Ir al infierno y volver - Semanario Brecha
Crónicas de la guerra ucraniana

Ir al infierno y volver

Las más de seis décadas de guerra en Colombia han provisto de una importante mano de obra bélica a otros conflictos, pero los colombianos que pelean en Ucrania deben hacer frente a una tecnología de la muerte poco común en su país de origen.

Daños causados en un club deportivo por bombardeos rusos, 5 de mayo de 2024, en Járkiv, Ucrania Dahian Cifuentes

I. POLTAVA

En la carrera por la violencia desenfrenada solo ganan los símbolos. La humanidad siempre queda reducida al dolor. La guerra no solo es un diccionario que se imprime en los huesos de sus muertos, sino también un frenesí de imágenes oprobiosas y sin rumbo en la consciencia de los vivos.

El 3 de setiembre de 2024 a las 9.08 de la mañana un misil balístico ruso atacó el Instituto Militar de Telecomunicaciones y Tecnologías de la Información. Un minuto después, otro misil cayó sobre un hospital civil. La ciudad de Poltava se estremeció.

La ciudad, de 300 mil habitantes y ubicada en el centro-este del país, es reconocida porque allí nacieron figuras importantes de la cultura ucraniana, como el escritor Iván Kotliarevski (1769-1838) y el político y militar Simon Petliura1 (1879-1926). Aunque en épocas distintas, ambos estuvieron vinculados fuertemente al desarrollo y a la divulgación del pensamiento político e ideológico del país con amplios designios guerreristas, nacionalistas e independentistas.

La ciudad era una de las pocas que aún estaban invictas de ataques. Esa mañana, alrededor de las edificaciones impactadas lo de menos eran los amplios daños materiales. El caos desatado, de magnitudes apocalípticas, se clavó como la mancha más atroz en la memoria de la ciudad. El intervalo entre la activación de las alarmas antiaéreas y la llegada de los misiles fue demasiado breve como para permitir que la gente llegara con seguridad a los sótanos y búnkeres dispuestos para la protección.

El balance oficial final fue de 59 personas muertas y otras 328 heridas. Este, sin duda, fue uno de los golpes más brutales que recibió Ucrania desde el inicio de la invasión o, por lo menos, eso piensa Anna Vinnik, de 31 años, paramédica de la ciudad que ese día atendió la catástrofe:

—Los incendios no permitían que evacuáramos a los vivos. De repente, en medio del desastre, un techo se cayó y el silencio se apoderó de un espacio que antes era gobernado por gritos de socorro. Vi cuerpos desmembrados y aplastados. La mezcla de polvo y miedo me dejó una sensación de ahogo que todavía no puedo quitarme de encima. Tampoco puedo mirar al cielo, siento que es mejor huirle para que no me caiga nada encima. Los responsables de cosas así siempre son anónimos, pero las víctimas no, ellas siempre tienen nombre propio. Decretaron tres días de duelo, pero el dolor será eterno –dice, mientras observa las sombrías ruinas del instituto militar.

II. UN TIKTOKER

En TikTok, el Árabe tiene 27 mil seguidores. Su chapa fue una cuestión de azar: un comandante le dijo que tenía rasgos de árabe y, después de mirarse al espejo, decidió dejarse crecer la barba. Dos semanas después, efectivamente, parecía más un iraquí y ya no un colombiano oriundo de las montañas del eje cafetero.

Los videos que sube tienen que ver con su experiencia como legionario en Ucrania y no escapan de polémicas: le dicen reclutador, pero también héroe. Lo señalan de inconsciente a la par que le demuestran admiración. Violento, asesino. Salvador, titán. De cualquier manera, el Árabe asegura que no vino a Ucrania a atacar a nadie, sino a defender todo lo que sea susceptible de ser defendido.

La primera operación en la que participó el Árabe fue en Chernóbil. Afirma que todo era muy tranquilo, tanto que le temía más a la radiactividad que a la guerra. Pese a esa primigenia sensación, en el trascurso de un par de días vio morir a dos compañeros, víctimas de minas antipersona. A aquella primera misión entraron 50 compañeros. Veinticinco se retiraron al cabo del primer mes. Trece se fueron a otra unidad, de los cuales después le llegaron noticias de que solo habían sobrevivido dos. De los 12 que quedaban, ocho perdieron la vida y, al día de hoy, solo cuatro están vivos: en diciembre de 2023 había unos 2 mil colombianos activos en esta guerra, pero en marzo de 2024 ese número subió a 3 mil. Casi todos se encuentran combatiendo en la región del Donbás, la carnicería más grande de Europa, dice.

