Quizás el problema esté en el nombre: cambio climático. No suena tan mal. La palabra cambio suena bastante agradable en nuestro mundo inquieto. No importa cuán afortunados seamos, siempre hay lugar para la atractiva posibilidad de mejorar. Luego está la parte del clima. Una vez más, no suena tan mal. Si se vive en alguno de los países del norte global generadores de altas emisiones, la idea de un «clima cambiante» bien podría interpretarse como lo opuesto a algo aterrador y peligroso. Un mundo cambiante. Un planeta que se hace más cálido. ¿Qué sería lo malo?
Tal vez sea por eso, en parte, que tanta gente todavía piensa en el cambio climático como un proceso lento, lineal e incluso bastante inofensivo. Pero el clima no solo está cambiando. Se está desestabilizando. Se está desmoronando. Los patrones y los ciclos naturales delicadamente equilibrados, que son una parte vital de los sistemas que sostienen la vida en la Tierra, se están interrumpiendo y las consecuencias podrían ser catastróficas. Hay puntos de inflexión negativos, puntos de no retorno, y no sabemos exactamente cuándo los cruzaremos. Sin embargo, lo que sí sabemos es que nos estamos acercando mucho, incluso a los más grandes. Las transformaciones a menudo comienzan lentamente, para luego acelerarse.
El oceanógrafo y climatólogo alemán Stefan Rahmstorf, de la Universidad de Potsdam, escribe: «Tenemos suficiente hielo en la Tierra para elevar el nivel del mar en 65 metros, aproximadamente la altura de un edificio de 20 pisos. Al final de la última Edad de Hielo, el nivel del mar aumentó en 120 metros, como resultado de unos 5 grados Celsius de calentamiento». En conjunto, estas cifras nos dan una perspectiva de los poderes con los que tratamos. El aumento del nivel del mar no seguirá siendo una cuestión de centímetros por mucho tiempo.
La capa de hielo de Groenlandia se está derritiendo, al igual que los «glaciares del fin del mundo» de la Antártida occidental. Informes recientes han indicado que los puntos de inflexión para estos dos eventos ya se han superado. Otros informes dicen que son inminentes (véase «Lluvia en la tierra verde», Brecha, 14-I-22). Eso quiere decir que es posible que ya hayamos creado condiciones atmosféricas de calentamiento tales que el proceso de derretimiento ya no se pueda detener, o que estamos muy cerca de ese punto. De cualquier manera, debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para detener el proceso porque, una vez que se haya cruzado esa línea invisible, es posible que no haya vuelta atrás. Podemos reducir la velocidad, pero, una vez que la bola de nieve se ha puesto en marcha, seguirá adelante.
«Es la nueva normalidad» es una frase que escuchamos a menudo cuando se habla de los rápidos cambios en nuestros patrones climáticos diarios: incendios forestales, huracanes, olas de calor, inundaciones, tormentas, sequías, etcétera. Estos fenómenos meteorológicos no solo están aumentando en frecuencia, sino que se están volviendo cada vez más extremos. El clima parece estar descontrolado, y los desastres naturales parecen cada vez menos naturales. Pero esta no es la «nueva normalidad». Lo que vemos ahora es solo el comienzo de un clima cambiante, causado por las emisiones humanas de gases de efecto invernadero. Hasta ahora, los sistemas naturales de la Tierra han venido actuando como amortiguadores, suavizando las violentas transformaciones que están teniendo lugar. Pero la resiliencia planetaria, que ha sido tan vital para nosotros, no durará para siempre, y la evidencia parece sugerir cada vez más claramente que estamos entrando en una nueva era de cambios más dramáticos.
El cambio climático se ha convertido en crisis antes de lo esperado. Muchos de los investigadores con los que he hablado me han dicho que se sorprendieron cuando presenciaron lo rápido que está escalando. La ciencia es muy cautelosa cuando se trata de hacer predicciones. Sin embargo, uno de los resultados de esta cautela es que muy pocas personas supieron realmente cómo reaccionar cuando las señales comenzaron a hacerse evidentes en los últimos años. Y menos aún tenían planeado cómo comunicar lo que está pasando. La gran mayoría de las personas se estaban preparando para un escenario diferente y menos urgente. Una crisis que tendría lugar dentro de muchas décadas. Y, sin embargo, aquí estamos. La crisis climática y ecológica no está ocurriendo en un futuro lejano. Está sucediendo aquí y ahora.
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Si todo el mundo viviera como lo hacemos en Suecia, necesitaríamos los recursos de 4,2 planetas Tierra para sustentarnos. Los objetivos climáticos establecidos en el Acuerdo de París serían solo un recuerdo muy lejano, un umbral que habríamos cruzado hace muchos, muchos años. El hecho de que 3.000 millones de personas usen anualmente per cápita menos energía que un refrigerador estadounidense estándar nos da una idea de lo lejos que estamos en la actualidad de la equidad global y la justicia climática.
