La violencia del relato - Semanario Brecha
Medios y guerra II

La violencia del relato

Ante la guerra en Ucrania, los grandes medios occidentales se han apresurado a repetir con escasa o nula distancia crítica la línea que les llega de las agencias de seguridad estadounidenses. Un nuevo informe del New York Times ejemplifica esta tendencia.

Fuga del gasoducto Nord Stream en el área económica sueca del mar Báltico, setiembre de 2022. AFP, SWEDISH COAST GUARD

Tal vez haya sido una casualidad: de repente el New York Times encontró la semana pasada fuentes de inteligencia estadounidenses que le rejuraron que Washington nada había tenido que ver –nada, nada, nada– con la voladura de los gasoductos rusoalemanes Nord Stream en aguas del mar Báltico, en setiembre. Y que tampoco había habido participación en el ataque de «ningún ciudadano británico». Que en realidad el atentado había sido obra de «un grupo proucraniano». Que por supuesto nada, nada tuvo que ver tampoco el gobierno ucraniano. «No hay pruebas de que el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, o sus principales lugartenientes estuvieran implicados en la operación ni de que los autores actuaran bajo la dirección de ningún funcionario del gobierno ucraniano», quiso especificar el diario en su nota del 7 de marzo. Los terroristas eran «proucranianos», pero sin vínculo alguno con Kiev, aunque «no se sabe» si su nacionalidad era o no ucraniana. Tampoco habría que descartar que se tratara, en definitiva, de una operación de falsa bandera implementada, digamos, por rusos, pero de manera tal que los que quedaran escrachados fueran los soldados de Zelenski o los servicios de inteligencia occidentales. En resumen, poco se sabe.

La hipótesis de la organización proucraniana es «la más creíble», afirmó el New York Times, que presentó su «investigación» como «la primera pista significativa que se tiene» sobre los atentados de hace seis meses, a pesar de que «las autoridades estadounidenses» que consultó «se negaron a revelar la naturaleza de la información, cómo se obtuvo o cualquier detalle sobre la solidez de las pruebas que contiene», y reconocieron que carecen de «conclusiones firmes» y que tienen «mucho desconocimiento» sobre la identidad de los autores.

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Tal vez haya sido otra casualidad, pero este relato del New York Times –un diario que en el medio año transcurrido desde la voladura de los gasoductos prácticamente ni mencionó el tema, salvo para insistir en los primeros tiempos sobre la culpabilidad de los rusos, una tesis tan absurda que rápidamente debió abandonarla– apareció muy poquito después de otro del periodista Seymour Hersh (véanse «El patrón de la vereda» y «La aplanadora», Brecha, 24-II-23 y 3-III-23) en el que –a diferencia del Times– se aportaba infinidad de informaciones detalladas que apuntaban a la autoría otaniana (en particular estadounidense-noruega) de la voladura. De la existencia del trabajo de Hersh, publicado hace más de un mes, los lectores del New York Times no se habían siquiera enterado. Se enteraron ahora, con esta contra-«investigación» tendiente a desmentirlo y a ridiculizarlo.

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Tal vez haya sido una tercera casualidad, pero dos días después de la «revelación» del Times un par de medios alemanes (uno fue el muy serio Die Zeit) salieron a la palestra a reforzarla, basándose en «fuentes de varios países occidentales». Esas fuentes, tan vagas e innominadas como las del diario estadounidense, dijeron que los autores del atentado, que convirtió a los gasoductos en chatarra, eran en efecto integrantes de un grupo proucraniano (cinco hombres y una mujer) que habían alquilado un yate en la ciudad germana de Rostock, que en ese barquito habían trasladado los no se sabe cuántos quilos de explosivos y equipos necesarios para la operación y que, luego de colocar las bombas bajo las aguas hipervigiladas del Báltico, en ese mismo yate habían regresado al punto de partida y lo habían devuelto a sus propietarios. Con tan tremenda falta de profesionalidad –poco congruente con su eficacia en la colocación de las bombas–, que habían dejado por doquier rastros de sus pillerías, permitiendo a los sagaces Sherlock Holmes alemanes, daneses y suecos, que de forma tan denodada se han dedicado en estos meses a investigar los hechos, encontrar ahora esas pistas.