El 8 de julio de 2024, en esa misma región, fue el día más intenso de la guerra para él. Eran cinco compañeros, divididos en dos trincheras. Dos rusos intentaron entrar en la posición auspiciados por drones kamikazes dispuestos a reventar todo lo que oliera a Ucrania. El Árabe y sus compañeros permanecían inmóviles, esperando el momento justo para levantarse a embestir. Llegaron tres rusos más. Los drones kamikazes son los más temidos porque no te sueltan ningún explosivo, sino que van directamente a chocar contra ti, cuenta.

Eran las cinco de la tarde y la luz del sol imponía una claridad fragosa. La humedad al 80 por ciento, 35 grados a la sombra. Compañeros ucranianos a lo lejos perciben el peligro del grupo del Árabe y empiezan a disparar contra los rusos. Los drones intensifican el vuelo sobre las cabezas. El tiroteo se desata. En 20 minutos se acaba la mayor parte de la munición. El pensamiento, rápido como un misil, se activa. Tres de los compañeros del Árabe notifican estar levemente heridos. El Árabe quiere socorrerlos, pero cambiarse de trinchera significa un suicidio.

Solo, en su línea, intenta guarecerse de la cacería de los drones. Se hunde en un lodazal hasta las rodillas y de la oscura ciénaga surge un torso en descomposición. El uniforme es ucraniano. El nauseabundo olor se le pega a las fauces como una señal de advertencia. Un dron ubica el casco del Árabe y le suelta una granada. El Árabe alcanza a correrse y la granada pega contra un montículo de tierra. Rebota y le cae en la pierna derecha, a la altura del fémur. Estalla.

El Árabe no pierde la consciencia, pero sí el sentido del oído. En la guerra la sordera es la primera antesala de la muerte. El Árabe les grita a sus compañeros que busquen la manera de salvar sus vidas. Ellos se niegan a abandonarlo. Con la pierna rota las posibilidades de supervivencia son nulas. El Árabe ya sabía que ese día se bajaban las cortinas de su vida. Sálvense ustedes, déjenme acá, les gritaba. La negativa se imponía como forma de apoyo. Una estupidez, pensaba el Árabe. Yo soy hombre muerto, si pueden correr: ¡sálvense!

De a poco, el Árabe iba recobrando el oído. El radio pedía informes. Estoy mal. Evacúen a los compañeros. No vengan por mí. Si vienen, los matan, le decía a su comandante. El comandante, colombiano, le prometió que lo salvaría. El Árabe sabía que, lejos de ser una promesa falsa, era una promesa imposible. A menos de que el director de la película en la que estaba inmerso decidiera cortar con la escena porque no la consideraba demasiado verosímil.

El Árabe se desangra. Partes de su cuerpo de repente empiezan a doler y a sangrar. Esquirlas por aquí, esquirlas por allá. Hacerse el torniquete puede llegar a doler mucho más que un disparo. El Árabe grita por el radio: no entren por mí, voy a morir como elegí morir. Meses antes, cuando el Árabe y el comandante colombiano se conocieron en jornadas de entrenamiento que proponía el batallón, el Árabe le pidió expresamente: si caigo en combate, dejen mi cuerpo en el campo de batalla. No quiero honores, ni aquí, ni en Colombia.

A las once de la noche el Árabe empezó a agonizar. Llevaba seis horas herido y todos los fármacos disponibles para el dolor estaban agotados. Ratas corren por su pecho. Se le cuelan por la nuca y le fastidian la espalda. La tierra negra le cubre el rostro y su pierna herida está encharcada por una mezcla de sangre y fango. Las ráfagas de metralla pasan a menos de un metro de su cabeza y las balas son fríos silbidos que le aligeran la respiración. El dolor de la herida resulta más soportable que el torniquete que él mismo se hizo para atajar el desagüe sanguíneo. El Árabe pretende alargarse un poco más el desdibujado trozo de vida que le queda. Por momentos piensa que lo mejor que le puede pasar es que un dron kamikaze la aterrice en su agonizante coraje y lo saque de este mundo, pero después la consciencia se aparece con la fuerza de una escuadra de optimismo.

A la una de la mañana tiene convulsiones. Pierde el control de los esfínteres. Vomita de forma espontánea. El comandante lo apoya por radio: voy a entrar, resista, voy a entrar, no es sino que baje la artillería y entro. El Árabe no responde. El ruido de los balbuceos es lo único que le hace saber al comandante que sigue vivo. Tiene que vivir, tiene que vivir, dice el comandante. A las dos de la mañana una segunda convulsión hace que el Árabe tome la decisión de suicidarse. Me mato, dice. Me mato, no voy a morir como un perro. No, Árabe, aguante, responde el comandante. Gracias por todo jefe… El Árabe empuña su fusil, no es él el que actúa: por una parte es el insoportable dolor en piloto automático, y, por la otra, la dignidad del guerrero.

