El conservadurismo suele asociarse con la aversión al cambio y la consecuente defensa del estado de cosas establecido. Está bien. Los conservadores creen, con toda razón, que desconocemos el grado exacto en que las formas tradicionales de la vida en común influyen sobre el conjunto de la vida social. No sabemos lo que ocurriría si, por ejemplo, abandonásemos ciertos rituales, como enterrar a los muertos, o ciertos tabúes, como el incesto. Temen que el abandono de alguna de esas instituciones históricamente asentadas, o incluso su mera reforma, traiga consigo consecuencias negativas no previstas. De cada una de las potenciales transformaciones de la vida social, el conservador espera lo peor. Y, por lo tanto, se resiste a ellas. Todos somos algo conservadores en este sentido, algunos más y otros menos. No está mal. Un cierto grado de conservadurismo probablemente sea inseparable de la prudencia.
Desde ese punto de vista, una utopía conservadora es un absurdo. Una utopía es un ideal extraordinario, atrayente y presuntamente beneficioso cuya implementación no solamente es imposible, sino –desde una perspectiva conservadora– indeseable y peligrosa. Porque al cambiar el estado de cosas establecido no es seguro, ni mucho menos, que se esté operando una mejora, en vez de un empeoramiento. En todo caso, el estado actual solamente sería mejorable de manera fragmentaria y local, y de ninguna manera sustituible por una alternativa global que lo superara en todos o casi todos los aspectos. El estado actual de cosas no necesariamente es el mejor imaginable, pero no todo lo que imaginamos es posible. Podemos imaginar una máquina que produce la energía de la que ella misma se alimenta para seguir funcionando indefinidamente. Una máquina así es imaginable, seguramente deseable, y, sin embargo, imposible. Detrás de un proyecto utópico, como ocurre con la máquina del movimiento perpetuo, existe un ideal que el conservador juzga incierto y cuya búsqueda no solamente le parece inútil sino peligrosa, porque supone destruir lo poco seguro que tenemos en aras de lo que quizás sea una mera ilusión. No puede haber, en este sentido, una utopía conservadora; es una contradicción en los términos.
Lo anterior es esencialmente cierto, pero hay otra forma, ligeramente distinta, de concebir el conservadurismo. Conservadores son también aquellos que piensan que los cambios perniciosos ya han tenido lugar, que los efectos negativos ya se advierten por todas partes, y que la conservación del estado de cosas establecido simplemente no es deseable. La única alternativa es volver al estado previo o, incluso, a un estado más antiguo todavía. En general los conservadores suelen ser de esta última clase: no meramente aspiran a conservar el estado de cosas presente, sino que aspiran a volver a uno anterior, quizás no ideal, pero ciertamente mejor, un pasado virtuoso que contrasta con este presente envilecido.
El conservadurismo, entendido de esta última manera, no es la simple aversión al cambio, sino la idea de que las mejores respuestas conocidas para nuestros problemas ya han sido ensayadas, aunque, por una causa u otra, hayan sido olvidadas, hayan perdido su anterior prestigio o se hayan corrompido. El conservador, así entendido, añora un mundo perdido. El sentimiento de pérdida es esencial en esta forma de conservadurismo.
Los cuatro autores que van a ser considerados en este texto, José Enrique Rodó (1871-1917), Pedro Figari (1861-1938), Carlos Real de Azúa (1916-1977) y Alberto Methol Ferré (1929-2009), son conservadores de ese tipo. No se sienten como en casa en el mundo en el que les ha tocado vivir; añoran un tiempo anterior, en que las cosas presuntamente iban mejor. Añoran un pasado que ha quedado atrás. No piensan que sea posible poner simplemente el tiempo en reversa, pero creen, sí, que es posible recuperar algo de lo perdido. Típicamente las cosas que un conservador piensa que se han perdido son: un sentido del orden, un sentido de la autoridad, un sentido del deber, un sentido de la buena vida, un sentido trascendente de la existencia, un sentido de lo sagrado, un sentido comunitario de la vida, un tipo de relación con la naturaleza que no reduce los entes naturales a meros recursos disponibles, etcétera. No todos los conservadores extrañan o añoran la pérdida de las mismas cosas, pero en todos ellos existe algún tipo de añoranza de un pasado mejor, de un mundo que ya no existe.