Que los medios en difundir esta versión fueran alemanes venía al pelo. Los germanos habían sido tan perjudicados como los rusos por la destrucción de una obra que los abastecía en gas a precios tres veces más baratos que el que deben pagar ahora a sus nuevos abastecedores, fundamentalmente estadounidenses. Muy mal parado había quedado el jefe del gobierno alemán, el socialdemócrata Olaf Scholz, cuando hace un año, muy poquito antes de la invasión rusa a Ucrania, el presidente estadounidense, Joe Biden, parado al lado suyo, había anunciado que si Moscú atacaba Kiev, los Nord Stream serían historia y que ellos, los estadounidenses, sabrían cómo hacer para que desaparecieran del mapa. Y peor parados aun habían quedado los alemanes con la investigación de Hersh, que en realidad no hacía sino confirmar la responsabilidad de Washington en la voladura de los gasoductos. Estados Unidos, un amigo, un aliado, un socio, ¿perjudicándonos? Que ahora se «descubriera» que no habían sido ellos ni ningún otro servicio de inteligencia aliado los autores del ataque, sino un grupo informal «proucraniano» arreglaba mucha cosa en Berlín.

Pero fue tan débil la «investigación» del New York Times y tan débiles los aportes de los medios alemanes, que ni siquiera quienes más criticaron a Hersh por no respetar «las reglas básicas del periodismo» (al basarse en una sola fuente, y anónima) se atrevieron a darle demasiada pelota a este nuevo intento de la fábrica de propaganda otaniana, que de eso se está tratando.

Al consultarle sobre la nota del New York Times y los complementos alemanes, Hersh opinó que se trata de una maniobra de distracción de los servicios de inteligencia occidentales. «Estados Unidos está tratando de desviar la atención de la historia que escribí, que incluía enormes detalles. Describí un proceso que comenzó antes de la navidad de 2021», es decir, con bastante anterioridad a lo que Moscú llama su «operación especial» en Ucrania y que involucraba al asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan, al propio presidente Biden, a altos funcionarios del Pentágono, a los servicios de inteligencia y un largo etcétera, dijo el veterano periodista, ganador del Pulitzer en los años setenta. Del otro lado, gigantescas vaguedades y mentiras a sabiendas.

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En un artículo publicado el 8 de marzo en la plataforma Substack y traducido al español dos días después por CTXT, el periodista canadiense Aaron Maté destaca que dos de los autores de la nota del New York Times, Julian E. Barnes y Adam Goldman, han firmado precedentemente «múltiples artículos que difunden falsedades demostrables basadas en fuentes procedentes de autoridades estadounidenses anónimas». Un ejemplo: en el verano boreal de 2020, «estaban entre los periodistas del Times que blanquearon la desinformación de la CIA de que Rusia estaba pagando recompensas por tropas estadounidenses muertas en Afganistán. Cuando el gobierno de Biden se vio obligado a reconocer que la acusación carecía de fundamento, el Times trató de suavizar sus afirmaciones iniciales en un intento por salvar las apariencias». Y hubo otras maquinaciones del mismo tipo.

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Stephen Kinzer trabajó por más de dos décadas para el New York Times. Fue su corresponsal en jefe en Nicaragua en los ochenta y estuvo al frente de las oficinas del diario en Alemania y Turquía en la década siguiente. Cubrió guerras y escribió libros sobre diversos conflictos en América Central, Oriente Medio y África. Hoy da clases de periodismo en una universidad y aborrece las prácticas de su antiguo diario y de la mayoría de los medios «serios» de su país y de Occidente.

«Muchos de los que escriben sobre este conflicto [el de Ucrania] parecen creer, como sus predecesores durante la Guerra Fría, que el gobierno de Estados Unidos es un equipo y que la prensa tiene su papel en asegurar la victoria de nuestro equipo. Esta opinión es la muerte para el periodismo. Nuestro trabajo es desafiar las narrativas oficiales, no amplificarlas sin sentido. Esa es la diferencia entre el periodismo y las relaciones públicas», apuntó en una nota aparecida en Globalter (versión española en Ctxt, 1-III-23). Y abundó: «El asfixiante consenso que une a nuestros partidos políticos y medios de comunicación impide un debate reflexivo. Uno de los peores resultados de la guerra de Ucrania ya está claro: ha provocado un nuevo cierre de la mente estadounidense».

