Hay un “arte otro” antes del “arte otro”. Hay un arte ingenuo antes de que lo naíf fuera definido como tal. La historia no transita por un solo carril, y Uruguay o la Banda Oriental no es la excepción. Sólo que hasta hace poco no habíamos reparado lo suficiente en ello. Esta exposición1 se detiene en el costado “primitivo” del arte uruguayo, con obras –dibujos, grabados, collages– pertenecientes al acervo del Museo Histórico Cabildo. “Las obras que se presentan en esta exposición –sostiene el curador, Marco Tortarolo– incumplen el mandato de una correcta hechura, de un sistema de reglas cuyos autores no alcanzan a formalizar, o directamente desconocen, razón por la cual serán consideradas ingenuas. Su diferencia será puesta en cuestión como deficitaria por la mirada académica europea-europeizante.”
La selección de piezas comprende desde los albores del siglo XIX hasta 1860, el período que José Pedro Barrán definió, siguiendo a Sarmiento, como “la barbarie”: “Ese espacio de las líneas bárbaras, de los fuera de registro, es el que a través de una veintena de piezas del acervo pretendemos poner en consideración y en valor con esta propuesta”.
La muestra es concentrada, no tiene desperdicio. Empezando por Gabino Monegal (Uruguay, 1848-1906), quien “llegaría a ser militar y destacado cartógrafo”, pero que en las cuatro acuarelas adolescentes que se exhiben se lo ve como un miniaturista deliciosamente torpe. Pareciera que pone mucho empeño, pero para el dibujo de la Catedral –firmado en 1862– inventa una perspectiva imposible. Sin embargo, distribuye el color con parsimonia y precisión. En la marina del Cerro de Montevideo predomina un turquesa suave y delicado: allí la fortaleza del Cerro aparece como la frutilla de la torta, literalmente. La frescura de estos dibujos los torna contemporáneos y más “creíbles” que las recreaciones históricas del esforzado pintor Menck Freire, presente en otras de las salas del Cabildo.
Un registro muy diferente, cercano a lo cursi, es el que propone la obra anónima “Ángel de la guarda”. Se trata de una colorida pieza de notables dimensiones (74 por 58 centímetros), si consideramos la inusual combinación de técnicas y materiales: óleo, bordados, collage textil y papel sobre tela. El motivo religioso es simple: un ángel protege a dos niños que están recogiendo flores al borde de un precipicio, con el fondo de un escarpado paisaje montañoso. El recargamiento de la escena, de un empalagoso barroquismo, le otorga una impronta surrealista avant la lettre: el relieve del textil del vestido de la niña “pronuncia” el vértigo, como si el peso del ropaje la empujara hacia ese hermoso abismo tirolés.
En otra sala, cinco acuarelas anónimas referentes a grandes batallas históricas enseñan a un solo ganador: la impaciencia por terminar. El recurso gráfico de ordenar prolijamente los regimientos militares de modo que los jinetes y sus monturas aparezcan perfectamente alineados hasta perderse en el infinito –como dos espejos enfrentados– es empleado con indulgencia y exageración. Recordemos que en las tempranas obras de Blanes también está presente, por lo que hemos de admitir que era una práctica consentida. Pero aquí se abusa del recurso con fines legendarios. Las ordenadas filas se cierran sobre los cobardes que huyen y caen en la batalla de Sarandí (del 12 de octubre de 1825). No se puede descartar que hayan sido pintadas por testigos y protagonistas de la gesta bélica, sólo que la dureza de las convenciones estilísticas les resta crédito y mengua la posibilidad de considerarlas como documentos de hechos de guerra. Algo que no sucede, por ejemplo, con el gran cronista-pintor, contemporáneo de la guerra de Paraguay, Cándido López (Buenos Aires, 1840 – Baradero, 1902), aunque participe también de una atmósfera visual ingenua. Vale decir que la ingenuidad de la forma no siempre conspira contra la verosimilitud del tema.
Por ejemplo, en el aspecto aindiado de los personajes dibujados por un artista anónimo en 1846, el “Soldado de la Guardia Nacional de la Banda Oriental” parece encapsulado en la prenda de vestir, como una crisálida. La gracia radica en el discurso híbrido y sincero, mezcla de razas y de formas que buscan discernir los tipos humanos locales, lejos de las estilizaciones europeas que proporcionaba por entonces la academia. Aunque tengan poses y vestimentas civilizadas son, por donde se los mire, bárbaros. A fin de cuentas, como afirma el curador, “hoy recuperamos ese gesto de desobediencia gráfica que invita a pensarnos, siendo que no se agota en una mera cuestión formal”.
1. Tras las líneas bárbaras, Cabildo de Montevideo.