Procesando una victoria ajustada - Semanario Brecha
Apuntes nerviosos sobre Brasil (y no solo)

Procesando una victoria ajustada

Lula ganó, y quienes prefieren que no gobierne un celebrador de la tortura suspiran de alivio. Pasados los días de tensión y festejo, podemos empezar a pensar lo que viene.

Una multitud asiste al discurso de Lula da Silva durante un acto de campaña, en setiembre. RICARDO STUCKERT

1. Que América del Sur es un solo espacio político queda cada vez más claro. Las semanas previas a cada elección, dirigentes y militantes de los demás países, incluyendo jefes de Estado, dejan claro a quién apoyan. Esos apoyos muestran redes históricas y de solidaridad, pero también recursos, ideas y alianzas más o menos formales. Una coalición entre la izquierda y el progresismo se disputa el continente con otra coalición, que une a fascistas y neoliberales. Todos saben que lo que sucede en los demás países del continente los afecta como si fuera política doméstica, y lo tratan como tal. Brasil es, de lejos, el país más grande y más poblado del continente, por lo que su destino es especialmente importante para los demás. Pero esta no es necesariamente la mejor manera de mirarlo. Desde Uruguay, Brasil no es algo importante pero ajeno, sino algo que está adentro, entreverado. ¿Acaso el avance del poder político del agronegocio, los militares y las Iglesias neopentecostales no nos incumbe? ¿No hay, acá, paranoia ultraderechista?, ¿ni grupos mafiosos y milicianos? No es que los problemas sean apenas parecidos: es que las fuerzas que se disputan Brasil, en buena medida, están acá, aunque en otras proporciones y de otras maneras.

2. Estábamos avisados de que los resultados del Nordeste iban a entrar al final. Bastante rápido, apareció la tendencia de que en cada actualización se veía un pequeño avance para Lula. Pero la cosa iba más lento de lo razonable, y el resultado final fue, otra vez, más apretado de lo esperado. El clima de los días que rodearon la elección fue de violencia e incertidumbre. El día antes de las elecciones, la diputada bolsonarista Carla Zambelli protagonizó un incidente en el que apuntó con un revólver a personas desarmadas. El día de las elecciones, la Policía caminera bloqueó el tráfico y entorpeció la votación en el Nordeste, y se registraron numerosos casos de represión en zonas donde se esperaba una buena votación de Lula. En los días siguientes, simpatizantes bolsonaristas organizaron numerosos cortes de ruta (algunos de los cuales fueron dispersados por hinchas del Corinthians y por trabajadores metalúrgicos) y una multitudinaria manifestación en Río, en la que pedían un golpe militar. Circuló un video de una de esas concentraciones, en la que se veía a cientos de personas con el brazo en alto, haciendo el saludo fascista.

3. Los desafíos que va a tener que enfrentar el gobierno de Lula son considerables. No solamente no tiene mayoría en el Congreso, sino que, además, allí tienen un peso definitorio las derechas y las ultraderechas. Asimismo, la amplitud de la alianza electoral y social que lo llevó a la victoria incluye intereses e ideologías enfrentadas, cosa que no va a ser sencilla de gestionar. El gobierno estará rodeado de aliados poco confiables. Y, agazapadas, estarán las redes empresariales y de ultraderecha, listas para organizar lockouts, episodios de violencia y todo tipo de acciones desestabilizadoras. En el plano económico, los mercados no van a tenerle paciencia a eventuales heterodoxias del nuevo gobierno (es bien sabido que los inversores toleran mucho más la heterodoxia a liberales y ultraderechistas que a progresistas e izquierdistas). Lula ganó prometiendo recuperar los niveles de consumo de la población, pero, en tiempos económicos inciertos, no es evidente que lo pueda lograr (recordemos que Alberto Fernández ganó prometiendo lo mismo). Lula va a tener que equivocarse muy poco y, además, tener suerte.