La crisis climática no es algo que «nosotros», como humanidad toda, hayamos creado. La cosmovisión que domina en gran medida la perspectiva de Estocolmo, Berlín, Londres, Madrid, Nueva York, Toronto, Los Ángeles, Sídney o Auckland no es tan frecuente en Mumbai, Ngerulmud, Manila, Nairobi, Lagos, Lima o Santiago. La población de las regiones del mundo que son más responsables por esta crisis debe darse cuenta de que existen otras perspectivas y que deben comenzar a escucharlas. Porque, cuando se trata de la crisis climática y ecológica –al igual que con la mayoría de los otros problemas–, muchos de quienes viven en las economías más ricas todavía actúan como si gobernaran el mundo. Al usar para sí mismo los restos de nuestros presupuestos de carbono –la cantidad máxima de CO2 que podemos emitir colectivamente para darle al mundo un 67 por ciento de posibilidades de mantenerse por debajo de 1,5 grados de aumento de la temperatura global–, el norte global se está robando el futuro y el presente. No solo les está robando a sus propios hijos e hijas, sino, sobre todo, a quienes viven en las partes más afectadas del mundo, muchas de las cuales aún tienen que construir gran parte de la infraestructura moderna básica que en otras regiones se da por sentado. Hoy este robo profundamente inmoral ni siquiera existe en el discurso del llamado mundo desarrollado.
Salvar el mundo es voluntario. Ciertamente, se podría argumentar en contra desde un punto de vista moral, pero el hecho es que no existen leyes o restricciones vigentes que obliguen a nadie a tomar las medidas necesarias para salvaguardar nuestras futuras condiciones de vida en el planeta Tierra. Esto es problemático desde muchas perspectivas, sobre todo porque –por mucho que odie admitirlo– Beyoncé está equivocada. No son las chicas las que dirigen el mundo. Está dirigido por políticos, corporaciones e intereses financieros, representados principalmente por hombres cis blancos, privilegiados, de mediana edad y heterosexuales. Y resulta que la mayoría de ellos son terriblemente inadecuados para el trabajo que tienen por delante. Puede que esto no sea una gran sorpresa. Después de todo, el propósito de una empresa no es salvar el mundo, sino obtener ganancias. O, más bien, es obtener la mayor ganancia posible para mantener contentos a sus accionistas y a los mercados.
Esto nos deja en manos de nuestros líderes políticos. Todavía cuentan con grandes oportunidades para mejorar esta situación, pero resulta que salvar el mundo tampoco es su principal prioridad.
Abordar los temas de la crisis climática y ecológica implica inevitablemente enfrentarse a numerosas preguntas incómodas. Asumir el papel de ser quien dice la verdad que nadie quiere escuchar y, por lo tanto, poner en riesgo tu popularidad claramente no está en la lista de prioridades de ningún político. Por eso es que intentan mantenerse alejados del tema hasta que ya no pueden evitarlo más, y, cuando lo abordan, recurren a tácticas de comunicación institucional y relaciones públicas para que parezca que se están tomando acciones reales, cuando, en realidad, sucede exactamente lo contrario.
No me da ningún placer seguir denunciando las tonterías de nuestros supuestos líderes. Quiero creer que la gente es buena. Pero realmente parece que estos juegos cínicos no tienen fin. Si tu objetivo como político realmente es actuar con respecto a la crisis climática, entonces tu primer paso sería recopilar cifras precisas de nuestras emisiones reales, para obtener una visión completa del problema, y, a partir de ahí, comenzar a buscar soluciones reales. Eso también te daría una idea aproximada de los cambios necesarios, su escala y la rapidez con la que deben implementarse. Esto, sin embargo, no ha sido hecho –ni siquiera sugerido– por ningún líder mundial. O, que yo sepa, por ningún político en el mundo.
La periodista Alexandra Urisman Otto ha descrito cómo comenzó a investigar las políticas climáticas suecas y descubrió que solo un tercio de nuestras emisiones reales de gases de efecto invernadero están incluidas en nuestros objetivos climáticos y en las estadísticas nacionales oficiales. El resto se externaliza o se oculta a través de los tecnicismos y vacíos contables de los marcos internacionales de contabilidad climática. Por lo tanto, cada vez que se debate la crisis climática en mi «progresista» país de origen, convenientemente dejamos de lado dos tercios del problema. Una investigación del Washington Post en noviembre de 2021 ha demostrado que este fenómeno está lejos de ser exclusivo de Suecia. Aunque las cifras varían de un caso a otro, este mecanismo y la mentalidad general de tratar constantemente de esconder las cosas abajo de la alfombra y culpar a los demás es la norma a nivel internacional.
