Entre las historias de bases de datos y espías rusos, de nuevos negocios y escraches, de viralizaciones y videítos, de fake news y trolls, las redes sociales son uno de los temas más discutidos y tematizados de la actualidad. Se habla con cierta maravilla, como si cada día fuera una novedad, y un poco lo es.
Sigue impresionando ver nuestra vida cambiar en las cosas más pequeñas (que suelen ser las más importantes) al ritmo de las posibilidades que da tener Internet todo el tiempo, que tantas funciones se concentren en el smart-phone, poder hablar todo el tiempo con todos nuestros conocidos, tener infinitos mapas, informaciones, horarios y canciones en todo momento y todo lugar. Tanto asombro, tan cotidiano, nos pone en la posición de pensar cosas que no sabemos si son obviedades o descubrimientos.
A pesar de su presencia abrumadora, quizás la frase más repetida en las propias redes sociales es “las redes sociales no son la realidad”. Como alguien que se formó, se enamoró y consigue sus trabajos por Internet, esa afirmación me hace un poco de ruido.
Las redes no son representativas de la sociedad, podrá decirse, quizás protegiendo instituciones como el Parlamento, las encuestas o los actos de masas, que son a quienes se desafía en la disputa de la representatividad. Pero seguramente lo más interesante no es lo que las redes sociales representan, sino sus efectos.
Si Internet es políticamente importante, seguramente lo es mucho más en el nivel micro que en el nivel macro de la política. Es decir, las posibilidades técnicas y las estéticas que proponen las grandes empresas de Internet (y las formas inesperadas en que la gente se las apropia) determinan mucho de cómo vivimos, qué pensamos y cómo nos relacionamos con los demás. El Icq, Myspace, Msn, los foros, los blogs, Gchat (devenido en Hangout), Facebook, Twitter, Tumblr, Tinder e Instagram, por más que en el fondo no son más que formatos y combinaciones de feeds y servicios de mensajería, habilitan formas diferentes de control y circulación de afectos, prestigios y relaciones que nos determinan mientras circulamos entre ellas mucho más de lo que querríamos admitir.
LA VIDA EN TWITTER. Pensemos, por ejemplo, en Twitter. La brevedad exigida por la plataforma (moderada por la reciente duplicación de los caracteres permitidos y por twits encadenados en “hilos”), fuerza al lenguaje poético o al ingenio en el mejor de los casos o, en el peor, a gritos destemplados, afirmaciones excesivas y provocaciones. La posibilidad del anonimato y los seudónimos más la prevalencia del sarcasmo y el lenguaje críptico fomentan los chistes internos y las indirectas que para el buen entendedor ventilan las internas de ambientes militantes, periodísticos y sociales en general. La ausencia de barreras para la propagación facilita el encuentro con opiniones extremadamente distintas, y la inexistencia de moderación o de controles de privacidad (más allá del “candado”) hace que las conversaciones sean fácilmente descarriladas por invasiones de trolls y bots. Su naturaleza cercana a la de las viejas salas de chat, en las que todos van hablando vagamente de lo mismo y siguiendo el tema del día, habilita una discusión política permanente, organizada por disputas de prestigios y de habilitaciones identitarias para hablar de ciertos temas, cuantificados en favs y retwits. A veces, un twit se viraliza o, en una discusión, alguien logra una formulación difícil de contrarrestar en el limitado espacio y tiempo ofrecidos por la plataforma. Allí, el autor puede declararse ganador y disfrutar de ver cómo llegan los corazoncitos.
Este formato genera un estado de permanente exposición emocional que puede hacerse adictivo. Se trata de un estado en el que la demonización es una de las formas más comunes de interacción. Pero también es un gran espacio de des-demonización, que nos permite estar al tanto de qué están pensando y haciendo cotidianamente personas en nuestras antípodas políticas, geográficas y culturales. No es difícil seguir a una intelectual ghanesa (@wunpini_fm), un filósofo anónimo (@chaosprime), un retwiteador de sueños (@ayer_sone) o un arquitecto/humorista libanés (@KarlreMarks).
En el mundo de Twitter, cada uno elige a quién seguir, y por lo tanto puede construirse una burbuja o una cosmópolis. Es común que usuarios de Twitter denuncien la frivolidad, la hipocresía o lo “cheto” de esta red, hablando despectivamente a un “ustedes”, que sólo pueden ser los que el propio twitero eligió para seguir. Se describe así la autoconciencia irónica de una comunidad.
Es que existe el twitero como personaje, de una manera que nunca podría existir un facebookero. En Facebook los twiteros se encuentran a familiares y compañeros de trabajo, y gente con la que tienen menos códigos culturales en común (no es menor vivir en una época en la que los familiares son personas culturalmente distantes). Al ser una plataforma más masiva, es vista como inferior por cierto esnobismo twitero, parado desde una red relativamente más joven, más universitaria, más politizada y más informada.
Y, sin embargo, quizás por ser una red más cerrada donde los usuarios se sienten más en confianza, y por permitir textos largos, son mucho más habituales en Facebook las discusiones largas, matizadas e interesantes, similares a las que en el algún momento se daban en foros o en comentarios de blogs.
