Abundan por estos días en medios de prensa de todo el mundo las referencias a un experimento político que tuvo lugar hace casi dos décadas en Grafton, una pequeñísima ciudad del estado de New Hampshire fronteriza con Canadá, en el noreste de Estados Unidos. Se lo llamó Free Town Project («Proyecto del Pueblo Libre»), se desarrolló entre 2004 y 2014, y la impulsaron unos cientos de militantes de esa tendencia que se hace llamar «libertaria» o «anarcocapitalista» y que ha ganado nueva fama urbi et orbi de la mano del argentino Javier Milei. Su objetivo era demostrar cuánto mejor se viviría en un sitio en el que «a la libertad no se le pusiera límite alguno», si por libertad se entiende el emprender sin trabas de ningún tipo –por ejemplo, sindicatos–, no pagar impuestos o los menos posibles, hacer lo que se quiera en la propiedad de cada uno, desregular el uso del espacio público y moverse por la vida y por las calles como a uno se le dé la gana, pudiendo incluso vender sus propios órganos a quien se los quiera comprar o llevar armas sin tener que pedir permiso para hacerlo.
Grafton, contó, entre otros lados, en BBC Mundo (29-VIII-23) Matthew Hongoltz-Hetling, un periodista que le dedicó un libro a la experiencia,fue elegida por su tamaño manejable (poco más de 1 millar de habitantes) y la posibilidad para unos pocos cientos de «libertarios» de incidir en la toma de decisiones. También en homenaje a su pasado. La ciudad «tenía una profunda historia de rebeldía contra la autoridad. A finales del siglo XVIII, sus habitantes habían votado por separarse de los entonces recién constituidos Estados Unidos». Por un solo motivo: para no pagar impuestos. La rebeldía de los graftonianos, su desobediencia a la autoridad, su espíritu «libertario» se resumía al terreno de lo fiscal. No tendrían tal vez el nivel de fortuna de un Gérard Depardieu, de un Alain Delon, de un Bernard Arnault, uno de los hombres más ricos del mundo, que se «exiliaron» en Suiza o en Bélgica para no ser «expoliados» por el Estado de su Francia natal, o de los ricos riquísimos argentinos que eligen el bendito Uruguay por las mismas razones, pero sí su mismo espíritu: «Un poco anarco», como dijo sin ironía uno de los integrantes de la familia Arnault («Nos mueve esa búsqueda, ¿viste?, de la libertad total»).
En Grafton vivía además un bombero municipal, John Babiarz, que se definía «libertario» y estaba harto de que el Estado, central o municipal, le comiera sus pocos recursos o impusiera ordenanzas absurdas, según le dijo a Hongoltz-Hetling. En redes sociales, Babiarz convocó a que se eligiera a su estado como tierra de experimentación «libertarista». La divisa de New Hampshire, «Live free or die» («Vive libre o muere»), debía ayudar en ese sentido. Y ayudó: New Hampshire fue escogido por los yanquis para «plasmar en un territorio» su utopía, y, entre decenas de ciudades del estado, pusieron su dedo sobre Grafton.
Hacia esa aldea montañosa enfilaron entonces unos 200 «libertarios» entre fines de 2003 y comienzos de 2004, con sus muchos petates algunos, que se instalaron en la planta urbana, y con sus pocos petates otros, que se fueron hacia los bosques aledaños, donde levantaron carpas o plantaron sus casas rodantes. La gran mayoría eran hombres, blancos, solteros. Entre los petates de todos, ricos o pobres, había armas de diverso calibre.
Doscientas personas era mucha gente para un pueblito que no llegaba a los 1.000, y al poco tiempo pesaron de manera decisiva en el concejo municipal, ayudados en su prédica por el bueno del bombero Babiarz. Los graftonianos se convencieron de que les convendría recortar el presupuesto de la ciudad: se ahorrarían mucho dinero que podrían destinar a lo que se les cantara. Y que para qué tener normas sobre recolección de residuos domiciliarios, por ejemplo, o de porte de armas, o de uso de los espacios públicos. O un cuerpo de bomberos profesional: el propio Babiarz votó por disolverlo y que la tarea de apagar los numerosos incendios que se producían cada año en un lugar rodeado de abundante vegetación y madera fuera asumida por voluntarios. Allí habría otro ahorro.
