Nos separa medio siglo del golpe de Estado. Los motivos profundos que llevaron al quiebre institucional hay que buscarlos en las intrincadas dinámicas de construcción, consolidación y crisis del Uruguay moderno, sin soslayar los factores geopolíticos internacionales. Del mismo modo, la irradiación sociocultural de los años de plomo no cesó con la restauración democrática. La dictadura militar no logró imponer su proyecto, pero alteró de forma radical los parámetros del terreno sobre el que intervino.
La aventura militar dejó en herencia tres aspectos fundamentales. En primer lugar, la represión de los conflictos, el confinamiento de los antagonismos y la aceptación de las desigualdades como hechos cuasi naturales. Según este legado, las contradicciones deben interpretarse como meras disfuncionalidades o patologías que exigen una voluntad siempre lista para la erradicación. Esa represión es tan honda que cualquier intento de crítica transformadora es interpretado como desestabilización.
En segundo lugar, la dictadura resignificó a los extraños, transformándolos en auténticos «ajenos», en los parias de la polis que deben ser vigilados y reprimidos por razones de interés nacional. Mientras el modelo económico ya iniciaba su marcha para la producción de sobrantes y excluidos, el modelo sociocultural daba los argumentos para su estigmatización y segregación.
Por último, el éxito decisivo: la impunidad como práctica de poder y el miedo como rasgo dominante de la convivencia sociopolítica. Las claves actuales de la inseguridad, los emergentes de violencias, el deterioro de la convivencia, las demandas de punitividad para los más débiles, la ausencia de respuestas institucionales, etcétera, deben ser situados en las líneas abiertas por la dictadura.
La dictadura dirigió sus objetivos contra la enseñanza, la ciudad y los espacios públicos. La maquinaria de vigilancia y persecución fue implacable, y no paró hasta que el terreno no fuera barrido. Décadas después, las mismas voces siguen diciendo: la enseñanza actual –la pública, claro– es un fracaso en parte por la hegemonía cultural que han logrado la izquierda y los sindicatos; la ciudad está plagada de enemigos urbanos porque nadie se atreve a hacer lo que hay que hacer; los espacios públicos para el solaz de la gente buena tienen que ser recuperados.
La ilusión represiva es una nota dominante en el Uruguay actual. Las técnicas de control, vigilancia y señalamiento territorial se expanden, pues siempre hay un «enemigo» de porte para combatir: antes fueron la subversión y sus aliados, gobernados por el marxismo internacional; hoy son los jóvenes pobres y marginados, dominados por las subculturas y el crimen organizado. Hay que mencionar las prácticas inerciales de los aparatos represivos: Policía militarizada, razias, detenciones injustificadas, maltrato a la ciudadanía, corrupción, derecho de admisión para espectáculos deportivos según antecedentes o presunciones de peligrosidad, etcétera. Del mismo modo, aquella nefasta sentencia de «algo habrán hecho» ha devenido en un criterio expandido. El argumento que se escucha hoy es semejante al de aquel entonces: si el castigo no hace mella, el mundo será de los jóvenes criminales; si las normas solo están diseñadas para beneficiar a los que las transgreden, tendremos que seguir aguantando las burlas de los que se ceban con la puerta giratoria.
Con el tiempo hemos priorizado la necesidad del control, la represión, la punición y el encierro. Una racionalidad política casi básica razona: en una sociedad más próxima al pleno empleo, en la que la gran mayoría con grandes dificultades solo piensa en salir adelante, nadie debería optar por el delito. Por lo tanto, la ilusión represiva –con sus distintos niveles– deviene en una necesidad.
La dictadura impuso el encarcelamiento masivo y la tortura. Hoy la cárcel se resignifica también como símbolo de una necesidad. Nuestros niveles de prisionización son de los más altos de América Latina. La neutralización y el maltrato corporal hacia los adolescentes y los jóvenes privados de libertad constituyen las prácticas exclusivas de un sistema que no cesa de prometer la reprogramación intelectual, educativa y moral.
¿Alguien ha advertido acaso que el grueso de las altas jerarquías policiales y penitenciarias de hoy se formó a fines de los setenta y principios de los ochenta? ¿Alguien está dispuesto a negar que esta matriz de socialización es inocua? ¿Cuántos reivindican el proyecto autoritario sin saberlo? ¿Cuántos lo ejecutan sin quererlo conscientemente? Es falsa la idea de que los problemas del pasado se acabarán cuando desaparezcan sus protagonistas.
A pesar de estas inercias, el Uruguay poco se parece a aquel de medio siglo atrás. Nuestra democracia está muy lejos de una crisis orgánica, y sería absurdo pensar que nuestros márgenes de libertad y acción son los mismos que durante aquellos años de atrocidades mutiladoras. Sin embargo, nuestra democracia no ha podido silenciar y revertir las lógicas autoritarias enquistadas en el Estado y en la sociedad, que han ido consumiendo las reservas integradoras. El crecimiento económico tampoco ha sido suficiente para la construcción de una nueva matriz de protección social.
La violencia del Estado, por su parte, nacida como necesidad para controlar esta nueva violencia social, constituye un momento plenamente político aunque se vista con los ropajes de la neutralidad técnica, del imperativo profesional o de la razón del último recurso. No es una excepción, sino una posibilidad permanente. Para un proyecto transformador no es lo mismo asumir una estrategia consciente al respecto que justificar cínicamente la lógica de los hechos como simples casos aislados.
Mientras se asuma que las violencias de hoy nada tienen que ver con relaciones políticas y bases sociales, mayor será el efecto de repolitización en clave conservadora. Por esta razón, la inseguridad continúa siendo una oportunidad privilegiada para sostener una discusión política fuerte sobre el sentido último de una vida en común libre de coacciones y violencias. El problema es que se corre un riesgo muy alto de que esa discusión sea colonizada por una hegemonía conservadora.
Toda violencia es hija de un pasado o, mejor todavía, es producto de un intrincado proceso cuyo origen no se puede determinar con precisión. La violencia de atrás continúa generando consecuencias, lo mismo que los intentos por abandonarla. Esto es más evidente y lacerante en el caso de la violencia institucional. El terrorismo de Estado sigue vivo, y su manera de ser trascendido por la poliarquía restaurada en 1985 –a través de la impunidad– ha sido un motivo cultural central para entender inquietantes comportamientos colectivos. Las concreciones tardías –y escasas– para obtener verdad y justicia han implicado ingentes esfuerzos por parte de las víctimas y sus familiares. Sin embargo, las estructuras del pasado no se han desmontado. Siguen allí, bajo la forma de poderes burocráticos, esquemas organizativos armados durante la dictadura (por ejemplo, en el caso de la Policía), abuso de autoridad, torturas y apremios físicos.
Tal vez una de las tareas más relevantes para un proyecto de profundización democrática sea la exhumación de prácticas institucionales, pues gracias a ese ejercicio sabemos que las cosas tienen su lógica y no obedecen a meros desvíos o casos aislados. Visto de cerca, todo sistema policial y penal es un gigantesco campo de irracionalidad. Pero un campo que cumple funciones políticas muy precisas en las cuales pasado y presente se anudan. El pasado no regresa, sino que subsiste encriptado en variadas prácticas institucionales. Un auténtico proyecto transformador tiene la obligación de desmontarlas una a una, pues solo así tendrá sentido la idea de cambio. El tiempo de la dictadura comenzará a quedar atrás cuando una refundación radical de lo público nos sostenga como individuos y como colectividad.