta época te aleja de la información. Es una forma de trivialización y un prejuicio. Una vez que te segregan, pueden venderte lo que es «apropiado» para ti porque eres joven, de tal etnia, de tal país, etcétera. Separándote, pueden concentrarse en definir qué quieren que seas. De eso habla el disco en gran parte. A los jóvenes les llega pornografía musical, creada no por músicos, sino por productores que no saben de música, pero sí de crear un producto para una audiencia grande. Con eso manipulan a la gente. Todo lo que no sea parte de eso será antiguo. Si querés ser actual, tenés que acoplarte a ese nuevo producto.
—En el disco se señalan varios problemas, varias deudas. ¿Con qué problemas creés que el jazz tiene que lidiar aún?
—Vengo de una nación en la que hay una clase baja que ha sido deshumanizada, porque primero fueron esclavizados y luego, al ser liberados, seguían siendo despojados de sus derechos y los mantenían aterrorizados. Película tras película, libro tras libro, disco tras disco, si no son tratados como salvajes, sin duda hay un gran apetito para ello. Ese ataque viene tanto de la derecha como de la izquierda, porque, mientras la clase baja no resulte lo suficientemente competitiva, aún puede ser definida como estos poderes quieran. ¡Es una condición que les fue impuesta! El jazz no escapa de esto. ¿Vos creés que todos los falsos escritores liberales que escriben sobre jazz creen en una educación igualitaria? ¡Ellos odian el jazz! Escriben que lo aman, pero lo odian. Es el problema con el cual el jazz va a lidiar mientras se mantenga un racismo sistémico en el país. Gente privada de sus derechos, otros disparándose, mujeres violadas… A la nación le encanta leer acerca de esto y todos estos escritores autoproclamados escriben un artículo tras otro para dárselo. Cuanto más ignorante, más les gusta. ¿Por qué? Porque los libera de la presión de preguntarse: «¿Fuimos nosotros quienes creamos esta condición?».
—Siguiendo por la misma línea, ¿cómo ves que, en un momento en el que el feminismo está teniendo mayor peso, en la historia del jazz prácticamente no haya nombres femeninos reconocidos y que aquellos que sí lo son estén muy debajo en la lista? ¿Creés que el jazz aún tiene una deuda con las mujeres?
—Si uno lee la historia de cualquier arte en Occidente, no encuentra ni un caso en el que la mujer sea nombrada tanto como el hombre. Literatura, pintura, teatro… No importa donde sea: no lo encontrarás. Ahora que los tiempos se han puesto más en línea con la realidad, se empezó a reconocer que en muchísimos casos las personas más creativas son mujeres. Por eso en varias de mis piezas la heroína de la historia es una mujer. En «The Ever Fonky Lowdown», la heroína es Fannie Lou Hamer, activista de los derechos civiles y feminista. Pero este tipo de homenajes no quita el hecho de que ellas no tuvieran espacio en su época: en los años treinta, cuarenta, sesenta. Aun así, no creo que eso disminuya la grandeza de Duke Ellington ni de cualquiera de esos artistas que fueron fantásticos. Lo que podemos hacer ahora es crear más oportunidades para ellas. En el Lincoln Center, donde nuestra orquesta es toda masculina, cuando alguien deje la orquesta y hagamos un proceso de audición, ¿ese deseo de igualdad nos llevará a elegir más mujeres? Tal vez, pero nuestro sentir es tan machista y hay tan pocos trabajos que no sé si ese proceso efectivamente sucederá. Necesitamos un proceso de acción afirmativo para hacerlo posible. Por otro lado, el jazz sufre de no tener suficientes oyentes. Necesitamos que más personas lo oigan y más músicos lo toquen en un nivel más alto. El jazz lucha por su supervivencia, porque para muchos sólo ha quedado la improvisación, que es sólo una parte. El swing y el blues también son parte. Si quitás esa base, para mí, ya no hay jazz. El problema es que a muchos no les gusta el tipo de revelaciones que viven en el jazz y entonces quieren matarlo. Pero, por suerte, muchos jóvenes aún estudian para luchar contra los terribles estereotipos que dominan el mundo.
—Para terminar: ¿un par de artistas femeninas en el jazz contemporáneo que haya que escuchar?
—Cécile McLorin Salvant, genial vocalista y compositora, y Camille Thurman, gran saxofonista. ¡Oh, hay una más! Alexa Tarantino, gran saxofonista, ¡fantástica!
1. 21 de agosto de 2020, Blue Engine Records. Disponible en: https://wyntonmarsalis.org/discography/title/the-ever-fonky-lowdown.