«Son hijos de represores, pero repudiaron a sus padres, al punto de denunciarlos públicamente y hasta cambiarse de apellido. Existen en Argentina. En Uruguay se sigue esperando el día en que aparezca alguno.» Ese era el copete de una nota («Las otras víctimas», Brecha, 19-V-17) con la que se daba cuenta del surgimiento formal, poco tiempo antes, en Buenos Aires, de un grupo de hijos de oficiales de las Fuerzas Armadas y de la Policía implicados bajo la última dictadura argentina en asesinatos, secuestros, torturas, apropiación de niños. Los integrantes del grupo tenían entre 40 y 50 y pico de años, y habían decidido que ya era tiempo de provocar un cimbronazo, romper públicamente con sus padres, colaborar con la Justicia para llevarlos a la cárcel e incluso –algunos de ellos– modificar su identidad, costara lo que les costara. Un artículo publicado tres semanas más tarde («Historias desobedientes», Brecha, 9-VI-17) entraba más en el detalle de las vidas de esas pioneras (había, por entonces, en el grupo un solo varón) luego de que su naciente organización se presentara en sociedad participando en una marcha de Ni Una Menos. Se decía en esta segunda nota que eran «todavía apenas un puñado», pero que aspiraban a «sumar por decenas» a otros hijos e hijas de represores.
Cuatro años largos después, en Argentina los desobedientes dejaron de ser un puñado y sumaron efectivamente por decenas. Hoy se acercan al centenar, y ya no son solo hijos e hijas: también nietos y nietas, sobrinos y sobrinas de represores. Ahora el nombre completo del grupo es «Historias desobedientes. Familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia». A partir del ejemplo argentino se han formado estructuras similares en Chile y en Brasil.
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Y lo impensable hasta hace muy muy poquito se acaba de producir: ha surgido el primer hijo «desobediente» de un represor uruguayo. Tiene 35 años, vive en Chile y es hijo de un militar uruguayo que salió del país a principios de la década del 80. Nació en el exterior y nunca vivió aquí. Se hizo conocer públicamente el fin de semana pasado en París, en un acto de la asociación ¿Dónde están? celebrado con motivo del 48 aniversario del golpe del 73. Fue a través de una carta que leyó Verónica Estay, sobrina de un torturador de la dictadura de Pinochet, pero también hija de presos políticos e integrante desde Francia del colectivo chileno.
«Hasta la juventud –escribió el hijo del militar uruguayo en su mensaje– desconocía el pasado de mi padre. Poco a poco conecté informaciones y comencé a sospechar de su implicación en la represión.» Lo confirmó cuando, muy recientemente, su padre le contó «algunos recuerdos de su pasado». «No me enorgullezco de ese legado, todo lo contrario», dice, y llama a que otros familiares de represores uruguayos lo imiten, den el paso, repudien a sus progenitores y ayuden a destrozar la omertà. Por ahora es el único.
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Desde hace algunas semanas, circula un video en el que Liliana Furió y Pablo Verna relatan cómo surgió Historias desobedientes en Argentina, cómo se fue ampliando y, sobre todo, cómo fue el proceso que ellos debieron atravesar a partir del momento en que comenzaron a saber la verdad sobre lo sucedido en la dictadura y, fundamentalmente, luego de que lograron colocar a sus propios padres en el centro del horror. Uno primero escucha cuentos –dijo grosso modo Liliana, documentalista y bailarina de tango, e hija de Paulino Enrique Furió, un jefe de inteligencia del Ejército en Mendoza, condenado a cadena perpetua–, los relaciona con otros relatos, los hilvana con lo que empezó a conocer de la historia del país, luego toma distancia políticamente con ese espanto, se sitúa en las antípodas… Pero recién al cabo de ese proceso, que se acompaña de sucesivas crisis, se da cuenta de que ya no puede seguir aferrándose a la fantasía –alimentada, por lo general, por el resto de la familia– de que su padre nada tuvo que ver con todos esos espantos que se le presentan como cosa de otros.
