Doctor en Sociología, profesor de Criminología y Sociología del Derecho, Alex S Vitale es además coordinador del Proyecto de Policiamiento y Justicia Social de la Universidad de Brooklyn. También es el autor de The End of Policing, publicado por Verso en 2017 y que puede descargarse gratis en inglés en la página web de esa editorial. En esta entrevista1 explica las demandas de reforma de la Policía en Estados Unidos y analiza los orígenes y el rol de esa institución.
—Mucha gente puede escuchar la frase “desfinanciar la Policía” y pensar de inmediato en que va a perder la provisión de seguridad que la Policía supuestamente brinda a sus comunidades. ¿Cómo ve esa contradicción?
—Parte del problema es que en Estados Unidos, desde hace décadas, a las comunidades se les dice que el único recurso que pueden tener para abordar sus problemas es más Policía y más cárcel. Las comunidades que tienen problemas muy reales de delincuencia y seguridad pública están desesperadas por ayuda, y si lo único que se ofrece es más Policía, pedirán más Policía.
Nuestro trabajo es mostrar cuáles serían las alternativas y darle a la gente la sensación de que puede pedir lo que realmente quiere. Muchas personas en estas comunidades saben que un nuevo centro juvenil los atendería mejor con servicios de tutoría o programas contra la violencia, pero se les ha dicho que nunca podrán tener esas cosas.
La gente tiene inseguridades, y tenemos que superar esta idea de que la única forma de abordarlas es con más Policía. Y podemos hacerlo de maneras muy específicas. Deberíamos comenzar con una evaluación de las necesidades de la comunidad: ¿cuáles son las necesidades de seguridad pública que ustedes enfrentan y que han sido entregadas a la Policía para que las gestione?
Podemos traer expertos externos, hablar con miembros de la comunidad que han estado tratando de trabajar fuera del sistema de justicia penal. Y luego tenemos que exigir a nuestros funcionarios locales electos que realmente proporcionen esas cosas, en lugar de más Policía.
En la medida en que los gobiernos locales puedan darnos esas cosas, será una victoria, y en la medida en que no lo hagan, surgirá la pregunta “¿por qué no?” ¿De qué se trata este sistema en el que vivimos que no está dispuesto y no puede satisfacer las necesidades humanas más básicas de nuestra sociedad? Eso puede conducir a un tipo de análisis más profundo y a una visión política más amplia.
—Muchos asocian la Policía con personas a las que llamar cuando se tiene una emergencia, pero en su libro usted describe una función bastante diferente.
—Todos hemos crecido con programas de televisión en los que los policías son superhéroes. Resuelven todos los problemas, atrapan a los malos, persiguen a los ladrones de bancos, encuentran a los asesinos en serie. Pero todo eso es un gran mito. Eso no es lo que la Policía hace realmente. No andan por ahí persiguiendo ladrones de bancos o asesinos en serie. La gran mayoría de los oficiales de Policía hacen un arresto por delitos graves una vez al año. Si hacen dos, son el policía del mes.
La Policía maneja los síntomas de un sistema de explotación. Eso siempre ha estado en el corazón de la Policía estadounidense y de la Policía a nivel internacional.
En el libro, expongo cómo los orígenes de la Policía en todo el mundo, principalmente a principios del siglo XIX, ocurren en relación directa con los tres sistemas primarios de explotación económica de ese momento: el colonialismo, la esclavitud y el surgimiento de la industrialización. La Policía moderna se crea y se desarrolla para hacer posibles esos regímenes de acumulación y explotación.
Comúnmente hablamos de la Policía Metropolitana de Londres como la primera fuerza policial moderna y decimos: “Oh, es genial, no portan armas, es policiamiento por consentimiento: una alternativa progresiva a usar una milicia”. El modelo para ese cuerpo policial fue desarrollado por sir Robert Peel.
Pero nadie habla de cuál era el trabajo de Peel antes de que se le ocurriera fundar la Policía Metropolitana de Londres: él estaba a cargo de la ocupación inglesa de Irlanda. Creó la Fuerza de Preservación de la Paz irlandesa como una alternativa paramilitar al Ejército británico. La usó como fuerza protopolicial, infiltrándola en las comunidades locales para que pudieran sofocar preventivamente lo que llamaron “motines agrícolas”, levantamientos campesinos contra los terratenientes británicos que los mataban de hambre.
Peel vuelve a Londres justo cuando la ciudad está siendo inundada por gente que ha sido desplazada por el cercamiento de los campos y que busca trabajo en el nuevo sector industrial. Él usa su nueva creación para ayudar a convertir a esa población en una clase trabajadora estable y obediente. Destruye sus sindicatos, asalta sus cervecerías, los acosa en la calle por su comportamiento ruidoso y desordenado; todo para crear una nueva clase de trabajadores.
Por aquel tiempo, en Estados Unidos teníamos nuestras propias fuerzas policiales coloniales, como los Rangers de Texas. Incluso teníamos formas de Policía anteriores, como la Guardia y Ronda Armada de la ciudad de Charleston, Carolina del Sur, cuyo trabajo principal a fines de 1700 era controlar a la población esclava.
Los orígenes de la Policía estadounidense siempre estuvieron vinculados de una u otra forma con los orígenes de estos tres sistemas, colonialismo, esclavitud e industrialización. Hoy no estamos hablando de colonialismo y esclavitud a la manera de esa época. En su lugar, lo que tenemos es el capitalismo neoliberal y sus políticas de austeridad.