Por eso, cuando nuestros políticos dicen que debemos resolver la crisis climática, todos deberíamos preguntarles a qué crisis climática se refieren. ¿A la crisis que contiene todas nuestras emisiones o a la que contiene solo una parte de ellas? Cuando los políticos van un paso más allá y acusan al movimiento climático de no ofrecer ninguna solución a nuestros problemas, deberíamos preguntarles de qué problemas están hablando. ¿Del problema que causan todas nuestras emisiones o del que generan solo las emisiones que ellos no lograron externalizar u ocultar en las estadísticas? Porque estos son problemas completamente diferentes.
Que podamos comenzar a enfrentar esta emergencia requerirá de muchas cosas, pero, sobre todo, de honestidad, integridad y coraje. Cuanto más esperemos para comenzar a tomar las medidas necesarias para mantenernos en línea con nuestros objetivos internacionales, más difícil y costoso será alcanzarlos. La inacción de hoy y de ayer debe ser compensada en el tiempo que se avecina.
Para que tengamos incluso una pequeña posibilidad de evitar desencadenar reacciones en cadena irreversibles mucho más allá del control humano, necesitamos recortes de emisiones drásticos, inmediatos y de gran alcance allí donde se generan. Si la bañera está a punto de desbordarse, no vas a buscar baldes ni te pones a cubrir el suelo con toallas: empiezas por cerrar el grifo, lo más pronto posible. Dejar correr el agua significa ignorar o negar el problema, retrasar cualquier acción para resolverlo y minimizar sus consecuencias.
Nuestros políticos no necesitan esperar a nadie más para empezar a actuar. Tampoco necesitan conferencias, tratados, acuerdos internacionales o presiones externas. Podrían empezar de inmediato. También tienen, y han tenido durante mucho tiempo, infinitas oportunidades para hablar y enviar un mensaje claro sobre el hecho de que debemos cambiar de manera fundamental nuestras sociedades. Y, sin embargo, con muy pocas excepciones, eligen activamente no hacerlo. Esta es una decisión moral que no solo les costará muy caro en el futuro, sino que pondrá en riesgo a todo el planeta viviente.
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Según el Informe sobre la brecha de emisiones 2021 de las Naciones Unidas, la producción mundial de combustibles fósiles planificada para 2030 será más del doble de la cantidad consistente con el objetivo de 1,5 grados. Esta es la forma que tiene la ciencia de decirnos que ya no podemos alcanzar nuestros objetivos sin un cambio de sistema, porque alcanzar nuestros objetivos requerirá que rompamos contratos, licitaciones y acuerdos válidos en una escala inimaginable. Este tema debería dominar, claro está, cada hora de nuestras noticias diarias, cada discusión política, cada reunión de negocios y cada centímetro de nuestra vida diaria. Pero no es lo que está sucediendo.
Los medios de comunicación y nuestros líderes políticos tienen la oportunidad de tomar medidas drásticas e inmediatas, y aun así eligen no hacerlo. Tal vez sea porque todavía están en una etapa de negación. Tal vez sea porque no les importa. Tal vez no se dan cuenta. Tal vez les asustan más las soluciones que el problema en sí. Tal vez tienen miedo de causar malestar social. Tal vez tienen miedo de perder su popularidad. Tal vez simplemente no se dedicaron a la política o al periodismo para desmontar un sistema en el que creen, un sistema que han defendido durante toda su vida. O tal vez la razón de su inacción sea una mezcla de todas estas cosas.
No podemos vivir de manera sostenible dentro del sistema económico actual. Sin embargo, eso es lo que constantemente se nos dice que podemos hacer. Podemos comprar autos sostenibles, viajar por autopistas sostenibles, propulsados por petróleo sostenible. Podemos comer carne sostenible y beber refrescos sostenibles en botellas de plástico sostenibles. Podemos comprar moda rápida sostenible y volar en aviones sostenibles usando combustibles sostenibles. Y, por supuesto, también vamos a cumplir nuestros objetivos climáticos sostenibles, los de corto y largo plazo, sin hacer el menor esfuerzo.
¿Cómo?, te preguntarás. ¿Cómo puede ser posible cuando todavía no tenemos soluciones técnicas que puedan arreglar por sí solas esta crisis y la opción de dejar de hacer cosas es inaceptable para nuestro modelo económico? ¿Qué vamos a hacer con esto? Pues la respuesta es la misma de siempre: haremos trampa. Usaremos todos los tecnicismos y toda la «contabilidad creativa» que hemos traficado en nuestros marcos climáticos desde la primera conferencia de las partes, la Cop1 de 1995 en Berlín. Tercerizaremos nuestras emisiones junto con nuestras fábricas, manipularemos los datos de referencia y comenzaremos a contar nuestras reducciones de emisiones cuando mejor nos convenga. Quemaremos árboles, bosques y biomasa, porque los hemos excluido de las estadísticas oficiales. Nos meteremos en compromisos de infraestructura de gas fósil que implicarán décadas de emisiones y los llamaremos gas natural verde. Y luego diremos que al resto de las emisiones las «compensaremos» y anunciaremos vagos proyectos de reforestación (árboles que fácilmente podrían perderse por enfermedades o incendios), mientras talamos simultáneamente a una velocidad mucho mayor los últimos bosques primarios o vírgenes.