4. De todos modos, hay motivos para festejar. La ultraderecha pierde el principal nodo de su red en Sudamérica (quizás, en el mundo). Si el único efecto de la victoria de Lula fuera privar a la ultraderecha del control del Estado más importante del continente, eso ya sería mucho. A eso hay que sumar el compromiso del gobierno entrante de tomar medidas contra la deforestación, que incluyen la creación, junto con la República Democrática del Congo e Indonesia, de una «OPEP de las selvas». El avance fascista y la catástrofe ambiental no son imparables. O, por lo menos, es posible desacelerarlos y tener un respiro. No es poco.

5. Cuando la izquierda pierde, aunque sea por poco, suele sumirse en la autoflagelación. Se pregunta por qué no conecta con su pueblo, ataca a sus intelectuales y militantes, produce cientos de «desilusionados» que giran por los medios de comunicación. Cuando la derecha pierde por poco, hablamos de lo cerca que estuvo y de lo fuerte que está. Las derechas (y, especialmente, las ultraderechas) producen una fascinación y un efecto de invencibilidad que no siempre se condice con los resultados reales. Ni Trump ni Bolsonaro lograron ser reelectos, lo que indica que, una vez en el gobierno, no consiguen sostener sus apoyos. Es cierto que la ultraderecha está consolidando y ampliando su base electoral. Es cierto que Bolsonaro sacó 400 mil votos más que en 2018. Pero también es cierto que la ola de rechazo que producen es aún mayor: Lula sacó 13 millones de votos más de los que sacó Haddad en 2018. Las pasiones que despierta la ultraderecha se vuelven contra ella.

6. Cuando las situaciones son confusas, puede ser útil recurrir al viejo modo de análisis de los leninistas: ir de lo mundial a lo local, buscando una contradicción principal. Siendo que, en esta etapa (así la llamaría un leninista), lo que está en juego son las condiciones de posibilidad de la vida humana en la Tierra, no puede ser otra la contradicción principal, que, además, es de escala planetaria. La disputa es entre, por un lado, la necesidad del capitalismo de crecer acelerada e ilimitadamente y, por otro, los sistemas (atmosféricos, ecológicos, sociales) que sostienen nuestra vida. De un lado, la industria petrolera, los agronegocios desforestadores y destructores de la biodiversidad, los militarismos y fascismos, las finanzas que subordinan y destruyen el mundo social, y los lobbies y los armados político-intelectuales que defienden y justifican todo esto. Del otro, todos los demás.

7. Este todos los demás tiene problemas para nombrarse a sí mismo y formular un proyecto común. Esto es porque agrupa una enorme heterogeneidad. El finado Bruno Latour (que estaría muy contento de enterarse de la derrota de Bolsonaro) formuló, en este sentido, una propuesta: abandonar el «frente modernizador», que busca subordinar, y «modernizar», lo local en favor de lo global, y buscar un devenir terrestre para crear una forma de estar en la que nos entendamos, junto con los seres no humanos, como cocreadores de las condiciones en las que vivimos, en todas las escalas, oponiéndonos a quienes creen que pueden escapar a barrios privados o a Marte, que pueden resolver el problema armándose o que pueden hacer de cuenta que no pasa nada.

8. No es raro que, en la medida que la posición de quienes se niegan a devenir terrestres se basa en negar la existencia de la archicomprobada y evidente crisis ecológica, nazcan de allí todo tipo de discursos delirantes y negadores de la realidad. Pero no deberíamos ser demasiado rápidos al desechar todo lo que ocurre allí como un delirio. En las ultraderechas circula, además de odio y paranoia, un estado de ánimo guerrero, alegre, pío y emocionado, del que se puede aprender, así como historias de héroes, redenciones y violencias que no son tan distintas a las de la cultura de masas de toda la vida. Hay, también, algo profundamente razonable en esas posiciones. Si, mirando hacia adelante, lo que se ve es descomposición social, escasez, desastre y guerra, es razonable ponerse al lado de quien esté más armado, proponga discursos de exterminio y sea más intimidante. Si los problemas que enfrentamos son tan tremendos y nuestras capacidades son tan insuficientes para enfrentarlos, es razonable apelar al fanatismo religioso. ¿No es, acaso, el milenarismo ultraderechista otra cara del colapsismo? ¿No son las milicias una forma de prepararse para una descomposición social que no es difícil de avizorar y que ya es una realidad en muchas zonas de nuestra América y del mundo? Después de todo, aunque no parezca, vivimos en la misma realidad. En todo caso, tendríamos que pensar qué está fallando en nuestra capacidad de imaginar otros futuros posibles.