¿POR QUÉ IMPORTA TODO ESTO? Puede parecer poco importante. Quizás no lo sea tanto si tenemos en cuenta que se trata de plataformas que cuentan sus usuarios en cientos o miles de millones, y que definen qué información reciben, con quién y cómo hablan, qué perciben como usual o como raro. O si vemos que las cuatro empresas que más capitales captan en el mundo son Apple, Alphabet (la dueña de Google), Microsoft y Amazon, con Facebook en un octavo lugar. Si nos preocupa Andebu, deberían preocuparnos estas empresas.
El modelo de negocios de Google, Facebook y Twitter depende de su capacidad de reorganizar las relaciones entre personas de tal manera que sea posible extraer renta de allí, acumulando y vendiendo información, aumentando el tiempo que la gente pasa frente a pantallas, ofreciendo un flujo permanente de estímulos a los que reaccionar y fomentando situaciones en las que pueda darse una interacción.
Un ejemplo de esto es la asombrosa capacidad de Facebook para posicionar arriba y bien visible en la ventana de chat a personas con quienes sentimos el impulso de conversar: el amigo con el que no hablamos hace tiempo, la persona que nos gusta y nos puso un par de “me gusta”, el compañero de militancia con el que discutimos toda la noche. Todos nutriendo la base de datos.
Casi todas las organizaciones políticas o sociales tienen grupos de Whatsapp (las más precavidas, de Telegram), y muchas dependen de esos grupos como principal espacio de organización. Sabemos, después de los escándalos de los últimos años, que los estados (con mayor poder y capacidad técnica) acceden sin mayores inconvenientes a casi todos los contenidos de los smartphones, y que esos estados y los gobiernos que los administran suelen tener pocos escrúpulos para usar esa información.
Pero no hay que ser tan desconfiado para entender la importancia de lo que allí se juega. La formación de comunidades de interacciones muy intensas, cuantificadas en amistades explícitas y corazones, genera sistemas de prestigios y microcomunidades que rápidamente desarrollan lenguajes técnicos y chistes internos, y a partir de allí juegos de pertenencias y diferencias que afectan profundamente las relaciones entre mundillos culturales y militantes. Ciertamente esto ocurrió siempre, pero no es menor que ahora ocurra en público y gestionado por multinacionales.
Los algoritmos que definen qué vemos (y en qué orden) son manipulados continuamente, suponemos que principalmente por razones comerciales, y la maximización de la llegada de un mensaje a través de estas herramientas puede comprarse, o bien pagando a la empresa por promocionar contenidos, o bien con un conocimiento técnico del funcionamiento de la red, que también se puede comprar.
Las redes, a su vez, eliminan barreras a la circulación de contenidos minoritarios o excéntricos, que en otro tiempo hubieran sido exitosos (y en algún caso merecidamente), ocultados por editores de prensa o académicos, proliferando últimamente nichos de terraplanistas o de chistes sobre posestructuralismo (aunque también, y cada vez más, cunde la censura con la excusa de las fake news y la apología del terrorismo). Pero mientras lo minoritario puede salir a la luz, lo que aspira a ser contrahegemónico seguramente tenga más problemas si le interesa disputar con la hegemonía. Así, la relación entre los nichos (trasnacionales) y las tradiciones políticas (nacionales) se hace crecientemente complejo.
Las redes son también grandes creadoras de jerarquías. La habilidad en su uso puede llevar a unos pocos a tener audiencias enormes, permitiéndoles crear carreras que monetizan su influencia (de hecho, ya se puede considerar al influencer como una profesión), y orientando a muchos otros a la competencia por ocupar un día ese lugar. Transformando –aun inconscientemente– interacciones lúdicas, políticas y cotidianas en movimientos tácticos en un mercado.
Estas dinámicas son una pieza cada vez más importante en la economía del capitalismo informacional y sus lógicas precarias de trabajo: al existir cada vez menos trabajos estables, las personas van a necesitar venderse y publicitarse cada vez más para ofrecer su trabajo, y las redes (incluida academia.edu, el Facebook de los investigadores) juegan en esto un papel nada menor.
Las redes sociales también aceleran los ciclos noticiosos, destacan los escándalos y hacen máquina con la carrera por los ratings de la televisión. Si bien los diarios siguen hasta cierto punto marcando la agenda, cada vez más los periodistas citan twits como fuentes de noticias y responden con sus coberturas a reclamos de la red.
Existen ya tradiciones enteras de pensamiento crítico que se han ocupado de estos asuntos: Nick Land, Donna Haraway, Jodi Dean, Tiqqun, Franco “Bifo” Berardi han escrito sobre este tema, y se puede acceder gratuitamente a conferencias y textos de cada uno de ellos (inconmensurablemente más útiles que esta columna) con una rápida googleada. El conocimiento técnico es algo más difícil de obtener, aunque igual de necesario. El uso descuidado de estas herramientas encarna peligros que todavía no entendemos del todo, en un contexto en el que las normas sociales para su uso no están todavía del todo solidificadas, lo que nos lleva a menudo al borde de la anomia.
La militancia experimenta (a veces torpemente) con estas herramientas, lanzando campañas de hashtags, peticiones de change.org y llamados a cambiar las fotos de perfil, y los militantes dedican un ratito de cada día a decir en las redes lo que el partido necesita que sea dicho. Y es cierto que en los momentos importantes que vivimos a través de las redes, dándonos manija y repitiendo consignas, la emoción de la multitud no es enteramente distinta a la de la calle. Y si bien tampoco es necesariamente menos visible que una acción callejera, seguro es menos autónoma y menos proclive al desborde.