«Es devastador para la psiquis ir conociendo la verdad», dice Liliana, y tanto ella como Pablo –abogado, hijo de Julio Verna, un médico que operaba en Campo de Mayo y que, entre otras cosas, anestesiaba a desaparecidos que eran arrojados vivos a ríos o al mar– dicen que cuando reaccionaron se convirtieron en las ovejas negras de sus familias. Y repiten que ese es el destino común de todos los «desobedientes»: convertirse en ovejas negras de sus familias. «Muchas veces quedamos solos, sin padres, ni tíos, ni primos, hasta sin los amigos de siempre, y eso es duro, porque, además, nunca podremos ser como las víctimas verdaderas, nuestros pares que están del otro lado, con los que por mucho tiempo tuvimos vergüenza de contactarnos», contó hace un tiempo otra hija de represores que rompió con su padre milico, pero no se integró al colectivo.
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A los que más les cuesta atravesar el Rubicón es a aquellos que vivieron una infancia «feliz» en un hogar de «genocidas y de cómplices de genocidas», comentó hace un tiempo el hijo de un oficial argentino de alto grado. Son ellos los que más dificultades tienen para hacer el vínculo entre Dr. Jekyll y Mr. Hyde, entre ese padre querendón y afectuoso de entrecasa y la bestia que, afuera, torturaba y masacraba. A muchos otros, y tal vez sean los más, que padecían en sus casas una violencia sistemática (golpes, amenazas, humillaciones, a ellos y a sus madres, y a sus hermanos y hermanas), no les es tan bravo (más bien nada) relacionar a ese padre violento con el terror político. Relacionar la extrema violencia de adentro con la extrema violencia de afuera. El hombre llegaba a casa después de sus operativos, se emborrachaba y arremetía contra mujer e hijos. O ni siquiera lo hacía después de un operativo: la violencia era diaria y sistemática. Ese bucle entre el adentro sufrido en carne propia y el afuera sufrido por otros se reitera en los testimonios de estos hijos.
El miedo a saltar la cerca los envolvió en cierto momento a todos, sin distinciones. En muchos, directamente un miedo físico. «Si mi padre hoy tuviese una picana eléctrica, no dudaría en llevarme a un centro clandestino y suministrarme corriente eléctrica», dijo en febrero de 2020 Analía Kalinec, maestra y psicóloga, tras comparecer en un juzgado para pedir que a su padre, Eduardo Kalinec, un excomisario que se hacía llamar Doctor K en los chupaderos de la dictadura y que en 2010 fue condenado a cadena perpetua, se le impidieran las salidas transitorias.
Un año antes, en 2019, Eduardo Kalinek demandó a su hija por indignidad –una figura jurídica– con el fin de que no pudiera heredar a su madre. «Ha cometido injurias y calumnias tanto contra mí, cónyuge de la causante, como contra la causante misma. Ha atentado contra el honor de su madre y del cónyuge de su madre, o sea, yo», dijo el excomisario, refiriéndose a su hija, en el escrito que presentó. Analía debió probar que nunca había injuriado a su madre, una mujer que había callado los crímenes de su marido por una obediencia debida que en ella era como una segunda piel, pero que en sus últimos años había comprendido la actitud de su hija. Y tuvo que decir ante el tribunal que, si alguien indigno, «en el sentido moral», había en toda esta historia, era precisamente Eduardo Kalinek.
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El colectivo chileno se formó en 2019, luego de la presentación en Santiago de Chile de Escritos desobedientes, un libro con relatos de los integrantes del grupo argentino. Su fundador, José Luis Navarrete Rovano, era ya el primer extranjero en la organización madre argentina. En una carta que publicó en la revista porteña El Cohete a la Luna en marzo de 2018, Navarrete Rovano se presenta: «Soy hijo legítimo, no reconocido y abandonado del coronel de Carabineros Rodrigo Alexe Retamal Martínez. Genocida». Y cuenta que su padre fue uno de los responsables directos del asesinato de seis militantes comunistas poco después del golpe de 1973, dos años antes de que él naciera; que su madre, abandonada por el coronel, «tuvo la genial idea» de cambiarle el nombre para que él no fuera «guacho» y le compró el apellido a una persona a la que después él conoció y que lo llevó a vivir a Italia. «Crecí sin padre y sin historia», dice, y apunta que todo esto le sucedió hasta que, cuando ya era documentalista de profesión y vivía en Granada, España, decidió hacer una película sobre la historia de Federico García Lorca. El documental «contaba la historia de un desaparecido –el poeta–, pero en realidad yo no estaba buscando a García Lorca, sino a las víctimas que habían sido enterradas con él». Y tampoco buscaba a esas víctimas: «No sé por qué locura decidí buscar a mis propios desaparecidos, que, en mi caso, era mi padre». (Un desaparecido paradójico el coronel Retamal, más bien un desaparecedor, pero son tantos los pliegues de estas historias vapuleadas).