Este es un sistema que produce enormes desigualdades de riqueza y el vaciamiento del Estado de bienestar, lo que a su vez genera una extendida falta de vivienda, una proliferación a escala masiva de enfermedades mentales no tratadas, una epidemia de vínculos problemáticos con las drogas y la aparición de mercados negros de drogas, trabajo sexual y bienes robados, a los que la gente se vuelca para poder sobrevivir en esta economía precaria. La Policía ha llegado para controlar a esas poblaciones sospechosas, que en realidad, en su opinión, son poblaciones excedentes. No está tratando de moldearlas en una clase trabajadora, las almacena en nuestras cárceles.
Tenemos que entender a la Policía fundamentalmente como una herramienta de control social para facilitar nuestra explotación. La idea de que la vamos a hacer más amable y amigable mientras realiza esa tarea, y que así conseguiremos que todo esté bien, es ridícula.
—Si ese es el caso, entonces necesitamos menos Policía; necesitamos que haga menos de lo que ya está haciendo y que lo haga con menos armamento. ¿La única solución, entonces, sería cortar su poder y sus recursos?
—Así es. Ningún movimiento progresista verdadero puede florecer en un Estado policial. Aquí tenemos el embrión de eso, con la Policía inyectada en cada parte de la vida de las personas. Donald Trump sólo quiere empeorar el problema, pero en realidad es un problema bipartidista. Los alcaldes demócratas han abrazado plenamente el programa policial.
Muchos de ellos, como el alcalde de Nueva York, podrían hacer algo al respecto si quisieran, pero no creo que realmente quieran. Han capitulado, ante una política reaccionaria, a esta idea de que no hay alternativa. Están muy asustados del desorden. Piensan que cualquier aumento en el crimen desatará fuerzas derechistas. Y, en cierto modo, no es una locura: en Nueva York, Rudy Giuliani llegó a la alcaldía montado en los fracasos de los alcaldes anteriores a la hora de manejar el desorden. Ese el tema de mi primer libro.
Lo que tenemos es una crisis de imaginación. Muchos políticos demócratas han aceptado la idea de que la única forma de controlar el desorden y el crimen es entregar el problema a la Policía, y una vez que toman esa decisión todo está perdido. Porque no sólo son la pérdida de fondos que se van para el Departamento de Policía y la creación de un aparato represivo poderoso: es la inversión en una ideología, esa ideología de la “delgada línea azul”, según la cual lo único que mantiene unida a la sociedad son las intervenciones coercitivas de las fuerzas policiales. Una vez que esa ideología está en marcha, no sirve de mucho decir “pero también necesitamos políticas sociales”, porque se trata de una ideología que de por sí descarta la utilidad de los políticas sociales para disminuir la violencia.
Al apostar una y otra vez al apoyo a la Policía, han socavado la posibilidad de cualquier alternativa progresista real. No existe otra visión progresista del tema que la abocada a desfinanciar la Policía.
—Si logramos desfinanciar la Policía y recuperamos el dinero para invertir en otra cosa, ¿cuál sería un ejemplo concreto de algo que podríamos crear para fortalecer la seguridad pública en serio?
—Es una diversidad de cosas. Se trata de crear una infraestructura de salud mental que incluya servicios de salud mental gestionados entre pares. Pueden ser centros financiados por el Estado, pero que utilizan un modelo integrado a las necesidades específicas de cada comunidad y donde la comunidad es parte del proceso de toma de decisiones. Centros comunitarios contra la violencia abocados a los problemas de violencia doméstica y violencia juvenil, a las disputas entre los miembros de la comunidad. Podrían ser emprendimientos gubernamentales, emprendimientos sin fines de lucro, o podrían ser algún tipo de híbrido. Lo fundamental es que las comunidades tengan el mayor control posible sobre ellos.
—¿Qué opina de las demandas presentes en las recientes protestas estadounidenses?
—Está claro que estas protestas no son sólo sobre la Policía. Son grandes encuentros multirraciales. Creo que las calles están llenas de simpatizantes de Bernie Sanders, de personas que están preocupadas por una salud pública universal, de personas preocupadas por los salarios y por las condiciones de trabajo, y que la reacción contra la Policía ha sido tan sólo el detonante de este movimiento.
Cuando miramos los disturbios y levantamientos estadounidenses de la década de 1960, no hablamos de ellos como una simple cuestión de reforma policial. Sabemos que la acción policial fue a menudo el detonante, pero no fue lo que realmente impulsó esa rabia y ese deseo de cambio. Es lo mismo en la actualidad: se trata del fracaso en términos de liderazgo político de ambos partidos. Es el miedo generacional sobre el futuro, el medioambiente, la desigualdad económica, la depresión y sobre esa sensación de que no hay nadie para articular una verdadera salida hacia adelante: no estos alcaldes de las grandes ciudades, ciertamente no Trump, pero tampoco el liderazgo tradicional del Partido Demócrata.
Las calles son ahora el único lugar donde expresar esta indignación. La pregunta es: ¿esta indignación se mantendrá y se canalizará hacia movimientos más organizados, con demandas específicas, para que podamos comenzar a construir realmente poder político en lugar de simplemente crear un clima de crisis, que es importante pero no es suficiente?
1. Esta entrevista fue publicada originalmente en Jacobin. Brecha reproduce fragmentos con autorización. Traducción de Brecha.