La semana pasada murió, a los 89 años, en París, donde vivía desde joven, Lucio Urtubia, uno de los últimos grandes exponentes del anarquismo expropiador. Desertor de «la mili» –la colimba española–, contrabandista, falsificador, atracador, de oficio albañil, Urtubia se hizo famoso en los setenta, cuando ideó y ejecutó una operación que casi condujo a la quiebra al First National City Bank, que entonces tuvo que cambiar de nombre y rebautizarse Citibank. Urtubia lo estafó por varias decenas de millones de francos, una verdadera fortuna que puso a disposición, como siempre que organizaba este tipo de acciones, de causas revolucionarias en todo el mundo, de América Latina a Oriente Medio, de Europa a África. No se quedaba con un solo franco, los «cedía» todos.
En 2008 Urtubia estuvo unos días en Uruguay. Se reunió con compañeros ácratas y con sindicalistas, quiso conocer barrios populares y asentamientos, y contó su historia. «Sí, sí, ponlo –a mis 77 años no voy a tener miedo de decirlo–: robar un banco fue el mayor placer que me di en la vida, uno de los mayores, vamos. También lo fueron ciertas expropiaciones a ricos indecentes, pero sobre todo robar un banco», manifestó a Brecha (5-XII-08). «Cuando uno ve cómo vive aquí gente del Cerro, la gente de La Teja, los cartoneros argentinos, esa gente bellísima que conocí en Porto Alegre que vive de la basura, y los inmigrantes árabes y africanos en mi barrio de Belleville, en París, no hay nada más que hablar: el robo, esos robos, es un acto moral, casi que un deber revolucionario». Y luego, en una charla, dijo: «El mundo de los ricos nos quiere hacer creer que en los últimos años se han reducido la pobreza y la extrema pobreza. Es una chorrada. Basta ver el estado de este planeta para darse cuenta de que no es así; de que, pese a que hay mucho más dinero que circula en el mundo, las desigualdades son más fuertes que nunca; de que abajo la gente muere de hambre como moscas».
En 2008 ya había estallado lo que se conoció como la crisis financiera global más fuerte desde la Gran Depresión, y «los poderosos del mundo, unidos», decía Urtubia, salvaban los bancos y dejaban caer a «los de abajo», estuvieran donde estuvieran. Más de 3 billones de dólares fueron invertidos en el norte global en unos pocos meses para rescatar bancos, mientras que de los 10.000 millones que habían prometido para rescatar a los nuevos pobres generados por la crisis en sus propios países –y, por supuesto, en otros– apenas llegaron a desembolsar la décima parte. En 2008, por primera vez, los hambrientos del mundo superaban los 1.000 millones.
El 7 de julio, el relator especial sobre extrema pobreza de Naciones Unidas, el jurista belga Olivier de Schutter, presentó el informe sobre la situación actual ante el Consejo de Derechos Humanos de la organización mundial. Dijo que la pandemia de covid-19 hará que a corto plazo haya 176 millones más de indigentes en el planeta, que 250 millones de personas más hoy estarán amenazadas por la hambruna y que aumentará la brecha social y económica en el interior de los países y entre los países industrializados y los del antes llamado tercer mundo.
Pero el crecimiento de la pobreza y la extrema pobreza es muy anterior a la pandemia, dijo De Schutter. Y que en las últimas décadas las desigualdades se han reducido en el mundo fruto de un crecimiento económico fulgurante es uno de los tantos lugares comunes establecidos como verdades, añadió. «Numerosos dirigentes, economistas y líderes de opinión se han congratulado por los avances en materia de reducción de la pobreza, que han presentado como una de las grandes verdades de nuestra época», pero la realidad está lejos de ser esa. Según el relato oficial, señaló, entre 1990 y 2015 el número de personas en extrema pobreza se redujo del 36 al 10 por ciento de la población mundial, es decir, de 1.900 a 736 millones de personas. Pero esa cifra, aseguró, está basada en datos que parten de una «forma de medir la pobreza muy insatisfactoria». Además, si hubo una caída del número de pobres desde 1990, eso se debería esencialmente a un solo país, China, que pasó de 750 millones de pobres, hace 30 años, a 10 millones, en 2015. El fuerte crecimiento del producto bruto interno mundial en el período no «derramó» hacia las zonas más «desfavorecidas» del planeta, como afirman los organismos financieros internacionales. En el África subsahariana, por ejemplo, el número de pobres aumentó: en 2015 eran unos 140 millones más que 25 años antes.