Los cuatro autores que van a ser considerados participan de alguna añoranza de ese estilo, aunque no necesariamente todos ellos coinciden exactamente en lo que añoran. Todos ellos cifraron, además, la recuperación de aquello valioso que presuntamente se ha perdido, a modo de un horizonte utópico, en el Nuevo Mundo, y especialmente en Latinoamérica, que sería el ámbito geográfico de esa recuperación; en algunos casos, se trata del ámbito en que algunos de aquellos viejos valores nunca llegaron a perderse y, por lo tanto, no es necesario recuperarlos, sino más bien revitalizarlos, porque siguen allí.
1. El Ariel de José Enrique Rodó o el Evangelio propagándose otra vez en Tesalónica y Filipos
La fuente originaria de la utopía conservadora latinoamericanista muy probablemente sea el Ariel, de José Enrique Rodó. Ariel, de 1900, es un recordatorio a los latinoamericanos de que formamos parte de una tradición civilizatoria, la civilización occidental, “treinta siglos de evolución presididos por la dignidad del espíritu clásico y del espíritu cristiano”, un “vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia”, y que la propia continuación de esa cultura está confiada a nuestro honor.
La civilización occidental, sostiene Rodó, es el resultado de la infiltración de la caridad cristiana en los moldes de la elegancia griega. “Cuando la palabra del cristianismo naciente llegaba con San Pablo al seno de las colonias griegas de Macedonia, a Tesalónica y Filipos, y el Evangelio, aun puro, se difundía en el alma de aquellas sociedades finas y espirituales, en las que el sello de la cultura helénica mantenía una encantadora espontaneidad de distinción, pudo creerse que los dos ideales más altos de la historia iban a enlazarse para siempre. En el estilo epistolar de san Pablo queda la huella de aquel momento en que la caridad se heleniza.” Observa Rodó que ese “dulce consorcio” duró poco, sin embargo. “La armonía y la serenidad de la concepción pagana de la vida se apartaron cada vez más de la idea nueva que marchaba entonces a la conquista del mundo.”
A esa concepción de la vida humana que se funda en la amalgama de las virtudes griegas y las cristianas se opone, como norma de la conducta humana, la concepción utilitaria por la cual nuestra actividad se orienta enteramente a la inmediata finalidad del interés. La expresión históricamente más pura y más descarnada de esa concepción utilitarista se da en Estados Unidos.
Aunque suele decirse que Rodó transmite en Ariel una imagen negativa de Estados Unidos, lo cierto es que algunos de los pasajes más vibrantes de la obra están dedicados a exaltar el espíritu de ese pueblo. Cuando exalta las virtudes puramente espirituales, su discurso adquiere cierta rigidez y pesadez, cierto carácter plúmbeo; en cambio, cuando exalta las virtudes utilitaristas del pueblo estadounidense, es ligero, brillante y arrebatador. Nos habla con entusiasmo del “temple sobrehumano”, de “la indómita resistencia de la voluntad” estadounidense, que tiene “ante todo y sobre todo, la capacidad, el entusiasmo, la vocación dichosa de la acción”. “La voluntad es el cincel que ha esculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y la audacia. Su historia es, toda ella, el arrebato de una actividad viril.”
Sin embargo, advierte Rodó que, si se cuestiona, “con el derecho que da la historia de treinta siglos”, cuál es el principio orientador de esa civilización, “cuál el propósito ulterior a la inmediata preocupación de los intereses positivos que estremecen aquella masa formidable”, sólo se encontrará como respuesta, “como fórmula del ideal definitivo, la misma absoluta preocupación del triunfo material”. Moldeado sobre el temperamento del pueblo inglés, pero desprovisto de su nobleza y de sus valores espirituales, el espíritu del pueblo estadounidense es una exageración de todos los defectos del carácter inglés.
