Quiero que caigan los culpables. Si no caen es porque la Policía está paga, es más clarito que el agua», descerraja Caty Balladares, segura de que la guerra entre delincuentes que diezmó a buena parte de su familia desde 2008 está lejos de terminar. Las fotos de sus seis hijos asesinados, impresas sobre una remera blanca, cubren su pecho. En las manos porta la imagen del último de sus muertos: Néstor Correa, más conocido como el Buñuelo, fue ejecutado a balazos el sábado pasado, unos días después de dejar la cárcel de Las Rosas tras 14 meses de encierro por venta de drogas, tráfico de armas y amenazas al juez de su causa, Vital Rodríguez.
Amanecía cuando cuatro hombres corpulentos, vestidos de pies a cabeza como policías de elite, bajaron de un auto blanco y golpearon a la puerta del Buñuelo, simulando un allanamiento. Él abrió y se tiró al suelo, como le ordenaron. Fue ejecutado con varios balazos, que le destrozaron la cabeza, ante su pareja y sus niños, de 12 y 14 años. «Mi hijo no se rescató: venía un auto solo, pero toda la vida en los allanamientos rodeaban la casa. Cuando vi esa movida, le iba a gritar que no saliera, pero mi nieta me agarró de un brazo y me metí para adentro», lamenta la madre, en el living de la casa donde, desde entonces, se refugia de posibles nuevos ataques con parte de la familia que le va quedando. Recuerda que esa mañana escuchó la frenada, los gritos y los golpes secos en la puerta porque, como todos los días, andaba levantada desde las cinco: «No puedo dormir con todo esto que está pasando», explica.
Para la Policía y el sistema judicial, todo esto que está pasando es una seguidilla de ajustes de cuentas enmarcados en una guerra entre narcotraficantes que, desde hace algunos años, se disputan el territorio de operaciones en San Carlos, vértice de un supuesto triángulo formado también por Minas (Lavalleja) y algún punto de Brasil. Sostienen que por eso el Buñuelo, en el barrio Rodríguez Barrios, y la banda de Ricardo Daniel Kane Pérez, en el Asturias, han pasado en mortales ataques cruzados. Y que, como nadie se atreve a denunciar ni a atestiguar, no hay manera de aclarar los crímenes ni impedir las balaceras que desvelan a los habitantes de esos barrios y jaquean a las autoridades, gobierne el partido que gobierne (véase «Detrás del miedo», Brecha, 4-V-18).
Para Caty, todo lo que está pasando es producto de una eterna disputa gestada no por mercado ni territorios, sino por «la locura» del Kane y su organización, que –sostiene con firmeza– operan en el narcotráfico, apoyados por policías corruptos. «El que les paga a los policías y contrata sicarios es el Mono, hermano del Kane. Los que matan son ellos. Hace unos meses, el Mono cayó con armas y chalecos de la Policía en el auto. Eran armas de verdad, y después las cambiaron y dijeron que eran de juguete; le dieron prisión en la casa», remarca la mujer, llena de bronca. El Mono es Pablo Olive Rodríguez, detenido en abril de este año y sindicado por sus captores como «dueño del 80 por ciento de las bocas de San Carlos», aunque él se define como empresario de Punta del Este (El País, 25-IV-21).
Caty hace una mueca, parecida a una sonrisa amarga: «El que tiene platales es el Mono. Mi hijo vendía para sobrevivir. Es mentira que manejaba diez bocas o que tenía contactos con narcos de Brasil o de Montevideo; la Policía y los Kane le inventaron esa fama. Si fuera un líder narco, ¿hubiéramos juntado plata entre todos para su velorio de 40 mil pesos? Todavía estoy pagando un préstamo que saqué en el BPS [Banco de Previsión Social] para ponerles tres plaquitas a mis hijos en el cementerio. Y ahora otra para Néstor», grafica, mientras se le deslizan algunas lágrimas por la cara curtida. Después abre un monedero para extraer un papel con un número telefónico, porque no usa celular, y deja ver sus documentos, cédulas de algunos hijos muertos, un billete de 50 pesos y otro de 20. «Mira… si fuera la madre de un líder narco», comenta con ironía y enjuga otras lágrimas.
