No es necesario ser demasiado perspicaz para advertir que los hechos de estos últimos días sugieren que la administración de Donald Trump ha intensificado sus acciones para quebrar definitivamente la revolución bolivariana. Estados Unidos ya lo ha intentado en numerosas ocasiones, empleando medios abiertos y encubiertos. Fue muy visible en 2002, cuando la intentona del golpista Pedro Carmona recibió inmediato reconocimiento, pese a lo cual, desde las calles, movilizaciones masivas restauraron en su cargo al legítimo presidente Hugo Chávez. Desde entonces, fueron varias las derrotas cosechadas en su patio trasero; la más emblemática fue el rechazo al Alca en 2005.
Actualmente, aquellos encomiables esfuerzos por una integración en clave latinoamericanista parecen enterrarse por una generación de nuevos gobernantes que, sin miramientos, exhiben y sobreactúan un alineamiento fuertemente acrítico respecto a Estados Unidos. Con el aval de una región con presidentes como el argentino Mauricio Macri, el colombiano Iván Duque, el chileno Sebastián Piñera y el recién asumido Jair Bolsonaro, entre otros, más el acicate del selectivamente beligerante secretario general de la Oea, Trump y sus asesores más duros se muestran decididos a recuperar el terreno perdido y no dudan en apelar a la antigua retórica de la doctrina Monroe, empleada como argumento para detener en este caso el avance de Rusia, y sobre todo de China, en la región.
Como abiertamente lo han manifestado algunos influyentes y altos funcionarios estadounidenses, la presión sobre Venezuela puede ser parte de un conjunto de otras acciones que incluirían a Cuba y a Nicaragua. La sintonía de tales amenazas con las expresiones más radicales del clan Bolsonaro –que no cesa de pregonar el fin de la izquierda en América Latina– es más que evidente.
Partiendo de estas brevísimas generalidades, me permitiré ofrecer un contexto histórico mínimo para echar luz sobre tres cuestiones. La primera contribuye a comprender dentro de un marco más amplio esta renovada actitud intervencionista de Estados Unidos en Venezuela y sobre todo a descentrarla de lo que es la figura de un presidente hoy altamente cuestionado como Maduro. La segunda, e intrínsecamente ligada a la anterior, atiende a los actores regionales, cuyo protagonismo no debe obviarse, más allá del siempre ostentoso poderío imperial de Estados Unidos. Tercera y última: un breve señalamiento sobre el proceder internacional de Uruguay en esta tensa atmósfera regional, tomando como referencia la última expresión a este respecto que fuera presentada en la sesión extraordinaria del Consejo de Seguridad de la Onu que trató la situación de Venezuela.
“Estamos con ustedes”: mesianismo y paternalismo. Aunque las tramas injerencistas siempre se urden con anterioridad y suponen varias etapas, la escalada de los últimos días incluyó un video emitido por el vicepresidente Mike Pence el pasado 22 de enero. Era la previa de una nueva jornada de movilizaciones convocadas por la oposición venezolana para desconocer la legitimidad del presidente Maduro. La fecha empleada no era casual sino emblemática en la historia del país sudamericano: el 23 de enero, pero de 1958, un golpe de Estado ponía fin a la dictadura del coronel Marcos Pérez Jiménez, a quien Estados Unidos había cobijado y exhibido como ejemplo para la región. En la grabación de poco más de un minuto y medio, Pence se refirió a Maduro como “dictador sin derecho legítimo de poder”, un “usurpador”. “Al alzar sus voces mañana, en nombre del pueblo estadounidense, le decimos al pueblo entero de Venezuela: ¡Estamos con ustedes!”, empleando en esta última exclamación el idioma español. “Muchas gracias y vayan con Dios”, completó luego, también apartándose de su nativo inglés. Junto a esas voces de aliento, el vicepresidente estadounidense también indicó que el apoyo de su país se volcaba hacia la figura de un diputado hasta ese momento escasamente conocido, Juan Guaidó, integrante de la Asamblea Nacional, que según Pence constituye el “último vestigio de la democracia” venezolana. El espaldarazo fue tan decisivo que, sin tomar en cuenta los escasamente representativos 97 mil votos obtenidos para ocupar la banca, Guaidó se autoproclamó y él mismo juramentó como “presidente encargado” de Venezuela. Minutos más tarde llegó oficialmente el reconocimiento Estados Unidos y, tras él, varios otros países procedieron en igual forma.
