Los embates contra la otra corte en La Haya - Semanario Brecha
La grave crisis de las instituciones del derecho internacional y la complicidad de los Estados en el genocidio

Los embates contra la otra corte en La Haya

Entre las numerosas barrabasadas que Donald Trump ha cometido desde su regreso a la presidencia de Estados Unidos, el anuncio de sanciones contra la Corte Penal Internacional (CPI) puede haber pasado desapercibido. Ante su propuesta de llevar adelante una limpieza étnica en Gaza, trasladando forzosamente a los residentes palestinos a Egipto y Jordania, es razonable que su ataque al fiscal de la corte haya quedado opacado. Sin embargo, es un signo grave del derrumbe de un orden internacional que a duras penas sigue en pie.

La creación de la CPI tiene como antecedentes los tribunales de Núremberg y Tokio luego de la Segunda Guerra Mundial, que juzgaron a los culpables de cometer algunas de las peores atrocidades contra la humanidad. Aunque la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio existe desde 1948, no fue hasta luego de los genocidios de Bosnia y Ruanda y sus tribunales ad hoc que la comunidad internacional pudo llegar a un consenso para la creación de una corte permanente y especializada en juzgar a quienes cometieran este tipo de crímenes, que finalmente se consolidó en el Estatuto de Roma, de 1998, que estableció la CPI. Esta no es un organismo del sistema de Naciones Unidas ni resuelve controversias entre países, y solo investiga, detiene y juzga individuos cuando los Estados no pueden o no quieren hacerlo: estas dos características la distinguen de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), aunque ambas tengan sede en la ciudad neerlandesa de La Haya. Los crímenes bajo su jurisdicción son limitados: genocidios, crímenes contra la humanidad masivos y dirigidos contra poblaciones civiles, crímenes de guerra y de agresión. Una particularidad de esta corte es su dependencia de la colaboración de los Estados parte para hacer cumplir sus decisiones, ya que no tiene fuerzas propias para aplicarlas. En los hechos, esto significa que los países se comprometen voluntariamente a colaborar con las investigaciones que la corte lleva adelante y a detener y poner a su disposición a los individuos que tienen una orden de captura en su contra.

La mayoría de los casos de la CPI hasta el momento han sido contra líderes políticos y militares africanos; las excepciones más notorias han sido las órdenes de arresto contra Vladímir Putin y otros dirigentes rusos a partir de la invasión a Ucrania en 2022, y más recientemente, en 2024, contra Benjamin Netanyahu, primer ministro israelí, su ministro de Defensa Yoav Gallant (entre otras cosas, por el uso del hambre como arma de guerra en Gaza) y Mohammed Diab Ibrahim Al Masri, comandante de Hamás. Los crímenes de Netanyahu y Gallant fueron cometidos en territorio palestino ocupado, que es un Estado parte del Estatuto de Roma. Por ello, la corte tiene jurisdicción sobre el caso, incluso si Israel no la reconoce.

DECEPCIONANTE PERO NO SORPRENDENTE

Estados Unidos, al igual que Israel, China y Rusia, entre muchos otros, no es parte del Estatuto de Roma e históricamente ha obstaculizado el trabajo de la CPI. Desde 2002, este país tiene vigente la llamada Ley de Protección del Personal de Servicio Estadounidense, más popularmente conocida como ley para la invasión de La Haya, que establece su autoproclamado derecho a utilizar la fuerza militar contra la corte en caso de que esta detenga a un ciudadano estadounidense. Han pasado más de 20 años de su aprobación y ningún presidente la ha derogado, como tampoco ninguno ha demostrado interés en firmar el Estatuto de Roma y colaborar con el enjuiciamiento de los peores criminales del planeta.