9. Detengámonos en un detalle significativo. El mismo movimiento que produce multitudes que levantan el brazo como quien dice «heil, Hitler» se embandera con la bandera de Israel. ¿Qué les dice esa bandera a estos fascistas? Parte de la explicación es teológica y tiene que ver con el rol de Israel en la escatología neopentecostal (muy distinta, por cierto, del rol que la historia bíblica del pueblo judío tenía para la teología de la liberación). Pero hay otra, más mundana. Israel es un ejemplo del tipo de apartheid racial, securitario y capitalista que cualquiera que quiera construir una sociedad de muros, despojos a poblaciones nativas y espionaje puede admirar, por más antisemita que sea. Esa Israel que es, como la llamó el gran neocón uruguayo Julio María Sanguinetti, «la trinchera de Occidente». Hay una solidaridad profunda entre esta trinchera y la ofensiva colonial que representa el avance de la frontera agrícola sobre la Amazonia.

10. Una buena indicación de que una era está terminando es que sus narraciones históricas empiezan a resquebrajarse. Las narraciones sobre la Segunda Guerra Mundial y las dictaduras de los setenta, que excluían al fascismo y a la celebración de la dictadura del discurso político mainstream, ya no son operativas. En los primeros que se nota el fin de la era liberal es en los propios liberales, que ya no ven una frontera clara entre el fascismo y ellos mismos. Para ilustrar este punto, una pregunta: ¿es posible imaginar un fascista tan violento que Vargas Llosa no sería capaz de apoyarlo contra la izquierda? Otro ejemplo de desnaturalización de las democracias liberales es la forma como miramos las elecciones. Ya no se trata simplemente de prestar atención a las campañas y esperar a ver quién tuvo más votos. Las cosas importantes están en otro lado: qué cambios hubo recientemente en las reglas de juego, qué tanto se va a poder efectivamente votar, cómo se van a contar los votos, qué posición tomarán policías y militares, qué tanto los resultados que salgan de las urnas van a ser certificados como tales por las autoridades políticas, etcétera. Los jueces, mientras tanto, ya no son considerados neutros y limpios defensores de la ley, sino actores políticos con ideologías e intereses como cualquier hijo de vecino. En esto, Estados Unidos, líder de Occidente, fue pionero.

11. El nudo de este tiempo es que los liberales están quebrados ideológicamente, pero siguen mandando. El poder político del capital no está en cuestión, y los armados jurídico-políticos liberales y neoliberales que lo fortifican, tampoco. Los congresos diseñados para proteger los intereses de minorías capitalistas siguen siendo capaces de trancar reformas. Las marañas de tratados internacionales que garantizan la supremacía del capital sobre la política siguen ahí. Las logias fascistas que los liberales promovieron en la Guerra Fría dentro de las fuerzas de seguridad siguen siendo garantes de un orden. En su crisis, el liberalismo produce freaks: libertarians misántropos que consideran la compraventa de órganos, estafas con criptomonedas y estéticas futuristas, mafias que manejan ejércitos privados, enormes redes logísticas y flujos de capital. El optimismo liberal de los noventa no existe más, pero su versión zombi sigue gobernando o, por lo menos, impidiendo que se hagan las urgentes transformaciones que la policrisis ecológica, económica y política demanda.