El presupuesto de Grafton no era para nada abultado en términos absolutos (alrededor de 1,3 millones de dólares), pero sí suficiente para mantener la ciudad «limpia, ordenada y tranquila», según dijo años después uno de sus habitantes. Los graftonianos decidieron, sin embargo, rebanarle un 30 por ciento en tres años. Dispusieron de bastante más dinero para ellos, sí, pero al poco tiempo las calles se llenaron de baches, la basura inundó la planta urbana, la biblioteca municipal redujo su funcionamiento a unas horitas por semana, hubo primero un homicidio, y luego otro, y luego otro (los primeros en muchas décadas en Grafton), y para combatir los incendios los voluntarios no abundaron.
Fue sobre todo el tema de la basura lo que en pocos años terminó liquidando «la utopía concretada» de los «libertarios»: los nuevos y los viejos graftonianos pasaron a «disponerla» donde se les cantara: en sus propiedades, en las del vecino, en las calles, en los bosques. Y cuando se les cantara. Y en la forma en que se les cantara. A algunos se les antojó que era simpático alimentar con desperdicios a los osos pardos, que tenían su hábitat natural en los alrededores desde mucho antes de que a la zona llegaran los primeros humanos. Y los osos se fueron acercando sin sigilo hacia las zonas habitadas, comiendo lo que les dejaban y lo que encontraban por allí, cada vez en mayor proporción. Omnívoros, acabaron atacando personas. No se sabe de casos de «libertarios» devorados por estos animales de más de 250 quilos de peso, pero sí de heridos. Grafton fue de hecho por un tiempo un paraíso para los osos (el libro de Hongoltz-Hetling se titula A libertarian walks into a bear, «Un libertario se cruza con un oso», o algo así). Y acabó convirtiéndose en un infierno para sus habitantes, peleados entre sí y con los animales.
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Al cabo de diez años, los amigos de Babiarz tomaron sus petates y acabaron huyendo de la aldea de New Hampshire, víctimas de su propia idea de la libertad. Prolongando el equívoco con las palabras, hubo quien concluyó que la experiencia «autogestionaria» y «libertaria» de Grafton había concluido en una «anarquía desoladora». Otros, liberales a lo Tocqueville, hablaron de lo malos que son todos los excesos y sacaron a relucir aquello de la libertad responsable: está muy bien pasar la motosierra por los andamios del Estado y liberar de trabas a los emprendedores, a los malla oro, dijeron, pero dentro de algún límite que mantenga las cosas en su cauce.
Y hubo otros que subrayaron que nada tiene que ver el anarcocapitalismo con el anarquismo, o el capitalismo en general con el anarquismo en general, ni los «libertarios» de Grafton con aquellos que hace dos siglos luchan por una sociedad solidaria, impulsan huelgas, crean sindicatos y han estado detrás de experiencias autogestionarias de organización social a años luz de la de New Hampshire. En la Comuna de París o en las colectividades agrarias españolas, o ahora mismo en Rojava, en el Kurdistán sirio, la idea de libertad que han buscado plasmar los anarquistas está en las antípodas del salvajismo individualista de los «libertaristas» graftonianos. Tan lejos como estaba de encarnar cualquier ideal ácrata que pudieran haberle querido transmitir sus padres a aquel famoso científico argentino, Sol Libertario Rabasa, que en sus nombres de pila llevaba el sello anarco y acabó ocupando cargos en la dictadura de Videla.