En el ambiente cultural propiciado por la democracia estadounidense, sostiene Rodó, la vulgaridad del utilitarismo inglés no encontró frenos que la contuvieran y se extendió y propagó “como sobre la llaneza de una pampa infinita”. El resultado fue “una suerte de materialismo pálido y mediocre”, y, en última instancia, “la silenciosa descomposición de todos los resortes de la vida moral”. La prosperidad de ese pueblo, insiste Rodó, es tan grande como su imposibilidad de satisfacer alguna concepción trascendente de la vida. “Huérfano de tradiciones muy hondas que le orienten, (…) no ha sabido sustituir la idealidad inspiradora del pasado con una alta y desinteresada concepción del porvenir.”
Estados Unidos, en particular, y los valores del utilitarismo, en general, son la principal amenaza que enfrentan los valores tradicionales de la civilización occidental. “Para concebir la manera como podría señalarse al perfeccionamiento moral de la humanidad un paso adelante, sería necesario soñar que el ideal cristiano se reconcilia de nuevo con la serena y luminosa alegría de la antigüedad; imaginarse que el Evangelio se propaga otra vez en Tesalónica y Filipos.”
El Evangelio propagándose otra vez en Tesalónica y Filipos, esto es, las virtudes griegas y las cristianas otra vez reunidas, otra vez amalgamadas, sirviendo como guía y orientación del espíritu humano: ese es el sentido de la utopía latinoamericanista de Rodó.
Estados Unidos aspira a la hegemonía de la civilización contemporánea. Los pueblos, sostiene Rodó, no deben renunciar en ningún caso a la originalidad de su carácter para convertirse en imitadores serviles. Pero es que, además –y a pesar de sus méritos, que tienen que ver con el tesón y el activismo, y de su grandeza, que es exclusivamente material–, la civilización estadounidense no es realmente un modelo atractivo: carece de grandeza, no persigue otro ideal que la satisfacción de los intereses materiales inmediatos.
América Latina debe seguir su rumbo, que ya está escrito: los latinoamericanos somos descendientes de griegos y de cristianos, ese es nuestro legado y ese, nuestro destino.
2. La utopía kiria de Pedro Figari
El pensamiento de Pedro Figari fue inmensamente menos influyente que el de Rodó. Su obra filosófica y ensayística apenas si fue leída; pero incluso aquellos que la leyeron tendieron a interpretarla erróneamente como si hubiera una continuidad fundamental en su pensamiento y no, como más bien parece ser el caso, una discontinuidad entre su humanismo liberal inicial y su conservadurismo antiliberal tardío.
En su obra filosófica más importante, Arte, estética, ideal, de 1912, Figari desarrolló un pensamiento fuertemente marcado por la idea de progreso tanto moral como intelectual y material de la especie humana y de la naturaleza en general. Aunque el propio autor la presente como “biológica”, su filosofía es más bien una forma de evolucionismo metafísico que se apoya parcialmente en algunos resultados de la ciencia de su tiempo. Podría entendérsela, sin mayor exageración, como una auténtica metafísica del progreso, una filosofía que –como señaló Juan Fló– parece una versión secularizada y naturalista de la metafísica hegeliana. La historia natural es concebida, desde este punto de vista, como un proceso de creciente “racionalización” de las formas de vida. El avance constante –la mejora continua de esas formas– puede ser estorbado, pero no definitivamente impedido, porque el proceso de rectificación de errores –la selección natural– es imparable. Todo obstáculo resulta así puramente transitorio. Es posible entorpecer el proceso, pero no detenerlo ni darle marcha atrás. El progreso es una tendencia constante en el largo plazo.
