«Los votantes republicanos y los votantes demócratas tienen algo en común», dijo el comediante y comentarista social Bill Maher en su show nocturno televisado. «Todos tienen la esperanza de que su candidato se muera.»
Ese es el estado real en el precalentamiento de la campaña por la presidencia de Estados Unidos cuando faltan menos de 29 semanas para la elección.
Tradicionalmente, las campañas presidenciales no entran de pleno en la cancha hasta después de las convenciones nacionales de los dos partidos, en las cuales se hacen oficiales las candidaturas que, luego, se encaminan a los muy mentados debates.
La convención republicana sesionará del 15 al 18 de julio en Milwaukee y la demócrata, del 19 al 22 de agosto en Chicago.
Joe Biden, de 81 años, es el presunto casi seguro candidato demócrata porque su partido erró cuando evitó la renovación generacional en 2020 y por deliquio de los pocos osados que intentaron cuestionarla a comienzos de este año.
Donald Trump, de 77 años, es también el presunto casi seguro candidato republicano porque, apoyándose en la lealtad de un segmento reaccionario de la ciudadanía, ha copado el partido y empujó fuera de la competencia a los pocos contendientes en el período de primarias.
Una encuesta de Ipsos para la agencia Reuters encontró que 67 por ciento de los consultados está cansado de ver los mismos candidatos y preferiría a «alguien nuevo». Pero, caprichosa que es la opinión pública, solo 18 por ciento de los encuestados indicó que no votaría si Biden y Trump fuesen sus únicas opciones.
COMO GATO ENTRE LA LEÑA
Esta semana comenzó el juicio en una de las cuatro causas federales y estatales, que suman 91 cargos, y con ello Trump se convirtió en el primer expresidente estadounidense en casi un siglo y medio de la república que se sienta en el banquillo de los acusados para un juicio criminal.
Llega a tal distinción habiendo perdido recientemente un juicio civil por difamación contra una mujer que lo denunció por violación y otro juicio civil por fraude en sus negocios. Las apelaciones le costaron fianzas de más de 80 millones de dólares en el primer caso y de al menos 145 millones de dólares en el segundo.
El caso que, finalmente, sí ha llegado a juicio involucra cargos de falsificación de documentos para pagar a dos mujeres que dicen haber tenido relaciones sexuales con el adúltero. El delito no es el adulterio, sino la presunción de que efectuó tales pagos para que no saliera a luz la historia de las mujeres justo antes de las elecciones de 2016.
Las tribulaciones judiciales le cuestan a Trump millones de dólares en pagos a sus abogados. A fines de febrero la campaña por su reelección tenía unos 99 millones de dólares, en tanto que la de Biden había reunido más de 114 millones de dólares.
El uso en abogados de dinero que debía ir a su campaña proselitista ya ha causado quejas de algunos otros políticos republicanos que tienen sus propias campañas electorales y no reciben la ayuda que esperaban del Comité Nacional del partido.
Muy según su estilo, Trump respondió tales quejas demandando 5 por ciento de los fondos que recolecten esos políticos si en sus campañas usan su nombre para atraer votos.
A ello se suman la deserción silenciosa y las denuncias esporádicas de prominentes figuras republicanas que no supieron, o no pudieron, impedir la transformación de uno de los dos grandes partidos políticos de Estados Unidos en casi un culto a la personalidad del líder.
Puede entenderse por qué, en las imágenes de Trump durante las audiencias en el tribunal, se lo ve encorvado, enconado, demacrado y, por momentos, somnoliento y distraído. Con tanto viento en contra, lo que se puede entender menos es cómo y por qué sigue trotando cabeza a cabeza con Biden en las encuestas.
LA VÍCTIMA Y SU FURIA
La plataforma de encuestas FiveThirtyEight encuentra que actualmente Biden y Trump aparecen empatados en la preferencia de los ciudadanos, o con una ventaja para uno u otro de los pocos puntos porcentuales asignados al margen de error.
La opinión favorable de Trump la comparte 42 por ciento de los ciudadanos, en tanto más de 53 por ciento tiene una opinión desfavorable de él, datos casi constantes desde que llegó a la Casa Blanca, en 2017.
RealClearPolitics, otra plataforma que hace un promedio de encuestas, muestra ahora a Trump con 44,7 por ciento de la preferencia ciudadana y a Biden con 44,2 por ciento, otra vez dentro del margen de error más estrecho.
La permanencia de Trump en la contienda a pesar de factores negativos que hubiesen hundido a muchos otros candidatos puede explicarse, primero que nada, por la debilidad de su contrincante.
Biden no entusiasma a casi nadie y, a pesar de que la situación económica general del país es buena, los votantes lucen desinteresados en la gestión presidencial. Aun una buena porción de votantes demócratas, decepcionados por la permanencia de un candidato anciano o enojados por su política en Oriente Medio, muestra una inclinación a quedarse en casa el día de la elección.
El factor que mantiene en alto a Trump es, precisamente, el cúmulo de adversidades.
En su dazibao digital Social Truth, día tras día, Trump publica –en muchas ocasiones con el recurso de escribir todo en mayúscula, que indica griterío– lamentos por ser víctima de una caza de brujas, una persecución malévola, y eso resuena en millones de personas que se sienten perjudicadas o ignoradas por el gobierno o «los políticos».
Entre los clamores por su situación de víctima y los ruegos de donaciones, el caudillo del trumpismo larga andanadas de insultos y amenazas. Lo cual, una vez más, sintoniza con el segmento de población alienado de un sistema político bipartidista y anquilosado.
Mucho puede ocurrir hasta noviembre: un «acto de Dios» que satisfaga las esperanzas bipartidistas que señaló Maher (después de todo, tanto Trump como Biden son ancianos), una decisión judicial que inhabilite a Trump, algún acontecimiento mayor que altere todo el panorama.
Mientras tanto, todo lo que Trump necesita para seguir en la competencia es, exactamente, lo que ya hace. Su campaña es pura fanfarronería: si él hubiese estado en la Casa Blanca, Rusia no habría invadido Ucrania, Hamás no habría atacado a Israel y el país no estaría «invadido por hordas de migrantes que envenenan la sangre de la nación».
Trump no necesita explicar cómo hubiese manejado estas y otras situaciones conflictivas. Basta con que convenza a sus seguidores de que él, solo, puede arreglarlo todo.
La realidad y la dificultad de gobernar le caen a Biden, a quien le pesa el descontento que los votantes tienen, siempre, con el gobierno.