Las promesas de Trump - Semanario Brecha

Las promesas de Trump

La campaña del oficialismo estadounidense.

Simpatizantes de Trump durante un acto del presidente en la Universidad de Drake en Iowa el 30 de enero / Foto: Afp, Saul Loeb

Una de las frases más repetidas por el presidente Donald Trump es “promesas hechas, promesas cumplidas”. Y en algunos casos, raro en él, dice la verdad. Ya en plena campaña por su reelección, el saldo de las cumplidas y las olvidadas es ambiguo.

 “No soy político” fue una de las afirmaciones centrales de Donald Trump cuando, en 2015, se lanzó a la búsqueda de la candidatura presidencial del Partido Republicano. El sentido de la frase es el mismo usado por advenedizos en los asuntos públicos en otros países: todos los políticos son corruptos y el que viene de afuera, en este caso del universo del lucro y los negocios, es el más apto; de hecho, el único que puede acomodar las cosas.

Pero si no lo era, Trump aprendió rápido a ser político, con un estilo de bravucón que cortejó exitosamente a un tercio de los estadounidenses, hartos de los políticos y los partidos tradicionales. Con un muy buen olfato oportunista, por ejemplo, dejó atrás las décadas en las que opinó que el aborto es una decisión que compete a las mujeres: ahora se opone a él tanto como los votantes evangelistas que ven en Trump al “elegido”.

En tres años de gestión, no parece haber aumentado el número de sus seguidores más fieles, pero tampoco hay señales de que los haya perdido. Esa solidez del respaldo de los votantes depende de cómo se vea su historial de promesas hechas y promesas no cumplidas.

LA MURALLA QUE NO HA SIDO. Trump prometió mano dura contra la inmigración y la construcción de una muralla a lo largo de los 3.200 quilómetros de la frontera de Estados Unidos con México, obra magnífica por la que México pagaría. Hasta diciembre pasado, según un informe oficial, se habían añadido unos 150 quilómetros de vallas de diferente tipo en la frontera. Y, sin haber obtenido un centavo de México para pagar la obra, Trump ha recurrido al uso, dizque por emergencia nacional, de recursos que el Congreso había aprobado para otros fines, en un apuro por completar al menos unos 700 quilómetros de muralla antes de las elecciones.

LOCK HER UP!” Con su talento peculiar para adjudicar motes a sus adversarios, Trump calificó a la candidata demócrata Hillary Clinton de tramposa (crook) y afirmó que cuando fuera presidente le ordenaría al Departamento de Justicia que investigara a la exsecretaria de Estado y ex primera dama. La investigación prometida conduciría a Clinton a la prisión, un resultado por el que clamaron las multitudes trumpianas: “¡A la cárcel con ella!”.

La amenaza fue insólita: Estados Unidos se precia de ser un país de leyes, donde es extranjera y repudiada la práctica de perseguir a los adversarios políticos usando el Departamento de Justicia como policía privada del presidente. Tres años después, Clinton no ha ido a prisión, pero Trump sí ha usado el Departamento de Justicia a su gusto y ha depreciado públicamente a los jueces federales cuyos veredictos le disgustan.

“NOS ESTÁN ROBANDO.” Una de las tácticas ganadoras de Trump en las elecciones de 2016 fue describir la situación de Estados Unidos en términos catastróficos, como si el país estuviera hundido en una terrible crisis económica y social, y hubiera sido robado impunemente por socios, aliados, vecinos y adversarios. Parte de esa táctica fue el sonsonete de que el país tenía un déficit comercial siempre creciente debido a la inepcia de sus predecesores, timados por otras naciones, y el jolgorio internacional a costa de la ingenuidad y la pusilanimidad estadounidenses. El argumento es simplista, pero jugó bien con el segmento de votantes que apoyó a Trump. La premisa, errónea, es que un déficit comercial es cosa mala y que, si existe, beneficia a los otros. Trump prometió que recortaría el déficit comercial.