Resista que entramos, Árabe, ya entramos. El Árabe se desmaya antes de poder suicidarse. Alrededor de las tres de la mañana vuelve a entrar en consciencia. No sabe dónde está. No sabe qué pasa. El sentido de realidad está más atrancado que el campo de batalla. Intenta respirar con calma. A las cuatro llega el comandante. Una granada estalla a dos metros de la trinchera, parte del cadáver que acompaña al Árabe le cae encima. El comandante se lo quita como si fuera una pestaña en su ojo: Árabe, perrito, acá estoy. Ya aguantó lo más, no se me va a morir en lo menos.

El Árabe apenas puede mantener los ojos abiertos. El comandante lo arrastra como un costal por 1 quilómetro hasta una zona un poco más segura. Allí encuentra una carreta llena de leña: la leña al suelo, el Árabe arriba. Los drones revuelven el amanecer. Lo que queda de los árboles ayuda a despistarlos: vamos a salvarnos, Árabe, tengo una esquirla en el cuello, duele como un hijueputa, perrito, no se me duerma que ya salimos.

Al cabo de otro quilómetro, por fin una camioneta-ambulancia. Las manos del Árabe están tiesas. Duelen más que la pierna. Morfina y sueño profundo. Al despertar, el Árabe no tenía la pierna, pero le dolía. Ese dolor fantasma era el peor dolor que había sentido en su vida. Enseguida recordó su hobby más amado: el montañismo, las caminatas por valles y montañas. Subir y bajar nevados. Eso lo motivó y, con la consternación florecida a la potencia mil, se prometió a sí mismo que volvería a sentir el placer de caminar.

—Manito, la experiencia ha sido excelente. La mejor de mis 31 años sobre esta tierra.

El TikTok del Árabe estalla con su exitosa recuperación.

III. JÁRKIV

—Tranquilo, aquí suenan las alarmas todo el día y toda la noche. Hay ataques todo el tiempo. Ayer cayeron dos cohetes. Antier fueron misiles. Es así todo el tiempo. Es raro que no estalle algo. Pero no hay que tener miedo por eso. Yo llevo viviendo aquí ya dos años y medio, y no me ha pasado nada. No hay de qué preocuparse. O yo no sé si es que esto se vuelve muy normal para uno, pero tranquilo, que hay que estar muy de malas para que le caiga un bicho de esos precisamente a uno.

Escorpión, caleño de 43 años y padre de dos hijas, ha puesto su aguijón en muchas guerras. Como muchos legionarios colombianos en Ucrania, la primera, la que lo bautizó, fue la de su país.

—Más de 70 años matándonos entre nosotros, pues algo enseña, ¿no? Alguna idea tenemos de esto.

En una pequeña estación de servicio a las afueras del hospital de neurocirugía número 17 de la ciudad de Járkiv, la segunda urbe de Ucrania, situada a 25 quilómetros de la frontera con Rusia, Escorpión, hombre corpulento, al que le faltaron pocos centímetros para superar los 2 metros de altura, pide un capuchino y se sienta en una silla que le permite tener toda la visualización del lugar. Cada persona que entra es observada rápida pero minuciosamente. Su mirada es un escáner y su voz, suave como la de un padre que le hace mimos a su pequeño hijo.

—Los conflictos del mundo son ofertas laborales para nosotros.

Llegó a Ucrania el 12 de marzo de 2022, días antes de que la guerra cumpliera un mes. En su querida Cali trabajaba modestamente en el área de mantenimiento de un reconocido centro comercial. En ese momento ya tenía incubada la idea de irse de Colombia y el destino que más le seducía era Noruega. Se imaginaba a sí mismo trabajando en el campo, cuidando ovejas o fincas. Una vida apacible, fuera del desenfreno de las ciudades.

—En Colombia no me aguantaba a los policías ni a los agentes de tránsito. Son corruptos, no respetan nada, se creen superiores. No son autoridades, sino perseguidores. Eso me tenía aburrido.

Sagradamente, a la una de la tarde de lunes a viernes estaba sentado en la cafetería para empleados del centro comercial. Ponía a calentar su almuerzo, comía y, en silencio, seguía el noticiero hasta las dos de la tarde. El 24 de febrero de 2022 todo cambió para él. No pudo terminar su almuerzo. Las imágenes del televisor lo indignaron.