Espero no ser malinterpretada. Plantar los árboles correctos en el suelo correcto es muy útil. Eventualmente secuestran dióxido de carbono de la atmósfera y debemos hacerlo donde sea adecuado para el suelo y para las personas que viven allí y cuidan esa tierra. Pero la forestación no debe confundirse con la compensación climática o carbon offsetting, que es algo completamente diferente. Veamos: el principal problema es que ya tenemos al menos 40 años de emisiones de dióxido de carbono para «compensar». Está todo ahí arriba, en la atmósfera, y ahí es donde permanecerá, probablemente durante muchos siglos. Este CO2 histórico es en lo que deberíamos centrarnos cuando usamos nuestras formas actuales, muy limitadas, de eliminar CO2 de la atmósfera a través de varios proyectos, como la plantación de árboles. Pero la compensación tal como la hemos concebido no pretende hacer eso. Nunca fue creada para que limpiemos nuestro desastre. Con demasiada frecuencia se la usa como excusa para seguir emitiendo CO2 igual que siempre, business as usual, y, mientras tanto, enviar la señal de que tenemos una solución y de que no hay necesidad de cambiar.
Las palabras importan y están siendo usadas en nuestra contra. Se trata de mentiras. Mentiras peligrosas que causarán más retrasos de consecuencias desastrosas. Según las predicciones de la ONU, se espera que nuestras emisiones de CO2 aumenten otro 16 por ciento para 2030. El tiempo que nos queda para evitar la creación de catástrofes climáticas cada vez mayores se está agotando con rapidez.
Actualmente estamos en camino a un mundo 3,2 grados más cálido para fines de siglo, y eso siempre y cuando los Estados cumplan con todas las políticas a las que se han comprometido, políticas que a menudo se basan en cifras defectuosas o maquilladas. Lo cierto es que en muchos casos ni siquiera están cerca de eso. Estamos «a años luz de alcanzar nuestros objetivos de acción climática», para citar al secretario general de la ONU, António Guterres, a fines de 2021. También está la cuestión de nuestro historial anterior de fracasos cuando se trata de cumplir con todas esas promesas y compromisos no vinculantes. Digamos que es un historial no muy impresionante o convincente.
Incluso si lleváramos a cabo todos nuestros planes de acción climática, todavía estaríamos en problemas. El cero neto para 2050 es simplemente demasiado poco, demasiado tarde. Hay demasiado en juego para que pongamos nuestro destino en manos de tecnologías incipientes y escasamente desarrolladas. Necesitamos el cero real. Y necesitamos honestidad. Como mínimo, necesitamos que nuestros líderes comiencen a incluir todas nuestras emisiones reales en nuestros objetivos, estadísticas y políticas. Antes de que hagan eso, cualquier mención de objetivos futuros vagos no es más que una pérdida de tiempo para distraernos. Dicen que no debemos dejar que lo perfecto sea enemigo de lo bueno. ¿Pero qué hacemos exactamente cuando lo bueno no solo no logra mantenernos a salvo, sino que también está tan lejos de lo que se necesita que solo puede describirse como material humorístico?
Dicen que debemos ser capaces de hacer concesiones. Como si el Acuerdo de París no fuera ya la concesión más grande del mundo. Una concesión que ya nos ha comprometido a cantidades inimaginables de sufrimiento para la gente y las áreas más afectadas. Yo digo: «Basta». Digo: «Mantente firme». Nuestros supuestos líderes todavía creen que pueden negociar con la física y transar con las leyes de la naturaleza. Les hablan a las flores y a los bosques en el idioma de los dólares y de la economía a corto plazo. Intentan impresionar a los animales salvajes con sus informes de ingresos trimestrales. Les leen análisis bursátiles a las olas del océano, como idiotas.
Nos acercamos a un precipicio. Sugiero encarecidamente que quienes aún no nos hemos tragado el cuento del greenwashing nos mantengamos firmes. No dejemos que nos arrastren ni un centímetro más hacia el borde. Ni un centímetro. Aquí, ahora, es donde trazamos la línea.
(Adelanto de The Climate Book, libro a cargo de Greta Thunberg que será publicado el 27 de octubre por la editorial Allen Lane. Publicado originalmente en The Guardian. Traducción de Brecha.)