José, que hoy es conocido como Pepe Rovano, decidió entonces viajar a Chile en busca de su padre, del que apenas conocía nombre y apellido, y muy pocos datos más. No lo encontraba por ningún lado, hasta que un amigo y colega documentalista logró rastrearlo. «No lo encontraba porque era un militar sometido a proceso, condenado a 12 años de prisión y amnistiado. En Chile, los militares en esas condiciones tienen sus antecedentes borrados para que la gente no los fune [no los escrache]. Allí vi que en el mismo minuto en el que había sido condenado se le aplicó la amnistía. Lo primero que me pasó es que no quise conocer a mi papá. Darme cuenta de que mi padre era un genocida me generó eso: no quiero conocerlo», escribió. Y se dijo: «He vivido súper bien toda la vida sin saber esta historia. No la quiero». Se marchó de regreso a Europa, pero a los dos años cambió de opinión y viajó a Santiago. Se reunió con su padre, vivió con él, conoció a su familia, a los amigos y colegas del coronel, estuvo en su casamiento. Durante cinco años no se llevaron mal. Hasta que el hijo le contó al padre que era homosexual, y ahí se produjo el segundo abandono. El definitivo.
Como su colega argentino Kalinek, el coronel intentó desheredar a su hijo poco antes de morir. Toda la familia paterna (hermanas, tío, la esposa de su padre) le dio vuelta la cara a ese pariente casi bastardo que, además, era puto y andá a saber si no rojo. Y Pepe Rovano los demandó a todos, incluso al padre muerto. Bastardo: la herencia de un genocida fue el título del documental que Rovano comenzó a filmar y que incluye el fastuoso entierro del coronel («una vergüenza, enterraron a este genocida como un emperador, con todos los honores»), los pormenores del juicio y entrevistas con familiares de los asesinados por Retamal. El cineasta ganó el juicio filiatorio y dedicó el dinero que recibió a la construcción de Totoral Films & Media Lab, una residencia de arte, derechos humanos y medioambiente que se instaló en Valparaíso.
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Antes de relacionarse con los familiares de las víctimas, Pepe Rovano admite que tuvo una «tremenda contradicción». «¿Qué hago? ¿Avanzo? ¿No avanzo? ¿Cuento o no? ¿Pierdo a mi familia, o no? Porque ese es otro tema: nosotros hemos perdido a nuestras familias, paternas, por lo general. ¿Qué pasa cuando un padre te mira a los ojos y te dice: «Hija mía, es mentira todo esto, todas estas personas solo me quieren perjudicar»? Probablemente, cualquiera decida defender a su padre. Y esa fue la contradicción que tuvimos todos nosotros. Tomar esta postura es valiente: requiere enfrentar a tu familia, a tu círculo social, a la gente que te apoyaba y ya no te quiere. Hay que animarse a decir: “Mirá, yo estoy parado en otro lado”. Y eso es lo más complicado», dice el documentalista. Y dice también que se saca el sombrero con los desobedientes argentinos, que desde chicos vivían con sus padres genocidas, crecieron con ellos, hasta se encariñaron, y, sin embargo, echaron todo eso al traste. Él dice haberla «tenido fácil»: conoció a su padre recién a los 35 años.