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De la mezcla de capitalismo radical –de neoliberalismo extremo–, abnegado machismo, lenguaje plebeyo, reivindicación de una rebeldía antisistema que le calza como un guante al sistema, apología de la mano dura para hoy y reivindicación de la mano dura de ayer, más una dosis propia de delirio payasístico está hecho el mileísmo, como están hechos el bolsonarismo o el trumpismo. Milei ha logrado, o está en vías de lograr, ese maridaje de la pizza con el champán, del pibe precarizado de las aplicaciones de comidas rápidas con los CEO de las grandes empresas, que durante una década supo plasmar un Carlos Menem que, como el Peluca, jugaba al outsider, decía semanas atrás a Brecha un sociólogo uruguayo que vivió años en Argentina. De hecho, el líder de La Libertad Avanza (LLA) considera la década menemista como un período en el que Argentina rompió con «los ideales socialistas que lleva 100 años abrazando», según le dijo al periodista Tucker Carlson, uno de los voceros mediáticos de la alt-right (la derecha alternativa) estadounidense y expresentador estrella del canal Fox, que lo entrevistó este mes en Buenos Aires.
Como Bolsonaro, como Trump, Milei no viene del establishment político. Y con los grandes empresarios ha tenido una relación ambigua. «Uno suele asociar a la derecha con los grandes actores de poder, y Milei, si bien estuvo empujado por los medios y es el hijo político de Eduardo Eurnekián, la sexta persona más rica del país, no tiene a los actores del poder detrás», le dijo un par de semanas atrás al español de Canal Red Juan Luis González, autor de El loco, una biografía no autorizada del político. «De hecho –agregó el periodista– diría que los grandes actores del poder han intentado desestabilizar su candidatura en la época previa a las PASO», las primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias en las que, en agosto, el «libertario» fue elegido por casi el 30 por ciento de quienes votaron.
A capitalistas de primer plano del país que comulgan con la mayor parte de las ideas del alucinado dirigente, pero que dependen de los contratos públicos para seguir haciendo fortuna, les costó apoyar a alguien que hace de la destrucción del Estado –al menos de la boca para afuera– su principal caballito de batalla. Pero en la medida en que se va desinflando la candidatura de la derechista Patricia Bullrich, postulante a la presidencia por la coalición Juntos por el Cambio, esos pruritos van desapareciendo. El diario Página 12 dio cuenta este miércoles 20 de los respaldos que ha ido sumando recientemente Milei entre CEO de grandes empresas que antes eran incondicionales de Juntos por el Cambio, en especial del expresidente Mauricio Macri. En la lista aparecen Ernesto López Anadón, presidente del Instituto Argentino del Petróleo y del Gas, un menemista de la primera hora; Cristiano Rattazzi, expresidente de la FIAT en Argentina; el megaempresario de la construcción Eduardo Costantini; Nicolás Pinto, hombre fuerte de la Sociedad Rural Argentina; Marcos Galperin, CEO de Mercado Libre; Gonzalo Tanoira, dueño de Citrícola San Miguel, la mayor exportadora mundial de cítricos; otro constructor, Eduardo Bastitta, que está al frente de +Colonia, la ciudad privada «para argentinos» que se está construyendo por estos lares y que Milei visitó pocos días atrás, y todo el aparataje de cuadros empresariales de alto y medio nivel que le proporciona Eurnekián, para quien el «libertario» trabajó en sus años mozos. No es pavada.
En la otra punta del mileísmo están los llamados «pibes Rappi». Página 12 en una nota (13-IX-23) y la revista digital Anfibia en otra (10-VII-23) indagaron sobre la manera en que LLA militó para conquistar las cabezas de los trabajadores (en su gran mayoría jóvenes y hombres) de un sector, el de las plataformas, que los «libertarios» ven como hecho a la medida de su ideal de organización del trabajo: unipersonal, meritocrático (más gana el que más pedalea y más pedidos entrega, aun a riesgo de su salud o su vida), libre de derechos (a la protección social, al aguinaldo, a convenio colectivo, a vacaciones pagas), flexibilizado al extremo. Y casi sin organización sindical, o, cuando la hay, fácilmente reprimible gracias a los algoritmos que geolocalizan a quienes se reúnen en algún local o participan en alguna manifestación y terminan quedándose «casualmente» sin repartos para hacer, despedidos sin despido.