Al referirse también, entre otros temas, al tratamiento de la información de la guerra en la prensa occidental, en este caso fundamentalmente la europea, el periodista e investigador español Rafael Poch tituló una nota que publicó en Ctxt el 1 de diciembre «Nos toman por idiotas». Y el también español Javier Couso, periodista y exeurodiputado de izquierda y hermano de José Couso, un reportero gráfico y camarógrafo asesinado en 2003 durante el bombardeo por Estados Unidos de un hotel en el que se habían refugiado periodistas en la invadida Bagdad, piensa que una de las víctimas de la guerra de Ucrania ha sido, precisamente, el periodismo de guerra. «Mi hermano contaba la guerra desde el lado iraquí y ahora no tenemos ni un solo periodista occidental reconocido, de los grandes medios de comunicación, que esté informando desde el otro lado, desde la parte rusa o desde la parte de las repúblicas populares» del Donbás. Las fuentes de información de los medios occidentales son solo las agencias de inteligencia del bando propio. No tienen otras. Y no las buscan, dijo Couso. «Es más, aceptan sin chistar que los gobiernos de sus países prohíban medios rusos, en violación de todos los principios de libertad de información que dicen defender.»

Couso, como Kinzer, compartiría la afirmación de los franceses Serge Halimi y Pierre Rimbert de que la guerra en Ucrania ha originado una simbiosis entre gobiernos y medios en Estados Unidos y Europa. «En 2003, durante la invasión a Irak, la práctica de un periodismo “incrustado” (embedded) con el Ejército estadounidense generó malestar en la profesión. Veinte años después, el periodismo “entrelazado” ha ganado la guerra en Ucrania», escribieron en Le Monde Diplomatique (véase «La aplanadora», Brecha, 3-III-23).

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El lingüista y pensador libertario estadounidense Noam Chomsky siente cierta nostalgia por aquellos tiempos en los que la prensa mainstream salía de tanto en tanto de su «autoprotectora burbuja occidental» y denunciaba atrocidades de «los nuestros» (entrevista en Truthout publicada en español por Ctxt, 11-III-23). Raramente dejaban esos medios (sobre todo los estadounidenses) de remarcar su pertenencia a un campo, pero por lo menos se sentían llamados a recordarles a los responsables políticos y militares los «valores» por los que decían estar peleando. Y en esa lógica denunciaban.

Algunas de las atrocidades cometidas en Irak por las tropas estadounidenses después de la invasión de 2003 fueron en efecto mostradas por el Washington Post, por el New York Times o por la BBC y The Guardian británicos. Todos ellos documentaron, por ejemplo, lo sucedido en Faluya a fines de 2004, una ciudad donde las masacres fueron particularmente atroces (pacientes ejecutados en hospitales, niños en escuelas) y donde las tropas estadounidenses utilizaron bombas de fósforo blanco, una variante del napalm. Nunca se tuvo una idea aproximada de los civiles iraquíes muertos en esa segunda guerra del Golfo (Iraq Body Count relevó 106.246, The Lancet habló de 655 mil), pero la masacre de Faluya quedó como un símbolo de las matanzas que siguieron a una invasión mencionada oficialmente –tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, sus principales actores– como una «intervención humanitaria». La arremetida belicista actual de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Ucrania, plantea Chomsky, pasa por una ofensiva de una rara violencia en el terreno de la comunicación, en la que medios y gobiernos se vuelven uno, como pocas veces se ha visto. Y por una arrogancia que se ve en todos los terrenos. Por ejemplo, en el hecho de que «la última adquisición de la Marina estadounidense [sea] un buque anfibio de asalto» bautizado USS Fallujah para conmemorar aquellos ataques de 2004 en Irak. «No deja de ser interesante ver la imagen que la OTAN está construyendo orgullosa de sí misma», dice el intelectual estadounidense.

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