La noticia de la muerte del arquitecto y artista visual Álvaro Gelabert (1964-2018) tomó por sorpresa al ambiente artístico montevideano. Solidario, muy querido por la comunidad, Álvaro se caracterizaba por estar siempre presente en las inauguraciones de las muestras de sus colegas. Desprendido, colaboraba con museos aportando información y documentos, y regalaba su obra entre amigos, sin motivo alguno, porque sí.
Solía participar de las discusiones sobre los asuntos de interés de los artistas: enviaba mails colectivos para comentar, rectificar o puntualizar algún aspecto de las bases de un concurso, de una crítica en la prensa, etcétera. Sus opiniones podían ser gratas o severas, pero estaban bien fundadas, guiadas por la razón y nunca por el rencor. Estas características habían dotado a su persona de un aire cortés, al mismo tiempo que práctico y recto. Algo de eso también traslucía su obra plástica.
Se había formado en el Centro de Expresión Artística, donde el magisterio de Nelson Ramos labró el carácter de un gran número de alumnos que luego se distinguirían por méritos propios, muy diferenciados entre sí. Realizó varias muestras individuales, entre las que destacan las del Instituto Goethe (1998), Alianza Cultural Uruguay-Estados Unidos (2000), Galería Marte (2006) y Galería del Paseo (2002, 2012 y 2014).
Llevó a cabo numerosas exposiciones colectivas en Uruguay y en el extranjero: Alemania, Argentina, Bélgica, Bolivia, Brasil, Costa Rica, España, Estados Unidos, Holanda, México, Puerto Rico y Suiza. Sin embargo, incluso cuando su obra conquistó la aceptación en el mercado de las galerías, nunca obtuvo un premio descollante, ni realizó una exposición retrospectiva de gran porte. No sabría decir si eso se debió al menguado interés de un medio local más bien timorato o fue la consecuencia de una personalidad enemiga de los aspavientos: “Cultivo el bajo perfil, el anonimato directo, tiro la piedra y escondo la mano”, me comentó en un mail personal en el que aseguraba preferir las menciones breves en su hoja de vida.
Su producción es inconfundible. El trabajo meticuloso de sus cajas ciegas observa una coherencia y una estabilidad infrecuentes en el panorama artístico local. Trabajaba con distintos tipos de grecas y cubos, bastante simples al primer golpe de vista pero extraños por sus imaginativas sugerencias. Estas piezas eran diseñadas sobre la base de procedimientos artesanales: recortaba teselas de papel de lija para armar mosaicos con los que revestía los cubos, a los que incorporaba, además, todo tipo de extraños adminículos. Sin embargo, el resultado no podría ser más distante del imaginario artesanal; los “seres” que creaba parecían salidos de un cuento de ciencia ficción o de la mente de algún programador para juegos virtuales en 3D.
Las patas negras y torneadas de obras como “Palafito” recuerdan graciosamente las columnas del baldaquino de Bernini en San Pedro: son un soporte idóneo para prestigiar un objeto simple. La disrupción que se opera al mostrar algo sencillo con formas extravagantes tiende a complejizar el alcance de lo decorativo, incursionando en una forma de sátira plástica, a veces grotesca, como en la pieza “Contenedor”, en la que las enormes patas rodantes sugieren una presencia monstruosa dentro de un pequeño cubo.
Sus últimas obras en el plano (impresiones digitales) colocan como un tapiz las omnipresentes grecas sobre reproducciones de obras de artistas célebres, generando un clima insólito en el que lo clásico y lo moderno comparten vivienda. Depurada, elegante, humorística, la obra de Álvaro Gelabert seguirá el camino de convertirse en un clásico, como una eterna prolongación de sus amadas y sinuosas grecas.