Luego de ello, y repitiendo sucesivas amenazas de intervención, Estados Unidos consiguió llevar el tema de Venezuela a consideración del Consejo de Seguridad de la Onu. En dicha instancia la participación quedó a cargo del secretario de Estado Mike Pompeo, ahora secundado por Elliott Abrams, un diplomático de amplia y triste trayectoria en América Latina, nombrado por Trump para ayudar a gestionar la “democratización” de Venezuela. Su ya conocida impronta anticubana estuvo presente en el discurso de Pompeo, quien advirtió que Cuba estaba detrás del gobierno “opresor” y “antidemocrático” de Maduro. “Es el momento de que todos los países tomen partido. No más demoras, no más juegos. O están con las fuerzas de la libertad o están con Maduro y su caos”, sostuvo. A ello agregó un llamado “a todos los miembros del Consejo de Seguridad a apoyar la transición democrática en Venezuela y el papel que tiene en ella el presidente interino Guaidó”.
El video de Pence, la irrupción repentina del diputado Guaidó, las expresiones de Pompeo y el cerco en torno a un país latinoamericano como Venezuela encuentran amplio sentido si se las ubica en un marco más amplio. Actuar de esa manera forma parte de una muy extendida tradición política aún vigente en Estados Unidos, y ella trasciende ampliamente las fronteras partidarias entre republicanos y demócratas. Ninguna de esas cuestiones y muchas otras que han ido sucediéndose parecen disparatadas; forman parte y crudamente exhiben algunos de los componentes ideológicos que históricamente han pautado las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Vale la pena subrayar que, en esta región, como ha señalado irónicamente el profesor de historia Greg Grandin, los estadounidenses (él mismo lo es) aprendieron a ser imperialistas.
La arrogancia imperial para indicarles a otros países que deben pronunciarse, el paternalismo implícito del “estamos con ustedes”, el maniqueísmo que reduce las opciones a un enfrentamiento de buenos y malos, o el mesianismo para autoproclamarse portadores de una libertad a ser extendida por los pueblos inferiores: todo ello es parte del habitual e histórico injerencismo que en este caso particular se explaya vivamente en un país cuya débil institucionalidad es histórica y donde tradicionalmente Estados Unidos ha incidido en sus asuntos internos, en buena medida como parte de su respaldo a empresas petroleras estadounidenses, que, dicho sea de paso, pasaron a afincarse decididamente en Venezuela luego de ser amenazados sus intereses por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas en 1938. A este respecto resultan pertinentes los excelentes trabajos de Margarita López Maya y Gustavo Salcedo, por cierto, dos historiadores que militan en filas de la oposición antichavista.
Un precedente peligroso. El segundo apunte se ubica en la órbita regional y parte de un señalamiento personal. En los últimos 15 años, y como parte de una investigación de largo aliento acerca de la operación encubierta de la Cia para derribar al guatemalteco Jacobo Árbenz en 1954, he recorrido numerosos archivos históricos latinoamericanos, fundamentalmente diplomáticos. Las experiencias y evidencias acumuladas enseñan que, a lo largo de la historia, los poderes imperiales necesitan y muy habitualmente acuden a los actores locales. Esta nueva ofensiva contra Venezuela no parece ser la excepción, pues el belicoso Estados Unidos es secundado firmemente por varios países que, amparados en una retórica humanitaria, integran una región que no precisamente se caracteriza por el respeto a la democracia y a los derechos humanos.
Su rol protagónico no debe perderse de vista, así como el riesgo que implica este alineamiento automático con lo que parece constituir una nueva modalidad de golpismo estadounidense. Aunque el argumento humanitario-democrático sea poco creíble en una región que se caracteriza por una ostentosa desigualdad social y resulte hasta risible para gobernantes como Duque, Abdo Benítez, Juan Orlando Hernández o Jimmy Morales, no pueden dejar de alertarse tres cuestiones. Una, el peligroso precedente que supone acompañar con excesiva imprudencia una “autoproclamación”. Emblemática de esta premura fue la equivocación del presidente de Paraguay al pronunciar el apellido del venezolano (“Gaudio”, en lugar de Guaidó). Dos, y no menos desastroso, los alcances que puede tener ese acompañamiento a una administración como la de Trump, que puede necesitar de una incursión militar como parte de sus intenciones reeleccionistas. Tres, que los representantes de esta nueva derecha latinoamericana parecen ignorar, pasmosamente, que las miles de intervenciones estadounidenses en la región significaron la interrupción de procesos democráticos y ambientaron flagrantes violaciones a los derechos humanos, entre ellos los delitos de genocidio y desaparición forzada masiva.
