En ciertas circunstancias, se vuelve inevitable enfrentarse a la noción de vergüenza en el ámbito político. Justamente eso ocurre con la reciente firma del contrato para la construcción de la toma de agua y potabilización en Arazatí, en la costa del departamento de San José. Por cierto que la vergüenza es una noción de difícil manejo. Refiere a turbarse o sentir culpa, humillación e incluso deshonra por lo actuado o dicho, según la definición clásica del término. Es un sentimiento que, al final de cuentas, depende del propio marco moral sobre el bien común de cada individuo y de cada sociedad. Además, la hay de diversos tipos, algunas muy personales, otras más colectivas. A pesar de eso, a lo largo de estos años, en los que se ha debatido sobre la tozudez gubernamental en otorgar una inconcebible y costosa obra a un grupo empresarial, al menos en mi caso, continuamente ha asomado esa sensación de vergüenza.
No me refiero a la llamada vergüenza ajena, que surge de observar lo que otros individuos hacen o dicen, sino a una condición reveladora para reflexionar sobre la política del bien común. Al menos en mi caso, me hubiera dado tanta vergüenza defender el emprendimiento en Arazatí y ese sentimiento sería tan opresivo que determinaría no firmar nunca un contrato como el que acaba de acordar la presidencia de Luis Lacalle Pou.
Es que la vergüenza me embargaría si tuviera que defender un emprendimiento que dice que tomaría continuamente agua dulce del Río de la Plata cuando comprendo que eso es imposible, dadas las intrusiones salinas platenses que ocurren durante períodos de dos a tres meses. Vergonzoso sería disimular ese problema de salinidad y apelar a construir un gran reservorio de agua que, si bien es presentado como una solución, implicaría que productores rurales pierdan sus tierras y que seguramente se contamine el acuífero de toda esa región. Vergüenza sentiría al conocer los riesgos de las mareas verdes con sus cianobacterias en el Río de la Plata o de su reproducción en aquel reservorio de agua. Vergüenza, ya que aproximadamente el 40 por ciento del agua que se bombeará desde Arazatí se perderá en las roturas, los agujeros y otras fugas de la red de OSE.
Más vergüenza sentiría al asomarme a la necesidad de disimular o minimizar todas esas limitaciones y riesgos para así evitar una oleada de rechazos y reacciones en contra. Es que, si esos riesgos y limitaciones se hubieran explicado y dejado en claro desde un inicio, la presión ciudadana para no aprobar el proyecto sería enorme. Otra vez la vergüenza, porque como la obra no representa ninguna innovación tecnológica en la gestión responsable del agua, no podría presentarse con orgullo como ejemplo a nivel internacional. En ese escenario global, sea un foro ambiental o un congreso empresarial, ¿quién tomaría en serio un emprendimiento para manejar agua en el que, al mismo tiempo, se pierde casi la mitad?
Aún más vergonzoso sería aceptar esta obra, con un costo de unos 300 millones de dólares, más un acuerdo financiero que, con sus ajustes e intereses, impone pagar otros 900 millones de la moneda estadounidense durante un poco más de 17 años, con una tasa de interés exorbitante. El total será de más de 1.000 millones de dólares, de los que unos dos tercios quedarán en manos de empresas privadas. Vergüenza porque las enormes pérdidas de agua llevarían a que se señale que el Estado (y nosotros) tenga que pagar el equivalente a unos 400 millones de dólares en agua que se perderá desde las fugas de la red de OSE hacia las profundidades.
La porfiada vergüenza, porque al pagar esa altísima cifra y por tan largo tiempo se pone a la OSE en serio riesgo financiero. Me resultaría intolerable imponer un fuerte aumento del cobro mensual del agua, abandonar las reparaciones en la red metropolitana o asumir el colapso del ente. Vergüenza porque esa misma OSE que defiende el proyecto al mismo tiempo sigue siendo incapaz de presentar un plan de contingencia ante una posible nueva sequía.
Vergüenza porque, a pesar de todas las oposiciones locales, de los rechazos de la comunidad científica y del sindicato de OSE, de una posible inconstitucionalidad y, más recientemente, del desacuerdo del próximo gobierno, se esperó hasta el último momento para firmar el contrato. Son muchas vergüenzas asociadas, solapadas unas sobre las otras, las que llevarían, al menos en mi caso, y creo que en el de muchos otros, a abandonar la pretensión de construir esas obras en Arazatí. Nunca se debería haber aceptado ese emprendimiento.
Pero del otro lado están los que defienden esas obras, convencidos, cada uno a su modo, de su necesidad e, incluso, de sus bondades. Allí no hay vergüenza, y es por eso que se festejó la firma del contrato. En esto se expresan diferentes sensibilidades y moralidades, y, sin entrar a discutir aquí si una es mejor y otra es peor, a los efectos de una mirada sobre la política es posible interrogarse por qué unos sienten vergüenza y otros no. ¿Qué implica la ausencia de vergüenza en la gestión estatal que debería salvaguardar el bien común? Lo que llama la atención en este contexto político es esa vergüenza que otros no sienten.
Recordemos que el sentido de la vergüenza revestía roles clave en las nociones clásicas de la política. Para Platón, contribuía a la convivencia, la sabiduría y la valentía, tal como nos recuerda Frédéric Gros, quien da unos pasos más al afirmar que, en los tiempos actuales, la vergüenza es necesaria e incluso revolucionaria.1 Sin olvidar que existen varios usos de esta noción, al enfocarnos en la política contemporánea se observa que los actores más conservadores se han despojado del sentido de lo vergonzoso –basta observar a Donald Trump, como ejemplo extremo–. Las opciones volcadas a la extrema derecha perdieron los sentidos del bien común y el compromiso con honrar esos mandatos, y por ello no hay vergüenza social ni política en sus acciones, porque prevalecen la impunidad y el beneficio propio.
El drama nos acecha cuando un gobierno carece de esa vergüenza política. En cambio, sentirla, como propia o por lo que otros hacen, sirve a la construcción democrática de un bien que sea común y que no esté atado a las ventajas de unos pocos. Permite debatir sobre decisiones aceptables e inaceptables, y todavía más, porque contribuye a la rebeldía de ambicionar un mundo mejor. Una mejor política necesita asumir la vergüenza.
- Frédéric Gros, La vergüenza es revolucionaria, Taurus, 2023. ↩︎