En su risa contagiosa, sus enojos efusivos y su honrado talante, podrán divisarse, más tarde, los rasgos propios de un tozudo carácter calabrés. «No sé hacer discursos, soy de frases cortas», advertirá al principio. Aunque luego, en una charla que durará casi cuatro horas, junto a su hija Silvia, hablará sobre su extenso derrotero personal y recordará con calibrada precisión un sinfín de nombres, fechas y episodios de los últimos 50 años. Un período de grandes cambios, en el que se sucedieron gobiernos, figuras y partidos, pero que para ella se mantuvo detenido por una constante: la ausencia de respuestas sobre el paradero de su hijo Humberto, detenido, asesinado y luego desaparecido por la dictadura cívico-militar. Un crimen que, hasta el día de hoy, sigue sin conocer su verdad. «Hay cosas que nunca se olvidan», dirá María.
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Andrés Humberto Bellizzi Bellizzi tenía 24 años la última vez que se lo vio con vida, el 19 de abril de 1977. Estaba radicado en Argentina desde hacía tres años, aunque en cada festejo de fin de año pasaba varias semanas junto con su familia, en la misma casa en la que ahora su madre y su hermana relatan su historia. «El primer año que nos visitó se quedó hasta el 21 de enero; el segundo, hasta el 28 de febrero, y el último se fue los primeros días de marzo», rememora María. El día de la última partida es de las pocas fechas que le costará recordar con exactitud.
Humberto decidió irse a Argentina en 1974 porque allí había más oportunidades para trabajar. Ese primer año, participó de una actividad contra la dictadura uruguaya que tuvo lugar en la Federación Argentina de Boxeo, en Buenos Aires. Fue detenido, fichado y posteriormente liberado, al igual que otros 100 uruguayos que estuvieron en el evento. Junto con su socio, Ricardo Pérez Domínguez, se dedicaba a la litografía en el taller de pintura y propaganda Tabaré, y en la noche acudía al liceo Domingo Faustino Sarmiento. Quería terminar la secundaria para ingresar a la universidad.
«Tenía una letra hermosa y dibujaba espléndido. Si no tenía lugar, no se hacía problema. Cuando era más chico, los domingos, se ponía a pintar en la vereda», cuenta su madre. Lo recuerda como un joven inteligente, generoso, que «se desprendía de lo que tuviera para ayudar a otros», y con un gran interés por el mundo que lo rodeaba: «Con 3 años escuchaba la voz del reportero de CX-14 del Espectador y se buscaba un banquito que le había hecho el padre para sentarse a escuchar el informativo». Entre risas, señala hacia la esquina de la sala donde ahora hay un televisor.
El 13 de abril de 1977, Humberto recibió en su apartamento del barrio Congreso a su amigo Jorge Coco Gonçalves. Habían trabajado juntos en una despensa y se conocían desde la infancia. Un día después de esa visita, Gonçalves fue secuestrado a punta de metralleta a la salida de su trabajo como relojero. Estaba acompañado de su esposa, embarazada de ocho meses. Tenía 35 años. A la semana siguiente, Humberto y su socio fueron convocados para hacer un trabajo de pintura para la empresa Avon. Aunque solían ir juntos para convenir detalles, esa vez fue solo porque la dirección del lugar quedaba cerca de donde estudiaba. El 20 de abril, un compañero le avisó a Ricardo que, la noche anterior, había pasado por el apartamento de Humberto porque este no había ido a clases. Según relató, al llegar se encontró con un Ford Falcon en la entrada y gente registrando la casa, con la puerta abierta. De esa requisa solo se llevaron sus documentos.
Lo que se sabe sobre el lugar de detención y posterior reclusión es muy poco. La Investigación histórica sobre detenidos desaparecidos lo sitúa como uno de los que posiblemente pasaron por el Club Atlético, un centro de detención y tortura clandestino de la Policía Federal Argentina que funcionó entre marzo y diciembre de 1977 en el barrio porteño de San Telmo. Por allí pasaron más de 1.500 personas. Sin embargo, no existen testimonios fehacientes que lo ubiquen en ese lugar.
Diez días después de haber presentado la denuncia por la desaparición de su hijo ante el Ministerio de Relaciones Exteriores uruguayo, María y su familia fueron citados por el entonces canciller, Alejandro Rovira. Allí, su secretaría leyó un pequeño escrito sin membretar en el que se informaba que Humberto estaba detenido, ignorándose las causas y el lugar. El cónsul italiano de la época, Giampaolo Colella, había averiguado que los argentinos admitían extraoficialmente la detención, aunque no estaba requerido. Decían que en ese momento «había que detener a tres uruguayos en la Argentina».
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«Esos primeros años fueron terribles. Yo pienso que para todos debió de ser así, pero nosotros nos vimos muy desolados y solos al comienzo. Mejoramos un poquito cuando empezamos a reunirnos con los otros familiares, pero una notaba el apartamiento de las personas, lo sentías. Hasta los más cercanos trataban de apartarse. Mi marido iba a Argentina a tratar de golpear puertas y yo me quedaba con Silvia. En el primer tiempo te aseguro que caminaba y me parecía estar sobre un camino de brasas encendidas. Me quemaba el suelo. Sentía un dolor y una angustia tremendos por sentirme así en el lugar en donde había vivido tantos años.»