Aún hoy, dijo De Schutter, prácticamente la mitad de los humanos, es decir, más de 3.500 millones, viven con menos de 5,5 dólares por día. En la otra punta, de acuerdo a las cifras de Oxfam de hace unos pocos años, las 85 personas más ricas del planeta acumulan tanta riqueza como la que tienen todos ellos sumados. Y 70 millones, el famoso 1 por ciento más rico de la humanidad, concentran más dinero que el restante 99 por ciento. Desde que el capitalismo más franco se ha quedado sin competidores, las desigualdades no han parado de crecer. Todo parece indicar que el contexto pandémico las acrecentará.
La crisis del covid, dice Chema Vera, director de Oxfam Internacional (El Salto, 9-VII-20), «es la gota que ha colmado el vaso para millones de personas que ya tenían que hacer frente a los efectos de los conflictos, el cambio climático y la desigualdad, y a un sistema alimentario disfuncional». La asociación acaba de publicar un informe, El virus del hambre, según el cual el empobrecimiento causado por la pandemia será, en poco tiempo, más mortífero que el propio virus: unas 12 mil muertes diarias, 2 mil más que las causadas directamente por el coronavirus cuando alcanzó su pico mundial, en abril.
El 18 de julio, en un discurso raramente combativo tratándose de quien se trata –un secretario general de Naciones Unidas–, Antonio Guterres dijo que si algún mérito le cabe al covid es haber derribado los «mitos», las «ficciones» y las «mentiras» con los que muchos gobiernos insisten aún hoy. El mito más recurrente: que el bichito puntiagudo nos iguala y que en esta «guerra» estamos «todos en el mismo barco». Guterres ilustró la situación con una metáfora, utilizada también por el anticapitalista y eurodiputado español Miguel Urbán (Brecha, 13-III‑20): ¿de qué barco común se habla, cuando unos van en superyates y otros se sostienen de los pedazos de su naufragada balsa?
A muchos de los que van en superyates la pandemia no sólo les pasó por el costado, sino que les hizo ganar aún más dinero. Archiconocido es el caso de gigantes del espacio virtual como Amazon, Facebook y Netflix: están ganando más que nunca, confinamiento generalizado mediante. Entre marzo y mayo la fortuna de Jeff Bezos, el dueño de Amazon, creció en más de 30 por ciento y la de Mark Zuckerberg, gran patrón de Facebook, en más de 46 por ciento. De manera general, en Estados Unidos, mientras se destruían decenas de millones de puestos de trabajo, los 600 más ricos del país aumentaban globalmente su fortuna en 15 por ciento (unos 434.000 millones de dólares) en apenas dos meses (Ouest-France, 22-IV-20). Y desde enero las grandes transnacionales de la alimentación (Coca-Cola, Danone, Mondelez, Nestlé, Unilever, Pepsico y otras) repartieron dividendos entre sus accionistas por más de 18.000 millones de dólares. «Una cifra diez veces superior a la cuantía que la ONU ha solicitado para evitar que la gente siga pasando hambre», dijo Chema Vera (El Salto, 9-VII-20). La pandemia ha hecho que en grandes empresas de sectores considerados esenciales, como el de la alimentación, crezcan los ingresos patronales y caigan los de los trabajadores, que figuran, además, entre los más expuestos al contagio del virus.
Este contexto de crisis tan particular, afirmó también Guterres, aquí sí con esperancismo onusiano, podría haber dado paso a que el mundo se manejara con otra lógica, a que se aprovechara el contexto para rever las bases sobre las que «hemos construido nuestras sociedades». Quedará para otra.
Las desigualdades se han vuelto tan espantosas, tan insultantes, que algunos superricos, tal vez los más sensibles, probablemente los más inteligentes y previsores, han pedido que se les recorte un poco de sus superpoderes. Algo menos de un centenar de ellos –83, más precisamente– formó un grupo, al que llamó Multimillonarios por la Humanidad, y el 13 de julio publicó una carta abierta. «Hoy, nosotros, los millonarios y multimillonarios que suscribimos esta misiva, les pedimos a nuestros gobiernos que nos aumenten los impuestos. Inmediatamente. Sustancialmente. Permanentemente. Tenemos dinero, mucho. Dinero que ahora se necesita desesperadamente» para servicios públicos, como los de salud, educación y seguridad, escribieron. «A diferencia de decenas de millones de personas en todo el mundo, no tenemos que preocuparnos por la posibilidad de perder nuestros trabajos, nuestros hogares ni nuestra capacidad de mantener a nuestras familias […]. Así que, por favor, hágannos pagar impuestos. Es la única opción […]. Y este no es un problema que se resuelva con caridad», dijeron también, quizás pensando en otros superricos especializados en la filantropía desgravadora de impuestos, como Bill Gates.