—Vi cómo los rusos disparaban contra civiles. Recuerdo puntualmente las imágenes de niños y ancianos intentando huir de ellos. Eso me descompuso. Ahí tomé la decisión.

Para Escorpión era una cuestión que se reducía a simplemente hacerlo. Nada lo amarraba a Cali. Sus hijas, ya grandes, lo abrazaron, le desearon buen viaje y le pidieron que se mantuviera en contacto.

—Ellas ya saben que esto es lo mío y lo respetan. Además, me dio mucha confianza cuando escuché al presidente Zelenski decir que recibiría con los brazos abiertos a todo el que quisiera ayudar a Ucrania.

Tampoco por experiencia Escorpión se quedaba corto. Primero, fue soldado profesional del Ejército de Colombia entre 1999 y 2007. Después, de 2007 a 2009, pasó a las filas de las Autodefensas Unidas de Colombia, organización en la que llegó al grado de comandante del bloque norte. De allí saltó a trabajar en la guerra de Afganistán de 2011 a 2012 y después, desde 2013 hasta 2021, se desempeñó como seguridad de un renombrado narcotraficante.

—Lo mío nunca ha sido luchar contra el pueblo. Yo estoy en contra de los bandidos. De la gente que hace el mal. Cuando fui comandante mis muchachos y yo nos dedicábamos a pelear contra la guerrilla, pero nunca nada de limpiezas sociales, ni seguimientos a civiles, ni cosas de esas.

La experiencia en Colombia era algo que él llevaba como una bandera personal hasta que surgió la posibilidad de ir a Afganistán, país del cual salió herido, con quemaduras de segundo y tercer grado en la mitad de su cuerpo. La guerra en Colombia es una guerra que se queda corta en relación con los grandes conflictos internacionales, en los que sí, realmente, quienes participan reciben el entrenamiento propio para convertirse en máquinas bélicas. La rapidez, física y mental, y la serenidad, incluso frente a los vacíos más insondables, son rasgos esenciales no de un buen soldado, sino del mejor. La agresividad no tiene nada que ver con la bravura o la violencia, sino con el valor y la prudencia.

—En Colombia el entrenamiento tiene mucho que ver con el odio al adversario. En este tipo de guerras, el entrenamiento que proporciona la OTAN, por ejemplo, hace del contrincante un ser digno y respetable. Y la guerra se hace así, con una cadena de códigos que no voy a decir que no se rompen, pero que sí siempre están presentes.

Al llegar a Ucrania, lo que más le sorprendió fue el hecho de tener que pelear contra máquinas. Ya en Afganistán había experimentado con armamento y sistemas de transporte y comunicación de primer nivel, pero nunca se imaginó que, tan solo diez años después, tuviera que pararse a resistir y a eliminar perros robots, drones, vehículos sin chofer, navecitas que arrojan químicos letales y se van conducidas por alguien que está sentado, tranquilo, en el país de al lado. ¿Dónde están los humanos?, se preguntaba.

—Si Colombia se decidiera y nos juntara solo a 1.500 hombres de los muchos que hemos luchado en otras guerras, yo puedo garantizar que limpiamos el país de la guerrilla en un par de meses.

Escorpión es uno de los colombianos con más tiempo en el Ejército ucraniano. Muestra una foto en la que aparecen todas y cada una de sus insignias y medallas. Una docena de condecoraciones que lo acreditan para poder convertirse en comandante, pero a él eso no le interesa: con su experiencia en las autodefensas descubrió que no le gusta dar órdenes ni lidiar con novatos.

—La guerra que Rusia desató aquí es una guerra de una potencia contra un país pobre. Son muchos mis amigos muertos, pero la realidad es que, una vez que se cruza la primera línea del frente y se llega a la cero, uno está más muerto que vivo. En la línea cero todos somos fantasmas.

Son las cinco de la tarde. Las alarmas antiaéreas de la ciudad suenan por primera vez desde el mediodía. Esta vez duran apenas 30 minutos. Durante la mañana habían sonado un par de horas de forma ininterrumpida. Treinta minutos es algo sumamente sosegado para una ciudad que está rota en un 40 por ciento, en constante amenaza de bombardeo y de la cual han huido más de 1 millón de personas, la mitad de su población en 2021.

—Acá caen bombas, misiles, morteros, drones todo el tiempo, en un hospital, en un colegio, en un restaurante, en un edificio familiar, en un cuartel, ya uno aprende a vivir con eso. A mí me parece muy bonito salir a caminar por un parque y ver a una madre jugar con sus hijos. No es que no pase nada, sino que la gente tiene que seguir con su vida como pueda.