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Al poco tiempo de la detención de Humberto, cuando María todavía guardaba esperanzas de que regresara con vida, la visitaron en su casa Luz Ibarburu, María Esther Gatti y Violeta Malugani. Ellas fueron las primeras madres, de otros jóvenes detenidos en Argentina, que conoció en su misma situación. Se acercaron para invitarla a tomar el té y le ofrecieron unificar esfuerzos para la búsqueda. En ese momento, las dictaduras en Uruguay y Argentina campaban a sus anchas y el principal recurso jurídico para presentar era el del habeas corpus. En un período de siete años, María presentaría en tres oportunidades ese recurso por su hijo, pero en ninguno obtendría respuesta.
La ubicación de las reuniones del grupo de madres rotaba entre las casas de las participantes, aunque la mayor cantidad ocurrió en la de Violeta, recuerda María. Compartían las novedades que llegaban y organizaban la información de las distintas denuncias, para presentar en conjunto en Buenos Aires: «Si alguna tenía que hacer un trámite o presentar una denuncia, también llevaba los papeles de las otras», explica. El espacio funcionaba, además, cómo una red de contención y acompañamiento.
Avanzados los años, el grupo decidió cambiar su lugar de reunión y comenzaron a frecuentar distintas iglesias, haciendo vigilias por sus hijos en el marco de conmemoraciones religiosas. En esa época, los reclamos por la liberación de los detenidos y el fin de la dictadura empezaban a cobrar mayor fuerza. El régimen trastabillaba, aunque no por eso dejaba de ser brutal, y reprimía de forma violenta la mayoría de las manifestaciones.

Fue en una de esas volanteadas, frente a la Intendencia de Montevideo, que María lo tuvo claro: su hijo no regresaría vivo. «Cuando empecé a escuchar que había 30 mil desaparecidos en Argentina, dije: “No, no puede ser, no van a estar manteniendo vivos a tantos detenidos”».
Contrariamente a lo esperado, una vez recuperada la democracia, los primeros períodos de gobierno traerían consigo un gran manto de silencio respecto a torturas, violaciones, asesinatos y desapariciones cometidos por las Fuerzas Armadas en Uruguay y la región. La ley de caducidad, aprobada en 1986 y ratificada por la población tres años después, sería el instrumento elegido para consolidar una política de impunidad institucional.
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—¿Tenés recuerdos de momentos felices durante estos años?
—Los que he vivido con Silvia, que es mi acompañante. Hay otros momentos que también estimulan, como cuando estuvo Lula [el presidente de Brasil] y se puso la camiseta de Familiares sobre los hombros. Me hizo acordar a los abogados italianos que dieron una conferencia por las condenas del juicio en Roma y también se sacaron una foto con la remera. Hay cosas que satisfacen. A pesar de todo.
—¿Hay algo de lo que te arrepientas de tu lucha?
—Lo que pasa es que, seguro, si una pudiera prever el futuro… No haberlo dejado marcharse a Argentina la última vez.
—La pregunta era de tu lucha –interviene Silvia.
—Ah, de mi lucha no, de nada. Es poco todavía.
—¿Por qué poco?
—Porque me parece que no hice tanto. Lo único que hice fue vivir un siglo.
—Y medio siglo lo pasaste buscando a tu hijo…
—Sí, lo seguí buscando.
—Nada más y nada menos.
—Nada más y nada menos. Tenés razón.
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En junio de 1999, María y otras mujeres –Aurora Meloni, Cristina Mihura, María Esther Gatti, Martha Casal y Luz Ibarburu– decidieron presentar ante la Justicia italiana una denuncia por el secuestro, el asesinato y la desaparición de sus hijos o esposos, ciudadanos italouruguayos. Esa primera querella en un ámbito internacional marcó el inicio de la causa que unos años más tarde pasaría a caratularse como Operación Cóndor: un litigio que buscó juzgar a los responsables del asesinato y la desaparición de 43 militantes de varios países, en el marco de la represión coordinada de las dictaduras del Cono Sur.
Los primeros avances llegaron recién en 2006, cuando el fiscal Giancarlo Capaldo concluyó la etapa de presumario y solicitó la detención de 146 represores, entre ellos jefes de Estado, militares, policías y civiles. La mayoría eran argentinos, uruguayos y chilenos. El inicio de la fase oral y pública del juicio requirió otros nueve años de espera. Para ese momento, 12 de febrero de 2015, el número de acusados se había reducido a 33. Varios de los imputados ya habían muerto y los argentinos fueron excluidos del caso, ya que su país estaba llevando adelante un juicio por el mismo plan represivo.
Casi dos años después, y tras escuchar a más de 130 testigos, la Justicia italiana dictó su sentencia de primera instancia. Ocho altos oficiales fueron condenados a cadena perpetua como responsables intelectuales de la represión coordinada en la región, mientras que otros 19 resultaron absueltos. La decisión fue apelada por la fiscalía con el objetivo de revertir la segunda parte del fallo, lo que finalmente se logró el 8 de julio de 2019, cuando el tribunal de apelaciones ratificó las primeras condenas de cadena perpetua y le aplicó una pena similar a 18 de los imputados previamente absueltos. Del total de condenados, 13 eran uruguayos.