Antes de la pandemia, en enero, varios de los 83 estuvieron entre los 200 suscriptores de otra carta abierta, que firmaron como «Millonarios Patrióticos». En aquella ocasión, en declaraciones a la agencia Bloomberg, Karen Seal Stewart, una superrica estadounidense, reconoció que ella, como sus pares de su país y de casi todo el mundo, se aprovecharon toda la vida de «leyes fiscales extremadamente favorables». «Casi todos los que tienen una cantidad significativa de riqueza en Estados Unidos se han beneficiado, al menos en cierto nivel, del trato preferencial que nuestro código tributario les da a los ricos», afirmó. No dijo entonces que los ricos, no sólo los ultra, y sus empresas se aprovechan habitualmente de otras ventajas: las que les dan los paraísos fiscales. En 2015, señaló De Schutter en su mensaje de comienzos de mes, «las compañías transnacionales declararon alrededor del 40 por ciento de sus ganancias en paraísos fiscales, mientras que las tasas de imposición a las empresas a escala mundial pasaron de 40,38 por ciento, en 1980, a 24,19, en 2019».
Los «Millonarios Patrióticos» comenzaban su carta de enero, que dirigían a sus «queridos amigos millonarios y billonarios de todo el mundo», con la siguiente frase: «Existen dos tipos de personas ricas en el mundo: aquellas que prefieren impuestos y aquellas que prefieren la revuelta popular. Nosotros preferimos los impuestos y creemos que, después de reflexionar, ustedes también pensarán de esa manera».
En 2011, bastante antes de «los patriotas», el financista Warren Buffett, que por entonces estaba entre los tres hombres más ricos del planeta, en un acto de sinceridad más explícito declaró: «Hay una guerra de clases en el mundo y mi clase la ha ganado. Somos los únicos a quienes se les redujeron drásticamente los impuestos. En 1992, las 400 personas que más impuestos pagaron en Estados Unidos tenían un ingreso promedio de 40 millones de dólares. El año pasado, el ingreso promedio de las 400 que más pagaron fue de 227 millones, cinco veces más. Durante ese período, la proporción de lo que pagaron sobre sus ingresos bajó del 29 al 21 por ciento. Con estos impuestos mi clase ganó esta guerra. Fue una carnicería».
En un libro ultradocumentado que publicó en 2014, El hambre, el escritor y periodista argentino Martín Caparrós describe cómo llegó un momento en el que incluso para instituciones e instancias informales que representan a lo más granado del capitalismo y el pensamiento mainstream comenzó a ser evidente que el exceso era tal que resultaba contraproducente. Caparrós cita un número especial de fines de 2012 de The Economist en el que el tema central era el crecimiento de las desigualdades. «Ahora muchos economistas temen que puedan tener efectos colaterales dañinos, que grandes diferencias en el ingreso también pueden ser ineficientes, porque pueden cerrar el acceso a la educación a personas pobres talentosas» o reducir los mercados en extremo por falta de consumidores, apuntaba la revista liberal británica. Y señalaba que incluso los ultrarricos menos proclives a moverse un centímetro de su posición «tienen interés en mitigarlas, porque si siguen creciendo, pueden producir fuerzas de cambio que lleven a una salida política que no le interese a nadie»: «El comunismo puede estar bien muerto, pero hay otras muchas malas ideas dando vueltas por ahí».
«De pronto, el tema de la desigualdad se había convertido en un lugar común: lugar de encuentro fácil. Porque la desigualdad se establecía con respecto a los que habían acumulado demasiado. No era una diferencia cualitativa: era cuantitativa. […] Lo que buscan los que critican esa “desigualdad” no es la igualdad, sino la mesura. Que no haya extremos. Lo que les molesta no es que haya un mecanismo por el cual algunos se apropian de lo que otros producen, sino que se apropien demasiado», apunta Caparrós en El hambre. El propio eslogan bienintencionado «El 99 por ciento contra el uno por ciento» contribuyó a instalar ese sentido común.
Nada ha cambiado desde entonces. La tendencia al crecimiento de las desigualdades se mantuvo e incluso se agravó. Buffett ya no es el único ultrarrico que pidió que le aumentaran los impuestos: se multiplicaron por 83, por 200. El discurso de The Economist se generalizó: ahora es el de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El Financial Times no excluye la renta básica universal como solución durable a exclusiones que sólo prevé que crezcan y abarquen a cada vez más gente hoy «integrada». Los voceros de los ricos han dejado de hablar públicamente hasta de la teoría del derrame. «Últimamente lo dicen en voz más baja, con vergüencita», decía Caparrós en 2014. Hoy apenas lo susurran. Lo siguen pensando, pero no se atreven a proclamarlo. (Algunos sí, claro. Luis Lacalle Pou, por ejemplo. Pero somos tan culimúndicos.)
Y la pobreza sigue siendo «un flagelo» sin autor, caída naturalmente del cielo. Casi como la pandemia, que no tiene causas, ni origen, ni responsables.