La migración venezolana en Bogotá tiene una particularidad: muchos son pobres. Las clases medias y altas evacuaron el país en avión, mientras que a la gran mayoría podría decirse que solo les quedó la opción de amarrarse bien las zapatillas y salir a caminar. Según la Organización Internacional para las Migraciones, para enero de este año había 2,8 millones de venezolanos en Colombia, pero no se descarta que, sumando a los indocumentados, esa cifra pueda ascender a los 3,5 millones. Es como si todo Uruguay se fuera a vivir al país de al lado, que no es precisamente un oasis, sino un lugar en el que infinitos problemas acechan como animales depredadores.
«No volverán […] el fascismo en la tierra de Bolívar y Chávez no pasará», dice el presidente reelecto de Venezuela, con una excitación muy parecida a la que deben experimentar los boxeadores antes de salir al cuadrilátero. En la antípoda de la ciudad que aloja la disputa por el poder venezolano, su contendor, proclamado también presidente electo del país, le responde: «Nuestra lucha continúa y no descansaremos hasta que la voluntad del pueblo de Venezuela sea respetada». Es el abuelo el que habla, aquel hombre de voz sosegada y prolijamente vestido que da el ánimo necesario a su prole cuando él mismo sabe que eso es justamente lo que más le falta.
Adriana Briceño tiene 32 años y vive en Bogotá desde 2019. Nació en Maturín, al noreste venezolano, y caminó durante 39 días, uno a uno, los 1.735 quilómetros que la separaban de la capital colombiana. En el camino vio de todo, pero lo que más le impresionó, según cuenta, fue la pobreza de su país. Dice: «Soy pobre y no quiero el gobierno de la pobreza, quiero el de la riqueza, si es fascista o capitalista o neoliberal, no me importa, ya sabemos que el izquierdista y popular no sirve para nada».
Desde la medianoche del domingo 28 de julio, la oposición se ha venido quedando afónica de tanto decir que se han violado todas las normas constitucionales y democráticas, que lo sucedido se llama fraude y que quienes lo lideraron son los verdaderos enemigos de la patria. Por su parte, el oficialismo usa como biblia una carta magna que, de tanto ser sacada y guardada de sus levitas militares, empieza a deslustrarse. La política del contrasentido consiste en el forcejeo discursivo e ideológico entre los que gustan de una cosa y los que gustan de otra y, como no pueden ponerse de acuerdo, insuflan las tensiones hasta los paroxismos más hilarantes.
Adriana lleva una bandera de Venezuela atada a la cintura. En Bogotá llueve, pero eso no es impedimento para que aproximadamente 2 millares de sus connacionales se reúnan en un céntrico parque a soñar con la devolución de su país. Adriana, desde hace más de dos meses, reservó en su calendario laboral el día de las elecciones en Venezuela y, por las dudas, eligió el turno de la noche en el hotel en el que trabaja como aseadora porque confiaba plenamente en que, al día siguiente de los comicios, tendría una feliz resaca: «Todo estaba dado para volver a ver a mi familia, todo… Yo creo que si la voz pudiera votar, yo habría podido llenar unas diez urnas en contra del régimen, porque lo que grité no está escrito», comenta.
La madrugada bogotana puede rozar los 5 o 6 grados de temperatura y, con suerte, no queda cubierta por una, aunque delgada, muy misteriosa bruma. Adriana volvió a caminar y se sumergió en el frío y las sombras. Esta vez solo fueron 16 quilómetros hasta su casa, ubicada al suroccidente de la ciudad. Un taxi, a esa hora, le representaba el salario de dos días de trabajo. No denuncia tristezas ni rabias. El trayecto de casi cuatro horas estuvo gobernado por el miedo. Desde que llegó, asegura, jamás se había sentido tan sola. «Es un robo, es un maldito robo», se repite a sí misma como si se tratara de una culpa católica.
La pulsión de la dupla González-Machado es la combustión de esa tristeza generalizada, pero mutada en rabia. Primero fue el cansancio: ¿por qué tengo que andar cabizbajo en mi propio país? Y ahí surgió la indignación: ¡a la mierda todo! Esta fórmula, rasa y fútil, fue el caldo de cultivo que capitalizó la dupla hasta convertirla en un sortilegio tan potente como engañoso: somos el cambio, y lo somos porque somos lo opuesto, y somos lo opuesto porque no tenemos más alternativa.