La balanza de comercio exterior tiene dos componentes mayores: bienes y servicios. Estados Unidos ha tenido, por décadas, un déficit en el comercio de bienes (compra más que lo que vende) y un superávit en servicios (finanzas, tecnología). Tomados en conjunto, el déficit comercial sólo ha bajado drásticamente en los períodos de recesión, y ha aumentado cuando la situación económica ha mejorado y los estadounidenses le han comprado más al resto del mundo.

En 2016, el último año de la presidencia de Barack Obama, el déficit fue de 503.000 millones de dólares, un desequilibrio que subió a 550.000 millones de dólares en 2017, volvió a subir a 628.000 millones de dólares en 2018 y bajó a 617.000 millones de dólares el año pasado. De modo que esta promesa de Trump es ahora una paradoja: la verdad es que el déficit comercial ha crecido durante su presidencia –lo que no sería para jactarse ante sus votantes–, pero eso es un indicio de una mejora en la economía de Estados Unidos, lo cual exigiría que Trump admitiera que su premisa fue equivocada, y eso no ocurrirá.

“EN OCHO AÑOS, CHAU A LA DEUDA.” Durante la campaña de 2016, Trump prometió que eliminaría la deuda pública en ocho años. Cuando llegó a la Casa Blanca, en enero del año siguiente, la deuda pública de Estados Unidos estaba en los 19,9 billones (19,9 millones de millones) de dólares. En setiembre de 2017, la deuda había subido a más de 20 billones; en febrero de 2018, a 22 billones de dólares.

El proyecto de presupuesto de Trump para el período fiscal 2021 (que comienza en octubre) elevará la deuda pública a 29 billones de dólares. Es comprensible que Trump haya dejado de mencionar el asunto en los actos políticos en los que las multitudes siguen coreando: “Lock her up!”.

“LA MEJOR ECONOMÍA EN LA HISTORIA DEL PAÍS.” La reducción prometida de la deuda pública sería resultado de un crecimiento económico del 6 por ciento anual, que, a su vez, aumentaría la recaudación de impuestos. Una vez que llegó a la Casa Blanca, Trump moderó un poco la promesa y aseguró que el crecimiento económico sería de entre un 3,5 por ciento y un 4 por ciento anual.

También en esta área, Trump usó, y con mucho provecho, la táctica de “esto es un desastre total, y sólo yo puedo arreglarlo”. Y, también, la premisa es cuestionable. La economía de Estados Unidos tuvo, a fines de 2008 y comienzos de 2009, su peor recesión en siete décadas. Esa fue la realidad que recibió a Obama en la Casa Blanca en enero de 2009. En julio de ese año comenzó la recuperación, lenta y dolorosa, pero que se mantuvo de forma constante los siguientes siete años. En al menos cuatro trimestres de ese período el producto bruto interno creció más de 4 por ciento, un incremento que no ha ocurrido en ninguno de los trimestres de la presidencia de Trump.

De modo que el presidente republicano heredó una economía recuperada, y ese crecimiento lento y sostenido ha continuado por otros tres años a un ritmo de menos del 3 por ciento. En cuanto a la promesa, la situación real no era tan desastrosa como la pintó Trump y la creyeron sus votantes en 2016, y la economía está bien, pero no en su mejor momento en la historia del universo.

“EMPLEOS, EMPLEOS, PLENO EMPLEO.” El respaldo electoral sustancial que Trump obtuvo en 2016 fue más notable en lo que en Estados Unidos tradicionalmente se considera la clase trabajadora: los millones de hombres y mujeres que antes tenían empleos en las fábricas, las plantas petroquímicas, las minas, la construcción.

Con tres décadas de globalización, el sector manufacturero estadounidense ha perdido millones de puestos de trabajo. Trump prometió que, con su “política comercial firme” e incentivos fiscales, lograría el retorno a Estados Unidos de millones de empleos y que la nación que antaño fue una superpotencia industrial volvería a pisar fuerte en la cancha internacional.