«La Policía está arreglada con los Kane, como estaba arreglada con Robert Pérez», insiste Caty. Robert Pérez, quien supo ser uno de los narcotraficantes más fuertes de San Carlos, murió asesinado en su casa el 28 de diciembre de 2020, a manos de un hombre con el que, según concluyó la Justicia, tenía diferencias por drogas. En 2008, un año después de haber quedado parapléjico tras haber sido baleado por otro delincuente, Pérez fue preso junto con algunos colaboradores y con cuatro policías corruptos –entre estos, el entonces comisario de San Carlos, Miguel Graña–, a quienes, según la investigación, el narco pagaba coimas para que le «liberaran la zona» de operaciones.
«Mi hijo nunca se arregló con la Policía. Al contrario, los de Homicidios fueron a verlo a la cárcel, supongo que para ver si les contaba algo. Pero nunca quiso decir nada de la guerra que tenían con él los Kane, más que iba a vengar la muerte de los hermanos cuando saliera», asegura la madre, aunque minutos antes había soltado que el Buñuelo «informaba» que «sabía cosas» y que «varios policías lo querían muerto». Un dato es relevante en este punto: al formalizar por delitos de corrupción al coordinador de la Jefatura de Maldonado, Fernando Pereira, quien había sido comisario en San Carlos durante los años previos, el fiscal Jorge Vaz deslizó que este funcionario tenía vínculos con narcotraficantes. «Una denuncia anónima en asuntos internos dio comienzo a toda la investigación y en el correr de 2021 una persona detenida pidió para brindar detalles sobre el narcotráfico en San Carlos, donde involucraba a los hoy imputados», dijo Vaz en junio pasado. El coordinador y otro funcionario cómplice –cuyo caso trascendió por las escuchas telefónicas que expusieron los favores personales que el exministro de Turismo Germán Cardoso le solicitaba a Pereira– todavía esperan el inicio de su juicio. No trascendió más sobre la investigación, pero es llamativo que el Buñuelo, con múltiples antecedentes, incluido el narcotráfico, haya salido de la cárcel a los 14 meses de reclusión, mientras Sergio, su hermano menor, quien cayó con él y solo tenía antecedentes por hurto, sigue cumpliendo su pena en Las Rosas. «Pereira avisaba a las bocas cuando iba a haber allanamiento y no sé si no está metido en esto. Pero voy a seguir apuntando a la Policía. Si los hombres que ejecutaron al Buñuelo no eran policías, ¿quién pudo pagar asesinos tan especializados y diferentes a los anteriores? ¿Quién les entregó la casa donde estaba mi hijo? ¿De dónde sacaron los uniformes de policías y un auto como el de Investigaciones? ¿Por qué si desde que lo soltaron pasaba una moto o una patrulla policial a cada rato, esa noche no pasó ninguna? ¿Por qué tardaron como una hora en llegar después de que los llamamos?», se pregunta la mujer, para quien es obvio que el asesinato se dio en zona liberada. Llamativamente o no, en el departamento de las más de mil cámaras de videovigilancia, que costaron más de 20 millones de dólares a los contribuyentes, las más cercanas a la casa del Buñuelo están a dos cuadras, en la zona de la plaza (véase «El relato del éxito», Brecha, 19-III-21). Las otras pertenecen a algunos vecinos y, aunque algunos medios informaron que una permitió «identificar el auto», ayer fuentes del caso aseguraron a Brecha que no hay datos del propietario. Ni más «novedades».
Caty admite ser «la que piensa» para evitar que quienes van quedando en la familia «hagan cagadas» y cree que por eso será la próxima de la violenta saga. Dice que «los de Homicidios» le preguntan a ella, le piden que dé nombres, pero asegura que, por la seguridad de la descendencia que le queda, no les hará el trabajo. «Me preguntan que qué pienso yo, si ahora la cosa va a parar. Yo no pienso nada. Lo que quiero es que la Justicia y la Policía paren esto, que se mueva más, que escarben más. No tengo miedo de que me maten, porque ya me mataron en vida, que vengan y me lo den en la frente. Pero nos quieren matar a todos.»