Adriana sonreía y gritaba. Era su final del mundo y sabía que la iba a sufrir hasta los penales, pero nunca pensó en la derrota: «Es que era imposible, chamo, no había chance. Pero siempre está el descaro, la jugada baja, la mano negra. Lo que hace este gobierno para perpetuarse en el poder ya no es insólito, sino grosero. ¿Habrá alguien, ni siquiera en Venezuela, sino en el mundo entero que pueda negarlo? ¡Qué lágrimas ni qué nada! Si nos mandaron fue a callar y a dormir, amenazados y con hambre. ¿Tú entiendes quién hace cosas así? No la gente mala, sino la gente podrida. Nos decomisaron la alegría hace mucho y ahora la volvieron a sacar para limpiar con ella el piso. Se burlan de la desgracia que ellos mismos causaron».
«Oh, Dios, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Gracias. Es el triunfo de la paz, de la estabilidad y el ideal republicano. ¡Que viva Chávez! La patria sigue», dice Maduro en su primera alocución como presidente reelecto. La madre protectora de la oposición, María Corina Machado, le responde con los micrófonos de medio mundo estacionados a centímetros de su boca: «Todos saben lo que pasó. Incluso el régimen sabe lo que pasó y lo que pretende hacer. Pero lo más importante es que lo sabemos todos los venezolanos. No solamente los habíamos derrotado política, moral y espiritualmente, sino que también los derrotamos con los votos. Gracias, Dios».
Encomendarse a Dios no es una opción para Adriana. En su momento lo fue y todos los días sigue orando por lo que no puede controlar, pero para ella lo que sucede en su país es una cosa no solo controlable, sino a la que también hay que ponerle punto final: «Mira, no se puede ser más pobre que cuando una se refugia en Dios para justificar su pobreza, a la pobreza se la ataca, se la hiere, se la supera. Que Dios por aquí y que Dios por allá, pobre Dios, está más manoseado… Dios no salva países, lo que los salva es la lucha. Una dictadura se ataca, se hiere y se supera».
Es el desconcierto. La tragedia venezolana consiste en que todas las vías parecen estar atrancadas. La comunidad internacional agotó cada cerilla: sanciones económicas, cercos políticos, estrategias diplomáticas, negociaciones, amenazas, contextos que lo único que hicieron fue robustecer el hermetismo del gobierno y obligarlo a actuar hacia adentro con la contención propia del populismo. La duda es la democracia, y Nicolás Maduro, que es un experto en enfriamiento, ya empezó a empujarla al fondo del refrigerador, a ese lugar en el que están las cosas que cada tanto aparecen vencidas. La duda es la herramienta de acción de la oposición, y eso lleva al congelamiento, una experiencia que ya conocen muy bien.
«Esto que hicieron fue violento y no van a parar. Maduro sabía de lo que estaba hablando cuando dijo lo del baño de sangre y la guerra civil, solo que lo suavizó dejando abierta la posibilidad de perder. Es un buen majadero, la paja que ese tipo bota por la boca es una cosa de concurso, y por eso se pasan por alto muchas de las cosas que dice, pero él opera así: te va diciendo de a poco lo que va a pasar para que después no te sorprendas. La violencia que se viene no tiene nombre y el culpable no va a ser él, él siempre se ha vendido como una víctima de conspiraciones que solo están en su cabeza», dice Adriana.
Lo más estruendoso, en definitiva, es el inconmensurable aporte que estas elecciones presidenciales le dejan a la literatura política latinoamericana. Un entrevero digno del hilarante protagonista de El otoño del patriarca cuando manifiesta que «esta vida puñetera siempre camina para un solo lado» y, muchas páginas después, en esa misma eterna conversación consigo mismo, asegura que «vivir en la casa presidencial es como estar a toda hora con la luz prendida». Mosca, como dicen en Venezuela para referirse a un estado de alerta. Mosca están todos, porque, como reza la otra biblia sobre el poder, la de El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, «¡Qué patria ni qué india envuelta! ¿Las leyes? ¡Buenas son tortas! […] En esta vida, viejo, el todo es decidirse». Y Venezuela, por decreto divino, parece estar inhabilitada para hacerlo.