En los últimos años se ha reiterado que el nuevo boom latinoamericano está escrito por mujeres. En cierto modo es verdad, ya que surgen sin cesar autoras relevantes. Pero hace más de cinco décadas, en la era de García Márquez y sus ilustres cofrades, el fenómeno literario y editorial que los hizo brillar fue hijo de un tiempo patriarcal que jugó todas sus cartas a escritores varones –capitaneados, eso sí, por una mujer, la agente literaria Carmen Balcells– y relegó a la otra mitad de la mejor producción literaria. Invisibilizadas por la desidia o el desdén, la ausencia de las escritoras parecía algo normal.
Como una acción política que busca impugnar los siglos de exclusión, el proyecto Vindictas, de la Universidad Nacional Autónoma de México, publica una colección que debe su nombre al verbo latino vindico, del que provienen las voces vengar, castigar, entregar, proteger. En ese marco aparece la antología Vindictas. Cuentistas latinoamericanas, que recupera escrituras de autoras que lucharon por la habitación propia en sociedades en las que postergar a las mujeres era la norma. Si bien algunas publicaron novelas, poesía, memorias o ensayo, es probable que no solo fuesen discriminadas del restrictivo canon por ser mujeres, sino también por escribir cuentos.
Los editores de Vindictas –la escritora mexicana Socorro Venegas y Juan Casamayor, director de la editorial española Páginas de Espuma– señalan en el prólogo que a medida que avanzaban en sus decisiones editoriales eran conscientes de que lo que hacían no era en puridad una antología: «Se trata de una propuesta abierta, una puerta a través de la cual entra luz vindicta», expresan. El plan era rescatar a autoras que no constan en las antologías de cuento más importantes del siglo pasado, rara vez son incluidas en los programas de estudio, sus libros no se consiguen fuera de sus países y a muchas no las conocen ni los lectores especializados. Varias fallecieron sin ser reconocidas.
En la pesquisa de textos colaboraron escritoras e investigadoras de todo el continente, movilizadas por la voluntad de dar nombre a la desmemoria. María Fernanda Ampuero definió estas acciones como de «escritoras exhumando escritoras» y Venegas afinó: «Si muchas hoy podemos escribir y contar lo que queremos, lo que nos mueve, lo que nos duele, lo que nos interesa, es gracias a que otras escribieron antes». Nacidas entre las décadas de 1930 y 1950 –aunque seis lo hicieron antes–, las 20 elegidas componen una genealogía plural que hace posible partir de una tradición para apropiársela o impugnarla.
Es cierto que no todas fueron marginales, o no lo fueron durante toda su vida. Varias poseen una formación sólida y una reconocida trayectoria intelectual. Un caso paradigmático es el de Armonía Somers –elegida por Uruguay–, que adoptó el seudónimo para preservar su vocación de maestra, fue vilipendiada, devino de culto, hasta hace poco sus libros no se reeditaban y en los últimos años obtuvo un gran reconocimiento. Pero, claro, una antología es una historia de ausencias y son muchas las que faltan. También podría observarse que, si en las autoras incluidas existe la conciencia de escribir en castellano –con las variantes más deslumbrantes y enriquecedoras de las distintas etnias y regiones–, excluir a Brasil en una genealogía latinoamericana no parece sensato.