Pero este pensamiento fue cambiando a lo largo de los años. Hay, al menos, dos etapas en el desarrollo de sus ideas filosóficas: un Figari temprano, luminoso y profundamente optimista, cuya obra fundamental es Arte, estética, ideal, y un Figari tardío, más oscuro y pesimista, cuyas ideas se expresan en su libro de poemas filosóficos El arquitecto, de 1928, y en su novela utópica Historiakiria, de 1930. Figari se expresa como si hubiera una estricta continuidad en sus planteos, pero no la hay. El juicio nítido y profundamente optimista acerca del progreso de la especie humana que pronuncia en su primera gran obra filosófica se ve drásticamente modificado en sus trabajos posteriores. Este y otros cambios coinciden con un ensombrecimiento general del ánimo del autor. Puede conjeturarse que el cambio en sus ideas tiene su origen en la interacción de su pensamiento con el entorno específico europeo en que se movió durante los casi diez años que vivió en París, entre 1925 y 1934.
Como sea, Figari hizo suyo un diagnóstico desencantado de la civilización europea, un diagnóstico que no había expresado de ninguna manera durante los años de su residencia en el Río de la Plata. Hacia el final de sus días puede decirse que se había convertido en un conservador antiliberal.
La idea de la decadencia de Europa en un entorno de floreciente modernidad técnica era un tópico obsesivo de la retórica del conservadurismo antiliberal en la primera posguerra. La obscena carnicería que fue la Primera Guerra Mundial, sólo superada por la segunda, agudizó la idea de que Europa atravesaba una crisis terminal: agudizó la idea de que su fin, en la propia cúspide de su poder militar y de su desarrollo tecnológico, en la cúspide de su progreso material, era inminente. Durante su residencia en París, Figari parece haberse plegado a esa idea, de la que participaba entonces una buena parte de la intelectualidad del Viejo Mundo.
Figari tenía su propio diagnóstico, o, mejor dicho, parece haber forjado su propio diagnóstico, a partir, probablemente, del pesimismo ambiental con el que entró en contacto en Francia, por una parte, y de su vieja convicción naturalista metafísica, por otra. Asqueado del “hombre europeo”, volvió su mirada hacia el “hombre primitivo”, tosco pero “estricto, ejecutivo y eficiente”. Esos humanos primigenios se sabían plenamente integrados a un orden natural que además respetaban, por su grandeza y esplendor. En ese saberse plenamente integrados a la naturaleza había algo bueno y deseable, algo que se perdió en la moderna civilización europea: la guía “sana, fuerte y lapidaria” de la ley natural. El amable, educado y civilizado ciudadano europeo moderno, por contraste, es para Figari un “liberaloide abofellado y flojo”, que no solamente se encuentra materialmente alejado de la naturaleza, sino que también está alienado ideológicamente de ella.
Figari encuentra necesario desarrollar en forma urgente una nueva conciencia: una conciencia auténtica, no enajenada. Deposita su última esperanza en América. El Viejo Mundo está en bancarrota social, moral, intelectual, política y económica. Es el Nuevo Mundo el que está llamado a tomar el relevo civilizatorio.
La clave no está, como en Rodó, en el utilitarismo y el alejamiento de los altos valores espirituales, sino en el antropocentrismo y el alejamiento de la naturaleza. Filosóficamente, pues, el espiritualista Rodó y el materialista Figari no podrían estar más alejados. Y, sin embargo, ambos cifraron en el Nuevo Mundo las esperanzas del renacimiento de una civilización ya agotada en el Viejo. En ambos casos el futuro utópico encuentra su anclaje y fundamento en los valores del pasado, de un pasado cultural en que el espíritu había prevalecido sobre la materia, en el caso de Rodó, de un pasado material en que el ser humano había estado más próximo a la naturaleza, en el caso de Figari.