A decir verdad, el índice de desempleo ha estado, por varios meses, haciendo pininos entre el 3,5 por ciento y el 3,6 por ciento, los niveles más bajos en medio siglo. Pero todo tiene su matiz. El desempleo estaba en el 10 por ciento en octubre de 2009 y disminuyó casi mes a mes para llegar al 5 por ciento al final de la presidencia de Obama. Si se lo mira en relación con lo que ocurría en 2009, el 3,6 actual es un logro enorme. Pero, comparado con la situación al comienzo del gobierno de Trump, luce medio pobretón.

En algunos sectores, como las minas de carbón que Trump prometió que volverían a ser buenas fuentes de empleo, la actividad se ha reanimado. Pero ahora las empresas usan robots, y lo mismo ocurre en las pocas plantas fabriles que han reabierto. Empleo para pocos trabajadores con mucha calificación.

El problema para Trump está en cuál es la situación real de los trabajadores, más allá de que estén trabajando o no. La recesión le dio la barrida final, e histórica, al concepto de “empleo”, en el sentido de una relación laboral estable entre el empleado y el empleador, caracterizada por horarios fijos, períodos de descanso, seguro médico, licencia paga, ahorro para la jubilación. En resumen, un sistema en el que el trabajador y la trabajadora tienen cierta estabilidad, con remuneraciones periódicas y regulares.

De la recesión ha emergido, robusta y avasalladora, la economía de la changa. La gente no logra un empleo fijo, sino que toma cualquier empleo temporario que aparezca, sin horarios fijos, sin compensación por horas extras, sin licencia paga o contribuciones al seguro social. El que en la mañana sirve café en un Starbucks en la tarde maneja un Uber y de nochecita pasea perros. La que en la mañana da unas clases privadas de yoga en la tarde cubre medio turno en una tienda y en la nochecita sirve mesas en un restaurante.

Es el panorama laboral que encuentran millones de jóvenes que entran al mercado cada año, muchos de ellos con una deuda enorme por los estudios universitarios, a la búsqueda de vivienda asequible en un contexto en el que hay un déficit de millones de unidades habitacionales. Pleno empleo, sí. Pero, por mucho que Trump lo pinte lindo, hay mucha gente cansada, decepcionada y pobre.

“UN PLAN DE SALUD BELLO, GRANDIOSO.” El logro mayor en política interna de la presidencia de Barack Obama fue la promulgación, en 2009, de una reforma del sistema de asistencia para la salud, conocida popularmente como Obamacare. Y uno de los pruritos más apremiantes de Trump ha sido deshacer lo hecho por Obama.

Así, durante la campaña de 2016, Trump prometió que la prioridad de su gobierno sería repudiar el Obamacare y reemplazarlo por lo que describía, en términos casi poéticos, un sistema bello, grandioso, que garantizaría la asistencia médica para todos en el país a un costo de Tristán Narvaja. “Repeal and replace!” (¡derogar y reemplazar!), coreaban las multitudes con tanta fruición como “Lock her up!” y “Mexico will pay for the wall!” (¡México pagará por el muro!).

Primer problema: todavía vivimos en una república y existe algo llamado Congreso. El Congreso había aprobado el Obamacare, así que para repudiarlo y aprobar la quimera había que negociar con el Congreso. Aun cuando los republicanos tuvieron la mayoría en ambas cámaras del Congreso durante los dos primeros años de la presidencia de Trump, este no pudo repudiar el Obamacare. En buena medida, ese fracaso se debió al hecho de que Trump nunca presentó su alternativa. Con el paso de los años desde 2009, millones de personas que antes no tenían un seguro médico lo obtuvieron, y, si bien estos seguros no son del todo satisfactorios, ahora es casi imposible arrebatárselos. Otra paradoja: esta carencia del sistema de salud de Estados Unidos aflige en buena medida a los mismos votantes de clase media baja y trabajadores que se cuentan entre los seguidores más fieles de Trump.

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