Ocurre de modo invariable. Cada vez que alguna figura de la política o de las finanzas queda atrapada en una historia que tiene que ver con impuestos, se apela a que el eventual delito (o la mera información, como pasó con los Panama Papers) corresponde al universo de “lo privado”. Esa conveniente lectura es la que ensayó otra vez Luis Lacalle Pou cuando le preguntaron el pasado fin de semana sobre la rotunda multa que la Dirección General Impositiva (Dgi) le aplicó a su principal dirigente en Maldonado, Rodrigo Blás (véase Brecha, 17-VIII-18).
Es obvio que el presidente del Partido Nacional de Maldonado tiene el derecho a impugnar la resolución estatal, aunque las denuncias presentadas ante la Impositiva están basadas en un robusto compendio de documentos y testimonios, tal como publicó este semanario allá por 2014 (la serie de artículos de Mónica Robaina comenzó en febrero de ese año). De hecho, esos indicios fueron los que motivaron a la Dgi a derivar todo el caso a la justicia del crimen organizado. Lo que se imputa, además, no es evasión fiscal (una figura que, de todas formas, en todo el mundo es abordada como precedente del lavado de dinero), sino defraudación tributaria. Este matiz, en buen romance, quiere decir que hubo una intención de engañar o estafar al Estado, en este caso mediante una subfacturación en la venta de terrenos en codiciadas zonas puntaesteñas.
Sin ingresar en cuestiones éticas, es ilustratitvo que un político con las aspiraciones de Lacalle Pou llegue a sugerir que engañar al Estado por grandes montos de dinero es un asunto privado. Es evidente que los –en principio– 500 mil dólares que el dirigente y empresario inmobiliario habría ocultado del fisco es un dinero que debería estar en la caja pública, si no hubiera sido retenido para optimizar los beneficios de la venta de propiedades a través de su inmobiliaria, y que también –hay que decirlo– hubo cierto descuento para los compradores al subdeclarar el monto real de la venta de los padrones. Un negocio redondo. Cualquiera entiende que esa plata negra que correspondía volcar al Estado podría haberse utilizado para políticas públicas (puede elegir la que más le guste: ¿cuántas tobilleras electrónicas para prevenir la violencia de género se podrían haber financiado con medio millón de dólares? ¿O cuántas reformas edilicias en liceos o escuelas?). Claro que es un asunto público, y no es necesario para considerarlo así que Blás actuara en su calidad de funcionario estatal (aunque por mucho tiempo fue edil integrante de la Comisión de Obras de la Junta Departamental de Maldonado y presidente de ese organismo, período en el que se impulsaron votaciones referidas a fraccionamientos inmobiliarios, entre ellos el propio Valle di Saronno, que luego promovió, junto a otros ediles, desde su negocio). Pero además, si el gran evasor o gran estafador es un político, la carga pública del asunto es doblemente pesada.
Una vez más quienes hacen bandera con las virtudes del liberalismo, como la igualdad ante la ley, recurren a la picardía de naturalizar los delitos económicos (crímenes de “cuello blanco”, como se les llama en los viejos manuales) o atribuirlos a los vaivenes empresariales de quienes arriesgan el capital. Es probable que no fuera arropado de ese modo un contribuyente cualquiera a quien el Estado le ejecute su casa por falta de pago, por más desempleado o mal alimentado que esté. Parece que el contrato social sólo es válido aplicarlo en un sentido descendente en la escala socioeconómica, porque cuando el pacto es quebrado por un cofrade que maneja grandes montos de dinero y financia el partido, con mucha facilidad se circunscribe el desvío al ámbito de la privacidad, o se lo representa como producto de la persecución de un fisco voraz. La interpretación defensiva de Lacalle Pou está cargada de ideología, aunque en este caso no abunden los editoriales en los círculos liberales que tan a menudo salen a despreciar esa misma palabra.