3. La revolución conservadora de Carlos Real de Azúa
El pensamiento de Figari fue escasa o nulamente influyente. Su obra filosófica y ensayística apenas si fue leída; no es ese el caso de Carlos Real de Azúa. Su obra ha sido extensamente estudiada y celebrada; sin embargo, parece que su pensamiento, igual que el de Figari, ha sido erróneamente interpretado por la mayoría de sus lectores.
No suele tenerse a Real de Azúa por un conservador. Es verdad que en su juventud fue falangista, cosa que muchos no recuerdan, pero eso es algo que, en todo caso, no permite pronunciar un veredicto general sobre sus inclinaciones ideológicas, ni mucho menos. El suyo fue un pensamiento caracterizado por una búsqueda incesante, a veces confusa, a veces errática, a veces incierta, casi siempre ideológicamente ambigua; un pensamiento motivado por una insatisfacción o una incomodidad básica: la de vivir en un mundo en el que no se sentía en casa. Real de Azúa era un hombre que no se sentía cómodo en el mundo moderno, alguien que añoraba un mundo perdido. Su adhesión juvenil al falangismo fue un momento de esa búsqueda incesante. La insatisfacción recién señalada, en cambio, fue una constante en su pensamiento.
En su texto “Mi posición”, de 1970, ese sentimiento de no sentirse en casa queda meridianamente de manifiesto: “Mi simpatía por un riguroso orden revolucionario y mi antipatía por la rebeldía revolucionaria, el resentimiento, la indisciplina social. (…) Mi simpatía por una sociedad armónica, disciplinada, trabajadora, modesta, sin privilegios ni abusos, con exclusión total de privilegio del dinero. (…) Mi inclinación revolucionaria, por instinto conservador, de que sólo la Revolución puede invocar legítimamente y movilizar las reservas humanas de trabajo, disciplina, fervor, sacrificio, austeridad. (…) Mi convicción de lo últimamente trágico de la vida y de que ningún régimen político lo soluciona. (…) Mi devoción a lo extramoderno: contemplación, trascendencia, comunicación con la naturaleza, soledad y mi convicción de que hay que salvarlos ‘a través’ de la revolución; mi asco a la ‘sociedad de masas’. (…) Mi convicción de que los ‘valores’ están condicionados por lo social pero no ‘causados’ por lo social y admiten distinta versión, distinta encarnación histórica”.
Real de Azúa coincidió con Figari en el tema de los valores arcaicos. Si Latinoamérica es un espacio geográfico apto para el despliegue de una utopía conservadora, es, fundamentalmente, porque en ella la penetración del capitalismo y sus valores burgueses no ha sido profunda, piensa el autor. Es todavía un reservorio de los buenos y viejos valores con los que la civilización capitalista y burguesa ha arrasado: austeridad, trabajo, entrega, exigencia, devoción, entusiasmo, disciplina, orden, autoridad, jerarquía. Examinando esa lista de valores, es bastante dudoso, por decir lo menos, que el capitalismo haya arrasado con ellos, cuando algunos están esencialmente asociados a su despliegue histórico, pero es la lista que Real de Azúa ofrece, en cualquier caso.
Hay que decir que los valores que admiraba no están muy lejos de los buenos y viejos valores de los kirios, aquella civilización arcaica que Figari imaginó en su Historia kiria, ni, en general, de los que suelen integrar este tipo de listas de buenos y viejos valores perdidos que los conservadores añoran.
Si se contempla el despliegue histórico de las formas democráticas existentes, sostiene el autor en su obra Tercera posición, nacionalismo revolucionario y Tercer Mundo, de 1963, “se ve su estricta correlación con un sustrato filosófico que se perfila con nitidez en el Iluminismo dieciochesco, pero se remonta a la descomposición del mundo tradicional desde fines de la Edad Media y al advenimiento de ese signo llamado ‘Modernidad’”. De la quiebra de los patrones culturales tradicionales, “que normaban la sociedad y ponían coto a las apetencias terrenales de los individuos”, y el consecuente advenimiento de la modernidad, a Real de Azúa le repugna, entre otras cosas, “ese individualismo que al tiempo que rompe con toda trascendencia alienta una fe ilimitada en las posibilidades y riquezas latentes dentro del hombre, capaces de ser reveladas en una sociedad que les imponga las menores cortapisas posibles”, así como también “el mecanicismo naturalista que convierte a la sociedad en el campo de un juego espontáneo de fuerzas de cuyo choque y conflicto ha de salir, inexorablemente, al modo de la gravitación cósmica, una armonía natural que conciliará, entre otras antítesis, un interés individual y un interés social eventualmente contrapuestos”.