«La contundente sentencia en Italia marca un claro contraste con la paralización de los juicios en Uruguay», señaló en 2019, en el informe sobre derechos humanos del Serpaj (Servicio Paz y Justicia), la investigadora y docente italiana Francesca Lessa. La afirmación tenía sustento: según el registro del Observatorio Luz Ibarburu, hasta ese momento en Uruguay solo el 5 por ciento de las causas iniciadas por delitos de lesa humanidad –13 casos– habían alcanzado una sentencia condenatoria. En contraste, en Argentina, la cifra ascendía al 38 por ciento. «A la lentitud del sistema judicial se suma el hecho de que el Estado uruguayo nunca desarrolló una política pública que abarcara a sus tres poderes y promoviera activamente iniciativas para esclarecer los delitos del pasado reciente», añadía Lessa en el informe.
Tuvieron que pasar dos décadas desde las primeras denuncias –y más de 40 años desde que los crímenes se cometieron– para que los responsables fueran condenados. Aun así, cinco de las víctimas quedaron excluidas del proceso judicial debido a la muerte de los imputados mientras avanzaba la causa. Uno de esos casos fue el de Humberto, cuyo asesinato nunca llegó a ser juzgado porque el principal acusado, el general chileno Manuel Contreras –una de las cabezas ejecutivas del Plan Cóndor–, murió en 2015, una semana antes de declarar. Pese a ello, María decidió dar su testimonio en varias oportunidades para que la causa tuviera andamiaje.
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«A veces sueño con él; no hace mucho me pasó. En el sueño Silvia venía y me decía que habían encontrado dos zapatos de un muerto. Pero no eran dos iguales, uno era una bota y el otro un mocasín. Eran los zapatos que él usaba. […] Es un dolor permanente, no solamente la tortura y la muerte que sufrieron los desaparecidos, sino la tortura a los familiares durante tantos años. Esa fue la política de ellos: hacer pasar el tiempo para que no quedaran represores ni tampoco denunciantes. Apostaron a eso, al olvido. Y a vos no te queda nada más que una foto, no te queda más que un recuerdo o un memorial. Nada más. Hasta cerrar los ojos.»
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El tiempo que le tomó a la Justicia uruguaya comenzar a juzgar los crímenes cometidos por el aparato represivo estatal es una de las aristas cuestionadas en materia de derechos humanos. La otra tiene que ver con la falta de voluntad, a nivel político, para tomar acciones significativas que ayuden a conocer la verdad. A pesar de algunos intentos en los últimos gobiernos, los resultados derivados de tal omisión son sugerentes: en los últimos 20 años solo se encontraron los restos de siete detenidos desaparecidos.
«Seguimos siendo un país avergonzado», dice María. «Los gobiernos tenían que buscar la forma de que los militares hablaran y no lo hicieron, por miedo o porque son cómplices. Dónde se ha visto que a un genocida le hagan una cárcel aparte. Acá hay víctimas que eran niños, estudiantes haciendo una pintada y gente desaparecida que nunca usó un arma.»
Ante la sistemática falta de respuestas por parte del Estado, las madres y los familiares de los detenidos desaparecidos irrumpieron en la calle marchando en un opresivo silencio, que resignifica la inhumana cultura impuesta por los represores. En ese simple acto que se repite sin falta, en la misma fecha, desde 1996, encontró expresión una de las mayores representaciones de resiliencia y dignidad colectiva de nuestro país.
Una ética que, a sus 100 años, María Bellizzi resumirá en unas pocas palabras: «La gente no participa por el eslogan, lo hace porque falta sanar una herida y saber qué pasó. Nos falta a todos, como pueblo. Y si ellos están atrás y te empujan, no podés ceder. Es un combustible, es un agradecimiento y es un compromiso». Casi 30 años después, el reclamo seguirá siendo el mismo: «Queremos saber la verdad de lo que pasó y qué hicieron con nuestros familiares».
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Entrada la noche, Silvia desplegará sobre el centro de la mesa de madera un viejo periódico liceal fechado en 1970. La pieza, conformada por varias páginas y artículos diagramados con extrema delicadeza, fue confeccionada por su hermano Humberto cuando tenía 17 años. A su lado, en silencio, su madre observará, como si fuera la primera vez, aquel rectángulo de papel amarillento en el que alguna vez trazó a mano su hijo. Será, ahora, 50 años después, una valiosa pertenencia para seguir celebrando su vida. «Antes de desaparecer, estaba tramitando una visa para viajar a Estados Unidos, donde vivía una de sus tías paternas», contará, sin previo aviso, María. Y después de unos segundos, como si aquella duda se hubiera repetido en su cabeza cientos de veces, agregará: «No sé por qué no usó el pasaporte italiano para irse más rápido». De haberlo hecho, «quizás hoy estaría acá».
Es cierto, hay cosas que nunca se olvidan.