“Jamás” una “intervención armada”. La sensatez y excepción corrió por cuenta de México y Uruguay, que insistieron una vez más en una salida negociada. En este complejo entramado tuvo lugar el discurso de Elbio Roselli, representante de nuestro país en el Consejo de Seguridad de la Onu. El funcionario uruguayo no es un diplomático más, posee amplia trayectoria y experiencia. Por eso sus palabras fueron elocuentes.
Primero, argumentó jurídicamente por qué el tema no se encontraba dentro de la agenda, considerando que no era ese el “ámbito más conveniente” para abordar la situación del “hermano país”. Segundo, insistió en reafirmar que la “peor solución para el pueblo de Venezuela es profundizar su aislamiento internacional”. Mediando ese “espíritu”, expresó una vez más el llamamiento de los gobiernos de Uruguay y México a todos los actores internos y externos para “reducir las tensiones” y evitar así una “escalada de violencia”, conforme a los “principios del derecho internacional”. Compartió la preocupación de los demás integrantes por la situación de los derechos humanos, recordando que Uruguay ha procedido abriendo “las puertas… sin rechazar al migrante en la frontera”. Sin embargo, y tomando distancia de Estados Unidos, enfatizó que dicha “actitud” se ha implementado “sin levantar muros”. Por si acaso no quedaba claro, a renglón seguido expresó con contundencia: “Independientemente de las circunstancias que se invoquen, Uruguay no respaldará jamás, en ningún ámbito, una intervención armada en ningún país de la región como pretendida solución a una crisis interna”.
Entre la “vergüenza” y la tradición. Los partidos opositores al actual gobierno emplearon, en boca de la mayoría de sus dirigentes, duros calificativos para juzgar la posición internacional de Uruguay. Reiterada fue la palabra “vergüenza” para describirla, aunque también se han sugerido otros cuestionamientos que apuntan a “oscuros” intereses y “fidelidades inconfesables”, todo lo cual parece encontrar sentido en el marco de una campaña electoral en la que la cuestión de Venezuela será empleada para asociar al gobierno del Frente Amplio con la “dictadura” de Maduro.
Sin embargo, tales juicios no resisten un análisis histórico de larga duración. De hecho, la posición de la cancillería parece sustentarse y encontrar sentido en una tradición internacional del Uruguay cuya vocación por el respeto al derecho internacional, a la solución pacífica de controversias y a la igualdad jurídica de los estados es amplia e históricamente reconocida. Conviene indicar que ambos partidos tradicionales contribuyeron decisivamente a consolidarla durante todo el siglo XX.
Por lo anterior, mayormente llamativa resulta la posición del Partido Nacional si se la compara con la anterior membresía de nuestro país en el Consejo de Seguridad de la Onu durante 1965. En aquella también delicada coyuntura internacional –con un Brasil que el año anterior había consumado el golpe militar contra el presidente João Goulart–, le cupo al representante uruguayo y dirigente político del herrerismo, Carlos María Velázquez, lidiar con uno de los más tristes actos intervencionistas de Estados Unidos, que poco antes invadió República Dominicana, amparándose en los tradicionales argumentos “humanitarios”. Sus altivas y fundamentadas palabras, también expresadas en un ámbito de proyección global, se sustentaban en la trabajosa experiencia de defender el “principio de no intervención” en un continente donde un “tiburón” históricamente asediaba a las “sardinas”: “Creo que nuestros pueblos acaso sean de los más singularmente expertos de todos los pueblos en esta materia”. “Cada palabra, cada artículo”, proseguía Velázquez en 1965, respondía “a una experiencia”, recordaba “un infortunio del pasado y tiende a prevenirlo”. En la línea de esa digna tradición internacional, el discurso de Roselli y la insistencia en una mediación que evite tanto la intervención extranjera como una fratricida guerra civil, conviene una vez más recordar al diplomático herrerista: “Resulta, pues, paradójico que se sugiera que para reafirmar la democracia y la libertad violemos el derecho y abramos la puerta a la arbitrariedad”.
* Doctor en historia, profesor adjunto de la Udelar, investigador del Sni.