Impuesto global a multinacionales: El diablo está en los detalles - Semanario Brecha
EL IMPUESTO GLOBAL A LAS CORPORACIONES MULTINACIONALES

El diablo está en los detalles

Pareciera ser que la comunidad internacional está avanzando hacia lo que muchos consideran un acuerdo histórico para fijar una tasa de impuesto mínimo global a las corporaciones multinacionales. Era hora de que sucediera –pero tal vez no sea suficiente.

Afp, Paul J. Richards

Con las reglas existentes, las empresas pueden eludir pagar su porción justa de tributos si registran sus ingresos en jurisdicciones con bajos impuestos. En algunos casos, si la ley no les permite simular que una parte suficiente de sus ingresos se origina en algún paraíso fiscal, han trasladado algunas partes de sus operaciones a estas jurisdicciones.

Apple se convirtió en el paradigma de la evasión fiscal al registrar ganancias generadas en sus operaciones europeas en Irlanda y luego utilizar otro vacío legal para evadir gran parte de la notoria tasa impositiva del 12,5 por ciento que rige en Irlanda. Pero Apple no ha estado sola a la hora de dirigir la creatividad que pone en los productos que amamos hacia nuevas formas de evasión fiscal con respecto a las ganancias que obtiene al vendérnoslos. Ha dicho, con razón, que pagaba cada dólar exigido; simplemente estaba sacando plena ventaja de lo que el sistema le ofrecía.

Desde esta perspectiva, un acuerdo para establecer un impuesto mínimo global de por lo menos un 15 por ciento es un paso importante hacia adelante. Pero el diablo está en los detalles. En la actualidad, la tasa oficial promedio es considerablemente más alta. De esta forma, es posible, y hasta probable, que el mínimo global se convierta en la tasa máxima. Una iniciativa que comenzó como un intento por obligar a las multinacionales a aportar su cuota justa de impuestos podría terminar cosechando un ingreso adicional muy limitado, mucho más bajo que los 240.000 millones de dólares por año que, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), no se pagan. Y algunas estimaciones sugieren que, además, los países en desarrollo y los mercados emergentes verían solo una pequeña fracción de esta recaudación.

Impedir este desenlace depende no solo de evitar esa convergencia global a la baja, sino también de garantizar una definición amplia e integral de las ganancias corporativas (una que limite, por ejemplo, la deducción por costos relacionados con gastos de capital, más interés, más pérdidas previas a la entrada, más…). Probablemente, lo mejor sería acordar una contabilidad estándar para que nuevas técnicas de evasión impositiva no reemplacen a las viejas.

Particularmente problemático en las propuestas presentadas por la OCDE el 1 de julio es el llamado Pilar Uno, que busca abordar las potestades tributarias y aplica en forma exclusiva a empresas globales muy grandes. El viejo sistema de precios de transferencia claramente no estaba a la altura de los desafíos de la globalización del siglo XXI; las multinacionales habían aprendido a manipular el sistema para registrar ganancias en jurisdicciones de bajos impuestos. Es por eso que Estados Unidos ha adoptado una estrategia en la que las ganancias son asignadas a cada estado mediante una fórmula que tiene en cuenta las ventas, el empleo y el capital.

Los países en desarrollo y los desarrollados pueden verse afectados de manera diferente dependiendo de qué fórmula se use: un énfasis en las ventas afectará a los países en desarrollo que producen bienes manufacturados, pero puede ayudar a resolver algunas de las desigualdades asociadas con los gigantes digitales. Y para las grandes empresas tecnológicas, el valor de las ventas debería reflejar el valor de los datos que recaban, que es crucial para su modelo de negocios. La misma fórmula tal vez no funcione en todas las industrias. De todas formas, hay que reconocer los avances en las propuestas actuales, incluida la eliminación de la prueba de presencia física para imponer tributos, algo que no tiene ningún sentido en la era digital.

Algunos consideran que el Pilar Uno es un respaldo al impuesto mínimo y, por ende, no les preocupa la ausencia de principios económicos que guíen su construcción. Solo una pequeña fracción de las ganancias por encima de un cierto umbral serán asignadas entre las jurisdicciones implicadas, lo que supone que el porcentaje total de ganancias a ser asignadas sea, por cierto, pequeño. Pero si a las empresas se les permite deducir todos los insumos de producción, incluido el capital, el impuesto a las ganancias corporativas es, realmente, un impuesto a las rentas o a las ganancias puras, y todas esas ganancias puras deberían estar disponibles para ser asignadas a las diferentes jurisdicciones implicadas en el proceso. En consecuencia, la demanda por parte de algunos países en desarrollo de que un porcentaje mayor de las ganancias corporativas sea objeto de esta reasignación es más que razonable.

Hay otros aspectos problemáticos de las propuestas, hasta donde se puede saber (ha habido menos transparencia, menos discusión pública de los detalles de lo que uno habría esperado). Un aspecto tiene que ver con la resolución de disputas, que, claramente, no se puede llevar a cabo usando los tipos de arbitraje que prevalecen hoy en los acuerdos de inversión; tampoco debería dejarse la resolución de disputas en manos del país «de origen» de una corporación (en especial frente a corporaciones sin ataduras que buscan constantemente hogares más favorables). La respuesta correcta es un tribunal fiscal global, con la transparencia, estándares y procedimientos que se esperan de un proceso judicial del siglo XXI.

Otra de las características problemáticas de las reformas propuestas tiene que ver con la prohibición de tomar medidas unilaterales, algo, al parecer, destinado a frenar la propagación de impuestos digitales. Pero el umbral propuesto de 20.000 millones de dólares deja a muchas grandes compañías multinacionales fuera del radar del Pilar Uno, ¿y quién sabe qué vacíos legales podrán encontrar los abogados tributarios inteligentes? Dados los riesgos para la base imponible de un país –y en vistas de lo difícil que es concluir los acuerdos internacionales y lo poderosas que son las multinacionales–, los responsables de las políticas públicas tal vez deban recurrir a medidas unilaterales. No tiene sentido que los países renuncien a su potestad tributaria por un Pilar Uno limitado y arbitrario. Los compromisos exigidos no tienen punto de comparación con los beneficios otorgados.

Los líderes del G20 harán bien si llegan a un acuerdo sobre un impuesto mínimo global de por lo menos el 15 por ciento. Más allá de la tasa final que fije el piso para los 139 países que actualmente negocian esta reforma, sería mejor si por lo menos unos pocos países introdujeran una tasa más alta, de manera unilateral o como grupo. Estados Unidos, por ejemplo, planea una tasa del 21 por ciento (véase en este número la nota de Jorge A. Bañales).

Es crucial abordar el conjunto de cuestiones detalladas que son necesarias para un acuerdo fiscal global, y resulta especialmente importante interactuar con los países en desarrollo y los mercados emergentes, cuya voz no siempre ha sido escuchada lo suficiente. Pero, principalmente, será esencial revisar la cuestión en cinco años, no siete, como se propone en la actualidad. Si los ingresos impositivos no aumentan como se promete y si los mercados en desarrollo y emergentes no obtienen un porcentaje mayor de esos ingresos, el impuesto mínimo tendrá que ser aumentado y las fórmulas para asignar los derechos fiscales entre los países deberán ser revisadas.

(Publicado originalmente en Project Syndicate. Traducción de Brecha.)

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