«La figura del que trabaja y se esfuerza está en el corazón de la narrativa meritocrática» tan cara a LLA y que los «pibes Rappi» compran fácilmente, recordaba la investigación de Anfibia: los mileístas «diferencian “planeros”, “ñoquis” o “vagos que viven del Estado” de aquellos que pedalean para redondear un sueldo. Mérito, trabajo y producción son los tres valores a los que apelan los jóvenes mileístas para colocarse en una posición de superioridad frente a otros cercanos socialmente». Entre los trabajadores de las aplicaciones surgió en 2022 la agrupación Pibes Libertarios, que en poco tiempo logró, combinando trabajo territorial «a la antigua» e intenso despliegue en redes sociales, una fuerte ascendencia en un sector que aportó una buena parte de los votos obtenidos en las PASO por Milei («de ahí vino su batacazo electoral», afirma Página 12). En la perspectiva de las elecciones del mes próximo, a los Pibes Libertarios se los ve hoy por todos lados.
El encuestador y analista político Alejandro Catterberg ubicó en una entrevista con el canal cable de La Nación a los repartidores de las aplicaciones como el núcleo duro de los votantes de Milei. «No es que haya un corrimiento masivo de la sociedad argentina hacia los valores del libertarismo. Lo que está muy alto en las encuestas es la bronca y el enojo social. Javier Milei es el dirigente político que más se alimenta de esto y el perfil de su votante es un motoquero de Rappi», decía Catterberg en esa entrevista, hace alrededor de un año, cuando LLA recién perfilaba su ascenso. A esos chiquilines, y no tanto, que no pueden sentir nostalgia por unos derechos de los que nunca gozaron, Milei les da «la esperanza de progresar por el esfuerzo propio, sin que el Estado ni nadie se meta», según resumió uno de los Pibes Libertarios.
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El joven politólogo y periodista cordobés Agustín Laje está entre los gurúes de la nueva derecha latinoamericana y española. Es asesor de Santiago Abascal, el presidente de los ultraderechistas ibéricos de Vox, ha trabajado con los chilenos cercanos a José Antonio Kast y está considerado entre los ideólogos de LLA, uno de los que habría impulsado a Milei a poner el énfasis en la «batalla cultural» contra la izquierda política y social. El éxito de LLA, y en especial de su líder, le dijo Laje a la revista digital española The Objective (15-VIII-23), es que supo aglutinar a «las tres familias de la nueva derecha»: «Los liberales “no progresistas”, los conservadores “no inmovilistas” y los patriotas “no estatistas”. […] Puede haber problemas de luchas internas por el poder, pero ese no es un problema ideológico, sino político» que Milei ha sabido resolver «en nombre de la libertad». «Los sectores conservadores que están preocupados por el aborto, la ideología de género y el feminismo radical encuentran en Milei a una persona que interpreta esas agendas», lo mismo que los soberanistas que «se rebelan contra las elites internacionales», o los empresarios que claman por un Estado mínimo para poder crear riqueza, o los trabajadores que repudian a los sindicatos. «Los derechos reconocidos por el liberalismo son la vida, la libertad y la propiedad» y Milei pudo conjugarlos gracias, en gran medida, a la movilización de una tropa de «soldados culturales», tal vez como Trump, acaso como Bolsonaro y más y mejor que Vox, dice Laje.
Si el cordobés consolidó el lazo de LLA con Vox, quien lo inauguró fue Victoria Villarruel, compañera de fórmula de Milei para las elecciones presidenciales. Hija de oficial carapintada, nieta de un contralmirante de la Marina, abogada defensora de represores, organizadora de visitas a la casa de Videla cuando el dictador estaba en prisión domiciliaria, animadora de asociaciones de defensa de la «memoria completa» de los años setenta, la llamada «dama de hierro» del mileísmo, tenía desde muchos años atrás nexos políticos y de amistad con dirigentes de la ultraderecha ibérica. «Detrás del discurso de Milei viene la reivindicación abierta de la dictadura militar», dice Juan Luis González. A eso remite también el mensaje de estos peculiares «anarcos».