Como no podía ser de otra manera, también le repugna “la laicización homogeneizadora de todos los haceres socioculturales” que rompió las jerarquías de los ámbitos religioso, moral, político y económico, así como “la creencia en la bondad y en la racionalidad del hombre, en sus capacidades innatas de bien, en que su inteligencia tiende a la verdad, que es posible que la alcance en las condiciones reales de toda sociedad y en que decida su conducta de acuerdo a ello”.
La revolución conservadora, un acontecimiento tanto político como metafísico, que, para Real de Azúa, estaba en la base del “tercerismo”, la “tercera posición” y el “nacionalismo revolucionario”, vendría a restaurar, según el peculiar criterio del autor, el sentido perdido de trascendencia y demás elementos de una cosmovisión presuntamente más rica y más valiosa que aquella que distingue a la actual sociedad de masas. Que no se asociara el “tercerismo” de Marcha con semejante extremo fue el motivo principal que animó la famosa polémica que Arturo Ardao sostuvo con Real de Azúa, otra pieza de nuestra historia intelectual que suele leerse rematadamente mal.
4. El pueblo nuevo en la ecúmene cristiana de Alberto Methol Ferré
Alberto Methol Ferré es conocido sobre todo por sus análisis de carácter geopolítico, pero aquí será considerado en su relación con el tema de este texto. Methol es un rodoniano. Su gran diferencia, quizás la única, con el maestro, es de naturaleza teológica: Rodó era culturalmente cristiano, pero no era un hombre de fe, mientras que Methol fue un católico fervoroso. En un trabajo con carácter de manifiesto, “Los católicos y la cultura occidental”, de 1955, cuando se encontraba en sus veintipico, escribió: “El advenimiento fundamental de la historia no es ninguna revolución secular –llámese francesa, fascista o comunista– sino la Encarnación de Cristo, centro y plenitud de los tiempos. Sólo en y por Cristo el hombre y el mundo son restaurados y toda ideología que pretenda otra cosa queda en los márgenes de la historia esencial, es decir, participa de ella indirectamente, en tanto que no puede escapar a los designios providenciales de Dios”.
Methol comparte con Rodó la idea de que las virtudes griegas y las cristianas son las dos bases esenciales de nuestra tradición. De esas bases, y por mediación de España y Portugal, surge América Latina. Los siglos XVI, XVII y XVIII, los tres siglos anteriores a la emancipación, son el período de formación de América Latina. Nuestra historia no comenzó en el siglo XIX, sostiene Methol, sino que nuestros pueblos y cultura estaban en formación ya mucho antes del nacimiento de nuestras repúblicas liberales. Y en la lucha contra España y Portugal, así como en los conflictos para separar a la Iglesia Católica del Estado, se llegó a una desvalorización histórica de ese ciclo inaugural decisivo en la formación de nuestros pueblos, estableciéndose una ruptura con nuestro pasado.
Sin embargo, observa Methol, Rodó no penetra a fondo en esos tres siglos de la primera formación de América Latina. Percibe su importancia, pero no ingresa en su análisis. Señala una dirección, pero no termina de recorrer el camino. Es que, de haberlo hecho, se habría topado con la Iglesia Católica, que, piensa Methol, es el gran silencio de Rodó. La especial conjugación de los valores griegos y cristianos, que tan importante era para el autor del Ariel, fue, en América Latina y quizás en todo el mundo, obra de la Iglesia. Ese es el reconocimiento que no está explícito en Rodó.