En ese contexto, la orden ejecutiva que emitió Trump el 6 de febrero, que autoriza sanciones contra el fiscal de la CPI, Karim Khan, así como medidas financieras y prohibiciones de emisión de visas para funcionarios y colaboradores de la corte, no debería sorprender a nadie. El apoyo de Estados Unidos a Israel es irrestricto desde mucho antes de que Trump regresase al poder: en esto prácticamente no hay matices entre demócratas y republicanos. Por eso, la distancia entre las expresiones de Joe Biden y de Trump al respecto de las órdenes de arresto de la CPI contra Netanyahu y Gallant es prácticamente nula: el primero opinó que eran «escandalosas» y el segundo, que constituían un «comportamiento malintencionado que amenaza con violar la soberanía estadounidense y socavar la seguridad nacional y la política exterior». Mismo perro, diferente collar.

Otros países han seguido el liderazgo estadounidense en cuanto a ignorar sus compromisos asumidos con el orden jurídico internacional. Además de gobiernos que son parte de las nuevas derechas neopatriotas, como el de Viktor Orbán en Hungría o Giorgia Meloni en Italia, presidentes presuntamente moderados, como Emmanuel Macron en Francia u Olaf Scholz en Alemania, explicitaron que violarían el Estatuto de Roma y no colaborarían con el arresto de Netanyahu y Gallant si estos pisasen sus territorios. Los países del Sur global tienen una razón más para desconfiar del banquito moral desde cuyas alturas Europa mira al resto del mundo.

UNA ESPERANZA MÁS QUE ENDEBLE

Por otro lado, un conjunto de 79 países de todos los continentes publicó una nota el 7 de febrero en la que establece su apoyo continuo e inquebrantable a la independencia, la imparcialidad y la integridad de la CPI, luego de las sanciones anunciadas por Trump. Aunque excepcionalmente para este período de gobierno Uruguay estuvo del lado correcto de la historia al sumar su nombre a la nota, este documento brilla por su ausencia entre los comunicados de prensa del Ministerio de Relaciones Exteriores de nuestro país, y tampoco está presente en sus redes sociales, en contraste con sus pares alrededor del mundo.

Este tenue compromiso con las normas internacionales no es suficiente como para lavar la imagen de Uruguay que el gobierno saliente se ha empeñado en dañar. Además de no haber condenado durante todo este período de gobierno el genocidio que se está cometiendo en Palestina, de haberse abstenido en más de una votación sobre un alto el fuego en la Asamblea General de las Naciones Unidas, de no haber hecho comentarios sobre el proceso iniciado por Sudáfrica contra Israel en la CIJ, el gobierno saliente abrió la Oficina de Innovación de la ANII (Agencia Nacional de Investigación e Innovación) en Jerusalén –y lo anunció el día antes de Nochebuena–, violando las normas internacionales sobre esta ciudad ocupada. Las esperanzas de que el gobierno entrante corrija el rumbo parecen tener fundamentos frágiles: por ejemplo, no hay ninguna confirmación oficial aún de que la recién abierta oficina vaya a cesar sus actividades. Por otro lado, en enero de este año Mario Lubetkin, anunciado como canciller del gobierno de Yamandú Orsi, asistió al Networking Cocktail: Israel Edition en Punta del Este, un evento para promover los contactos entre empresas de ese país, Argentina y Uruguay, como si fuese deseable estrechar lazos con quien está actualmente cometiendo un genocidio.

La imagen es sombría. La fuerza de los ataques contra la CPI como mecanismo de justicia internacional y la debilidad de quienes dicen defenderla dan cuenta de un consenso que nunca fue firme, pero que ahora parece roto: la existencia de normas de derecho que regulan el ámbito internacional. Si bien es fácil señalar a Estados Unidos y a su presidente como culpables, la complicidad de los países europeos que prefieren proteger al responsable del genocidio en Palestina antes que hacerse cargo de sus compromisos internacionales es más angustiante aún. Si los Estados del Sur global y los países pequeños no defendemos con uñas y dientes el único sistema de garantías que nos separa de que la fuerza de los más poderosos se imponga sobre cualquier criterio de justicia, no podremos quejarnos cuando toque afrontar las consecuencias de su desaparición. 

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