“Yo conocí aquel hombre y cuando pude,
cuando ya tuve ojos en la cara,
cuando ya tuve la voz en la boca
lo busqué entre las tumbas, y le dije
apretándole un brazo que aún no era polvo:
‘Todos se irán, tú quedarás viviente
Tú encendiste la vida.
Tú hiciste lo que es tuyo’.”
Fragmento de “El pueblo”, de Pablo Neruda
Nadie sabe nunca lo que puede una osamenta, los restos de un desaparecido, su alcance removedor. Esta observación no es nada original. Se sostiene en una de las más famosas frases que articulan el pensamiento de la Ética de Spinoza: “Nadie en efecto ha determinado por ahora qué puede el cuerpo, esto es, a nadie hasta ahora le ha enseñado la experiencia qué puede hacer el cuerpo por las solas leyes de la naturaleza”. Spinoza ha sido, tal vez, el primer filósofo occidental en establecer la idea de individuo a partir de su corporalidad. De hecho, planteaba que el cuerpo es relacional en dos sentidos: por las relaciones internas entre sus órganos y por las relaciones externas con otros cuerpos y por sus afecciones. Un cuerpo no es sólo una singularidad interconectada en equilibrio, sino también la capacidad de afectar a otros cuerpos y de ser por ellos afectado sin destruirse. Sin morir. Hay un proceso entonces de regeneramiento mutuo continuo e infinito. Un cuerpo es, por lo tanto, una unión de cuerpos. De este modo, Spinoza hace hincapié en las potencias particulares que cada cuerpo como entidad individual posee y de las que es capaz. Y cuando existe el contacto o la vivencia de una participación consciente y conjunta con otros cuerpos, la libertad se vuelve la realización plena de esa potencia.
Bleier, hasta en la muerte, nos recuerda la importancia de pensar lo político en términos de afecciones y proyectos colectivos. Pero también que esa convicción nos coloca, siempre y de algún modo, en el lugar incorrecto, en la ruptura con ciertas expectativas de adaptación y buen comportamiento, en contra de las lógicas hegemónicas de identificación. Siempre habrá quien considere que mi cuerpo, tu cuerpo, nuestro cuerpo puede ser un desecho. O mejor, ese cuerpo puede ser la encarnación de una sospecha anticipada de inadecuación y, por lo tanto, la prueba que legitima su desaparición: “Algo habrá hecho” o “el que se mete puede desaparecer”.
Quienes hacen, o quienes por medio de diversas prácticas des-hacen lo instituido, son rápidamente restituidos a los lugares negados del cuerpo social. Pero el nombre de Bleier, que circula en estos días de desasosiego, no es un bien novedoso que pueda intercambiarse en el mercado de la posverdad. Es el testimonio de lo siempre negado en el imaginario de “lo uruguayo”. De lo contrario, ¿cómo leer la respuesta que dio Bleier a los torturadores –“con ustedes no tengo nada de qué hablar”– cuando estos, con todo el poder de su arsenal y en condiciones de interlocución desiguales, lo acusaban de “violento”, “comunista de mierda” y “judío maricón”? En los rostros negacionistas de Manini y su asesor Romanelli están las claves.