La Iglesia, por su propia esencia, es sobrenatural, mientras que las civilizaciones son naturales: existen en el tiempo y en el espacio. Es evidente, sostiene Methol, que no puede haber sino una diversidad de civilizaciones cristianas, “ninguna de las cuales expresa la vida en su plenitud, al serles inherentes el límite”. Se advierte, entonces, que las diferentes civilizaciones cristianas son aproximaciones relativas e imperfectas a la “ciudad de Dios”. “Históricamente considerados, ni el cristianismo primitivo, ni Bizancio, ni la Edad Media occidental, ni el siglo de oro español (Barroco) o el período clásico francés del siglo XVII, son todo el cristianismo realizado o realizable. Diríamos que las civilizaciones cristianas son la refracción más o menos desfigurada de la vida de la Iglesia. Pues sólo ella es la mediación adecuada entre el tiempo y la eternidad.” La Iglesia Católica es, así, el gran animador de la historia. El agnóstico Rodó no podía reconocerlo, precisamente por su falta de fe.
Piensa Methol que estamos autorizados a ir más allá de la letra del propio Rodó, a fin de entenderlo mejor. Así lo hace, por ejemplo, en su artículo “Desde Puebla. Los nuevos rumbos de Rodó”, de 1988. “Creemos que es tácito en Rodó el siguiente juicio: la Iglesia Católica, a pesar de sus contaminaciones, es más cercana a los dos ideales, reúne más íntimamente ‘cristianismo y helenismo’, que el protestantismo clásico y pesimista de Lutero y Calvino.”
¿Y cuál es el legado de Lutero y Calvino? “Desde la Reforma (las fuerzas rectoras de Occidente se han ido estructurando) en polémica contra la Iglesia, en la negación dialéctica progresiva de los valores espirituales y trascendentes del catolicismo, en una línea naturalista cada vez más acentuada hasta proclamar la muerte de Dios y reducir la religión a superstición o mera creencia subjetiva.” Es la rebelión del hombre moderno que ha proclamado su radical autonomía como sujeto, desprendiéndose de toda normatividad objetiva superior y haciendo “condición de toda salud la negación de la trascendencia”.
Methol señala que la vocación del hombre moderno “ha sido primordialmente el mundo, en una acción horizontal práctica, orientada al dominio de la naturaleza, pero exclusiva, cerrada sobre sí misma, sin verticalidad”. Y, en términos netamente rodonianos, agrega que la civilización burguesa “ha puesto su esperanza en la fecundidad del dinero, en la productividad de lo abstracto como tal, adquiriendo bienes por sí mismos; (ha) elevado los medios a categoría de fines, afectando indiferencia ante la verdad, que es la que verdaderamente nos hace libres, remplazándola cada vez más por el concepto de lo útil”.
El pueblo latinoamericano es un pueblo nuevo en la historia, un pueblo nuevo en la ecúmene cristiana. Por motivos que no quedan del todo claros en los textos de Methol, quizás por el carácter nuevo de este pueblo, quizás por su carácter periférico, sin dudas por su carácter de pueblo cristiano, y quizás por la importancia que todavía tiene la Iglesia Católica en sus estructuras sociales, culturales y, a veces, incluso, políticas, está llamado a cumplir la misión histórica de revivir la amalgama de caridad y belleza que está en la base misma de nuestra tradición.
5. Epílogo
Quizás sea necesario decir, a los efectos de alejar cualquier malentendido, que el latinoamericanismo no es posible solamente como utopía conservadora. Pero sin dudas es posible también como utopía conservadora. Este texto ha explorado muy someramente algunas de sus formas en cuatro autores importantes. Es necesario pensar los límites de las políticas de la identidad y del latinoamericanismo como utopía, en general, más allá de la filiación conservadora o no del marco en que se formule la idea.
Ello excede, sin embargo, y con mucho, los límites del presente escrito.