Luego llegó el momento de buscar el contacto con los parientes de los asesinados por su padre. Rovano: «Primero, no me atrevía a contarles quién era yo. Imaginaba aquella situación de la condena, familias esperando justicia, que descubren al culpable, que al tipo lo condenan, pero al minuto les dicen que esa persona no va a cumplir la condena en la cárcel. Y esa es una protección que el Estado chileno brinda a los genocidas. Hay 3 mil desaparecidos, 40 mil ejecutados políticos, 300 mil familias exiliadas y solo 30 personas en la cárcel».
Pasó el tiempo y Pepe pudo vencer aquel temor. Con mucho pudor se acercó a Berta, viuda de uno de los militantes comunistas asesinados, que también había estado detenida y había sido torturada. Le contó todo con detalles. Ella lo entendió. Él suspiró de alivio. «Berta me enseñó a luchar», dice. Y luego vino el relacionamiento con los desobedientes argentinos, en especial con Analía Kalinec, su integración al grupo, su decisión de formar una filial chilena y lanzar una botella al agua buscando pares.
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Como Pepe Rovano, Caio Felipe Rezende es documentalista e hijo de represor. El brasileño es bastante más joven (hoy tiene 26 años) y creció junto con su padre. Solo que de él, por mucho tiempo, ignoró todo. Su padre era militar, como muchos en la familia Rezende, pero para Caio eso no pasaba de ser una anécdota, algo natural, sin connotación alguna, una profesión como cualquier otra. De la dictadura sí se hablaba en su casa: un período glorioso, una revolución que había liberado Brasil. Fue a los 18 años, cuando entró a cursar historia en la Universidad Estatal de Ceará, que escuchó cosas bien distintas, máxime cuando en ese tiempo –era 2012– funcionaba la Comisión Nacional de la Verdad montada por el gobierno de Dilma Rousseff y se ventilaban públicamente historias de represión, tortura, asesinatos, desapariciones, persecución, y él las leía y se cuestionaba. Como nada le cerraba con lo que había mamado en la infancia y la adolescencia (hasta entonces estaba orgulloso de su familia), Rezende decidió investigar y, al mismo tiempo, en casa, apretar a su padre. No llegó a saber exactamente hasta qué grado estuvo implicado en la dictadura, pero sí supo que era agente de inteligencia y conoció suficientes detalles como para decidir apartarse de la familia y buscar relacionarse con otros hijos de militares. Tiempo después cambió la historia por el cine y comenzó a pergeñar la idea de hacer un documental evocando su «proceso de transformación, el de un heredero de la represión que ya no aguanta», según dijo a la revista Piauí (22-X-20). «Mi padre era un agente de la dictadura. Quiero una historia diferente para mí», dijo.
Mientras hacía un curso de documentales, alguien le recomendó ver El pacto de Adriana, una película en la que la chilena Lissette Orozco evoca la historia de su tía adorada de la infancia, Adriana Rivas, de la que se distancia cuando se entera de que había sido la mano derecha del jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), Manuel Contreras, uno de los mayores genocidas chilenos. «Tengo un acceso privilegiado a los victimarios de la dictadura militar chilena y estoy dispuesta a llegar a las últimas consecuencias para conocer la verdad y saber quién es realmente mi tía Adriana», afirmó Orozco al presentar su película. En 2020 ambos documentalistas –el brasileño y la chilena– se reunieron en Santiago. A Rezende, saber de una historia similar a la suya le cambió el chip. Orozco lo llevó a conocer a los desobedientes chilenos y ese fue el punto de partida para que, junto con otro hijo de represores brasileños, formara la pata del grupo en su país. También para que se contactara con hijos de desaparecidos. «Antes me daba vergüenza hacerlo, ahora me daría vergüenza no hacerlo», declaró a Piauí.
El año pasado Rezende se largó a producir un documental en el que entrevista a agentes de la dictadura brasileña, algunos de ellos amigos de su padre, y narra su propia evolución. Está convencido de que «no se puede avanzar en este tema» si no se habla de los hijos de los represores y de que estos deben ser «parte de la ruptura del silencio». También está seguro de que hay muchas personas como él repartidas por Brasil: «Personas con esta desesperación por hablar, pero que tienen miedo». Que tienen «como un grito atascado en la garganta».