La defensa cerrada de Israel es parte de la religión laica de las élites occidentales y latinoamericanas. Uruguay no es excepción. Sus élites participan con aplicación de las ceremonias del culto: viajes guiados a Tierra Santa, entregas del Premio Jerusalén, becas en instituciones educativas, múltiples convenios comerciales e institucionales, desfile de presidenciables por la B’nai B’rith y el Comité Central Israelita del Uruguay (CCIU), donde en cada campaña los aspirantes a la autoridad máxima de la república deben rendir examen de sionismo.
En 2023, un grupo de palestinos de Gaza, descendientes de habitantes expulsados por la fuerza del resto de su patria, encerrados en un gueto sometido al racionamiento de comida y medicamentos, sobrevivientes de los periódicos ataques con los que desde 1955 Israel «corta el césped en Gaza», rompieron los muros del apartheid. Al entrar a los poblados israelíes de frontera, cometieron crímenes de guerra, atrocidades que no necesitan del agregado de fake news (los inexistentes bebés horneados o decapitados, las inexistentes niñas violadas) para ser vistas como lo que son: crímenes indefendibles e injustificables. Como resultado del ataque y de la defensa israelí, murieron 1.195 personas y 251 fueron secuestradas. A continuación, Israel decidió emprender un genocidio en Gaza e intensificar la limpieza étnica en Cisjordania, con aprobación y asistencia de Estados Unidos.
Los muertos que Israel ha dejado en Gaza están en algún lugar entre los 67 mil y 680 mil, en su mayoría mujeres y niños. Hace mucho que la calificación de genocidio dejó de ser objeto de debate para los expertos, pese al empeño que le dedican a la idea de una inexistente «polémica» muchos medios y políticos uruguayos.
En todo el mundo, la gente sale a las calles por millones. Israel es hoy, a lo largo del globo, sinónimo de hambruna planificada, asesinato y aprisionamiento de niños, racismo, ocupación, arrogancia, impunidad. Tel Aviv siempre dedicó grandes sumas y una meticulosa red de contactos a una de las mayores operaciones de marketing político de la historia: la hasbará, la «explicación» de que Israel es un país laborioso y amante de la paz, su Ejército, el más moral del mundo, y su régimen de ocupación militar y apartheid,un mal necesario para la seguridad y la democracia, a las que se resisten los malísimos palestinos, un pueblo inexistente pero peligroso de odiadores irracionales del pueblo judío.
Tel Aviv redobla hoy sus inversiones en la hasbará y el premier Benjamin Netanyahu se jacta de que uno de sus amigos personales está entre los flamantes compradores de TikTok. Su gobierno y el de Estados Unidos aceitan los bolsillos de las grandes tecnológicas para asegurarse una vasta censura de contenidos, mientras pagan a influencers y a motores de búsqueda para difundir propaganda. En Uruguay, intendentes y empresarios siguen viajando en los tours guiados, y Búsqueda, El País, El Observador, los canales 10, 12 y VTV aceptan ser parte de este tinglado a cambio de míseros pasajes y reservas de hotel.
Es un gran esfuerzo, pero inútil. Una parte importante de la humanidad aprendió el mensaje del Nunca Más, y en tiempos de desesperanza y cinismo, millones se inspiran en la inagotable persistencia palestina: el sumud.
Nuestras élites, comprometidas con Washington y Tel Aviv y de reflejos siempre lentos, echan mano a la escopeta. «El odio antisemita ha llegado a Uruguay», dice el senador Javier García. «Pareciera que una parte de la izquierda, por el solo hecho de embanderarse contra algo que es absolutamente lejano, está cometiendo errores que son inconcebibles. De esto a los escraches, a la lapidación y a la Noche de los Cristales Rotos,
si no lo frenamos, es un ratito», le dijo a la prensa el senador Sebastián Da Silva, admirador del Ejército genocida. La derecha local, cada vez más trepada al carro del extremismo trumpiano, piensa que puede convertir un genocidio en una más de sus batallitas culturales. Ayuda que sus campañas reciban generosas donaciones de figuras del lobby proisraelí, como los 3 millones de pesos que le puso a la campaña de Álvaro Delgado el matrimonio Bzurovski, ligado al Fondo Nacional Judío (ente encargado de la colonización de tierras en Israel) y a la Asociación de Amigos de la Universidad de Tel Aviv.