Járkiv es una ciudad que reza en voz baja. Un lugar en el mundo en el que se escuchan ambulancias todo el tiempo. En el que pasan a toda velocidad convoyes militares henchidos de armamento de película. Una ciudad en la que la mitad de los hombres que la caminan van vestidos con camuflados. Un lugar en el que se escuchan detonaciones de artillería pesada que, aunque lejanas, marcan el primer aliento de la boca de ese infierno que es la frontera.

—Estoy recuperándome, con paciencia, para poder volver al frente. Yo pertenezco a las fuerzas especiales de asalto. Somos pocos, pero eficientes. Corremos el triple del riesgo que los soldados convencionales. De hecho, entre otras cosas, nosotros estamos para salvarlos a ellos cuando están de rusos hasta el cuello.

Escorpión muestra en su tableta personal las fotografías de la lesión que, el 31 de octubre de 2022, lo sacó por primera vez de la guerra: entre el hombro y el codo, en todo el centro del brazo, de forma perfecta se ve una circunferencia de 8 centímetros de diámetro. Por entre la carne viva se alcanza a ver el otro lado. Un proyectil lo traspasó. Un hueco sin fondo que ya ha sido tapizado. En agosto de 2023 también sufrió lesiones en sus piernas por heridas de fusil, y de las esquirlas que se han incrustado en todo su cuerpo ya perdió la cuenta. Este año, por falta de cuidado, el brazo le volvió a molestar. Un par de cirugías, espera, se lo dejarán nítido.

—En Andriivka, localidad del óblast de Járkiv, estuve toda una noche en una trinchera con los rusos a 100 metros. Todos mis compañeros murieron y mi única compañía eran ratas que se movían, ansiosas, buscando un pedazo de carne humana. Esa adrenalina es indescriptible. La guerra es ir al infierno y volver, es así, pero acá llegan muchos locos y bobos creyendo que van a protagonizar una película.

Escorpión ha estado en algunas de las zonas más complejas del conflicto: Bajmut, Chasiv Yar, Toretsk, Kramatorsk, Kúpiansk, Pokrovsk. Ciudades que hoy están completamente destruidas, pueblos que son cementerios, localidades enteras arrasadas por juntas de demonios. En su tableta las fotografías y los videos hechos por él mismo no saben mentir. Por momentos la galería parece un estudio de morgue, también pasa por posibles tapas de álbumes de black metal extremo, hasta episodios dignos de páginas gore. Lo que muestra son imágenes de sus múltiples descensos a la oscuridad más furtiva del alma humana.

—No quiero que mis paisanos vengan. Es preferible que se busquen otra vida. Aquí hay mucho infiltrado ruso que envía información sobre nosotros y los tentáculos de ellos pueden llegar a cualquier lugar, no es que uno se va y ya dejó esto atrás. Somos enemigos de Rusia. Ni siquiera nos quieren prisioneros. Nos quieren muertos porque les molesta que vengamos a esta guerra. Pero ellos también tienen colombianos y otros latinoamericanos en sus trincheras, sé de cubanos y venezolanos. También he escuchado que les pagan muchísimo mejor que a nosotros, pero, bueno, allá ellos que están del lado equivocado.

—¿A qué le teme Escorpión?

—A la invalidez.

—¿Volverá a Colombia?

—No. ¿A qué? Ya me quedo por acá. Estoy de novio con una ucraniana que es paramédica y lucha en el sur, por Odesa. Acá mi ciudadanía, si no me la da este apoyo que le estoy brindando al país, seguro me llega cuando me case con ella. 

  1. Socialista antibolchevique, Petliura comandó entre 1917 y 1921 el Ejército Popular de Ucrania (EPU), una fuerza nacionalista opuesta tanto al Ejército Rojo como al Ejército Blanco y a las fuerzas anarquistas. Aunque llamó a rechazar el antisemitismo, durante su liderazgo, tanto el EPU como sus rivales del Ejército Blanco llevaron adelante brutales pogromos contra la minoría judía, en lo que algunos historiadores han llamado «el mayor asesinato en masa de judíos previo a Hitler». Petliura fue asesinado en su exilio en París por Sholom Schwartzbard, un anarquista judío y familiar de víctimas del EPU, que lo acusó de «no haber tomado ninguna medida para frenar los pogromos cometidos por sus tropas» y fue luego absuelto por la Justicia francesa. En la actualidad, Petliura es considerado un héroe nacional de Ucrania. ↩︎

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