ESCRITURAS
La mujer se escribe, es su propio tema, se funde en las palabras con todo lo que es y aspira a construir su imagen más auténtica. En algunas de estas ficciones se otorga al sujeto femenino la posibilidad de estructurarse al dar cuenta de su cuerpo, su sexualidad y sus vínculos con los demás. Se abordan temas como la identidad femenina, los sueños, la desolación de mujeres que están hartas de sus vidas y de los códigos patriarcales. Varios cuentos reiteran situaciones de violencia física y sicológica, hay miedo y hay culpa, bodas impuestas, adulterios, divorcios, abortos, lesbianismo. Las mujeres sienten la necesidad imperiosa de liberarse porque saben que merecen más de lo que tienen. Muchas pelean por disponer de sus historias. «Tengo tal terror que he logrado olvidarme del miedo», escribe María Luisa Elío (España-México, 1926) en el discurso delirante de «Locura». «Siento que este vacío se está comiendo mi vida poco a poco», escribe en «Inmóvil sol secreto» María Luisa Puga (México, 1944) ante la imposibilidad de reavivar el fuego del deseo. «Ya no se preguntaba qué había hecho mal, solo quería que el castigo terminara», escribe Mirta Yáñez (Cuba, 1947) en la metáfora social de «Nadie llama de la selva». Favorecidas por la intensidad de sus escrituras, son autoras rebeldes e incómodas. Paradigmático es el caso de María Virginia Estenssoro (Bolivia, 1903), quien, tras el escándalo que causó en la sociedad boliviana la publicación de su primer libro –El occiso, tres relatos, uno recuperado en Invictas–, no volvió a publicar.
«Reunión» fue dedicado por Gilda Holst (Ecuador, 1952) a Beauvoir: el sexo de una mujer despide un olor tan intenso que la avergüenza y no percibe las posibilidades de su particularidad. Magda Zavala (Costa Rica, 1951) también recurre a la feminista francesa cuando, en «De la que amó a un toro marino», la esclava de una pasión malsana descubre que de nada le valieron «las múltiples páginas de la Beauvoir y cuanto sabía de la liberación femenina».
En «Ella y la noche», de Mimí Díaz Lozano (Honduras, 1928), una mujer es abandonada a su suerte en un parto difícil en el que el hombre opta por la vida del niño. En «Barlovento», de Marvel Moreno (Colombia, 1939), la desaparición del cadáver de una abuela lleva a su nieta a descubrir una extraña alianza ancestral que la ayuda a emanciparse. La protagonista de «Jacinta Piedra», de Mercedes Durand (El Salvador, 1933), es uno de esos personajes latinoamericanos que transita entre difuntos. «Muerte por alacrán», de Somers (1914), cruza revelaciones de perversión y deseo con la aprensión de una muerte anunciada. «Cómplices de extraños juegos», de María Luisa de Luján Campos (Argentina, 1936), alterna la extrañeza del terror con la denuncia social.
En «Una perfecta desconocida», de Mercedes Gordillo (Nicaragua, 1938), la pérdida de referentes vence a una mujer alienada. «Desaparecida», de Ivonne Recinos (Guatemala, 1953), narra otra experiencia de aniquilamiento. Algunos de estos cuentos bordean estrategias del género fantástico.
El tema de la prostitución es representado de forma misteriosa en la huída de la protagonista de «Sur», de Silda Cordoliani (Venezuela, 1953). En «Cuando las mujeres quieren a los hombres», Rosario Ferré (Puerto Rico, 1938) utiliza la primera persona del plural para que la esposa y la amante del muerto se expresen a través de una sola voz. En «Guayacán de marzo», de Bertalicia Peralta (Panamá, 1939), una mujer se convence de que su libertad y su felicidad dependen de sus propias manos y asesina al marido. En cambio, en «Soledad de la sangre», de Marta Brunet (Chile, 1897), cuando todo hace pensar que va a liberarse, no sabe cómo hacerlo. El libro está repleto de posibilidades narrativas, matices y estilos.
Una mujer rehúsa, por motivos misteriosos, el sexo que otra le ofrece en «Entre dos silencios», de Hilma Contreras (República Dominicana, 1913). «Las chicas de la yogurtería», de Pilar Dughi (Perú, 1956), instala el tema del sida y la discriminación. En el lenguaje mestizo de Susy Delgado (Paraguay, 1949), la dulzura del guaraní hace más atroz la situación de una mujer pobre y vieja, abusada toda su vida. Cada cuento revela las tensiones de mundos ocultos que se despliegan sin fin y resignifican la comprensión o el sinsentido del universo, de las mujeres y del lenguaje. Se casan las mujeres y el lenguaje.