Recordemos: sionismo y judaísmo nunca fueron equivalentes. Uno es una ideología política fundada en 1897; el otro, una identidad étnico-cultural y religiosa de más de 3.500 años. La mayoría de los sionistas ni siquiera son judíos: en Estados Unidos, por ejemplo, hay una población de cristianos evangélicos sionistas que duplica el número total de judíos del mundo. En Uruguay tenemos y tuvimos a sionistas ilustres, como Julio María Sanguinetti, Luis Lacalle (padre e hijo) y Tabaré Vázquez, sin vínculo alguno con el judaísmo. Desde su comienzo, el sionismo tuvo como enemigos acérrimos a rabinos, pensadores y militantes judíos. Entre las figuras antisionistas más influyentes del mundo actual, la mayoría son judías.
Según sus defensores, multitud en los medios uruguayos, el sionismo es la defensa del derecho de los judíos a la autodeterminación mediante un Estado nación propio. No deja de ser una idea curiosa, que transforma a la identidad judía en una mera identidad nacional, por tanto, ajena a otras identidades nacionales, una de las razones por las que tantos judíos se opusieron al sionismo cuando surgió. Pero lo cierto es que definir así el sionismo es una verdad a medias. Desde 1897, el sionismo es la convicción de que los judíos tienen derecho a crear un Estado nación propio, con derechos exclusivos para los judíos por encima de los derechos de los demás habitantes de ese Estado, en un territorio de Oriente Medio donde la mayoría de la población no es judía.
Confundir sionismo y judaísmo es una forma de difamar al pueblo judío, de identificarlo con una doctrina política particular y de hacerlo responsable por las acciones de Israel. Ese Estado y sus defensores, sean judíos, cristianos, ateos o hindúes, echan mano de esa operación y se esconden detrás de las comunidades judías del mundo para no dar la cara por los crímenes israelíes.
Así es que, una vez que consiguieron que el Estado uruguayo adoptara la definición de antisemitismo de la IHRA (Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto, por sus siglas en inglés), herramienta que consagra la confusión entre pueblo judío y Estado de Israel, ahora postulan su uso por la Justicia, como sucede hoy en Argentina y Brasil. «La permanente demonización de Israel genera antisemitismo», dijo ante una comisión de la Cámara de Senadores el jerarca de la B’nai B’rith y de la Organización Sionista del Uruguay Javier Galperín, como si alguien pudiera «demonizar» a un Estado genocida. Como parte de esta campaña, los jerarcas del CCIU Roby Schindler y Gabriela Fridmanas leyeron ante otra comisión del Senado un listado que mezclaba asesinatos antisemitas ocurridos en 1987 con episodios de protestas recientes contra el genocidio en Gaza.
Estas instituciones y sus aliados en los partidos políticos (Javier García, Sebastián Da Silva, Carlos Varela, Gerardo Sotelo, Graciela Bianchi, Yamandú Orsi, Luis Lacalle Pou, Andrés Ojeda y muchos otros) ponen en riesgo a la comunidad judía uruguaya cada vez que la usan como excusa para no pronunciarse contra un genocidio y para intentar callar o ridiculizar a quienes tienen la valentía y dignidad de hacerlo. Cuando García, Galperín o Da Silva nos convidan a callar sobre los crímenes de lesa humanidad de Israel porque «hay que cuidar a los judíos uruguayos», están siguiendo un hilo de razonamiento repugnante que no sabemos «a qué cabecita puede llegar», para usar las palabras de Schindler. Estos señores harían bien en dejar de escudarse detrás de una minoría diversa y de larga y honrosa historia en Uruguay cuando defienden un proyecto político racista ajeno a las tradiciones democráticas. Por favor, háganse cargo de sus impopulares convicciones políticas y no usen a los judíos y el judaísmo de escudo humano.
Uruguay tiene una historia larga de antisemitismo. Desde los diarios herreristas El Debate y Tribuna Popular, que alertaban de una «invasión judía» y fustigaban al batllismo por dejar entrar al país a «los elementos exóticos» que escapaban del fascismo europeo, hasta los atentados con bomba contra sinagogas por parte de ultraderechistas en los años sesenta. Desde las torturas de los Tenientes de Artigas, que se ensañaban con los presos políticos judíos, hasta los jóvenes blancos de la Juventud por el Resurgir Nacionalista. Hace tan poco como 2016, Carlos Omar Peralta asesinó a David Fremd por el solo hecho de que Fremd era judío. Así como la postura uruguaya contra el genocidio en Gaza amerita un mínimo de coraje y principios, la lucha contra el antisemitismo en Uruguay amerita un mínimo de honestidad y seriedad.