12. Para pensar el lulismo que viene, conviene recordar el lulismo de los dos mil. Para eso, podemos volver a Os sentidos do lulismo, de André Singer. Ese libro presta particular atención, desde un análisis de clases, a la diferencia entre los electorados que llevaron a Lula a la presidencia en 2002 y 2006. Lo interesante es que, aunque la proporción de votos fue la misma (61 por ciento), su composición fue totalmente distinta. Mientras que en 2002 el voto no estaba especialmente polarizado en términos de clase o regionales (Lula ganó en todos los estados menos Alagoas), en 2006 sí: Lula concentraba sus votos entre los sectores de renta baja (mejor dicho, bajísima) y en el Nordeste. Esa fue la elección en la que, según Singer, sucedió un realineamiento de la política brasileña. Los pobres, que hasta entonces eran la base de los candidatos conservadores, serían a partir de entonces la base del lulismo. Y los sectores medios y medios bajos, que habían sido la base del Partido de los Trabajadores (PT) en los noventa, serían, a partir de 2006, la base de la derecha. Ese realineamiento se mantiene, a grandes rasgos, hasta hoy, lo que se evidencia en el parecido entre el mapa que da la elección de 2006 con el que da la de 2022. El libro es de 2012, por lo que no cubre el período dramático que vino después. Pero adelanta algo, ya desde el subtítulo: «Reforma gradual e pacto conservador». Así caracteriza Singer (que fue, vale notar, asesor de Lula) el lulismo, al narrar cómo fue que se dio en esos mismos años la transformación ideológica del PT desde posiciones socialistas hacia posiciones nacional-populares. En la vuelta al gobierno del PT, conviene no olvidar que, en sus últimos meses en el gobierno, entre 2015 y 2016, estaba procesando un ajuste fiscal mientras aumentaban las tensiones con sus aliados derechistas y con el Congreso.

13. Circuló por las redes, estos días, un mapa de América Latina en el que los países gobernados por la izquierda estaban pintados de rojo, y los gobernados por la derecha, de azul. El mapa daba un enorme mar rojo, con Uruguay como uno de los pocos puntos azules. Esto es un avance considerable respecto a la situación de hace apenas un par de años. Sin duda, la nueva situación va a habilitar nuevas posibilidades, especialmente en el frente de la integración regional. Pero conviene no ilusionarse con la idea de una segunda ola progresista. La situación es demasiado distinta a la de principios de los dos mil. La presencia de la ultraderecha es solo una de estas diferencias. También las hay en las izquierdas. Es notorio el cambio en el estado de ánimo. Todos estamos más viejos, más curtidos, menos ingenuos. Muchos en la izquierda siguen abrazados al lenguaje progresista del desarrollo y los derechos, pero con menos convicción y menos ambición. Otros sacaron la conclusión de que hay que apostar a la moderación y adoptar el lenguaje de las derechas: es necesario purgar a «los progres», lograr acuerdos con los poderes fácticos, disciplinar a lxs revoltosxs y no complicarse la vida.

14. El problema de estos dos caminos (la continuidad del progresismo como si nada pasara y la adopción pragmática de un inmovilismo conservador), o, peor aún, de una combinación de ambos, es que llevan a un callejón sin salida. Esto, porque un pacto con el capital, en esta era de crisis ecológica y mercados enloquecidos, no va a traer estabilidad. Entonces, hay que inventar una tercera cosa. Que, como siempre que hay que inventar algo, ya existe. Embrionario, disperso. Quizás deprimido, desorganizado; a veces, aceptando disciplinadamente subordinarse a sus primos mayores. Otras, atrapado en pequeños nichos militantes o intelectuales, o protegiendo experimentos de pequeña escala con nuevas formas de vida. También en aspiraciones de cambio y resistencias desparramadas por todo el territorio y la sociedad. Las izquierdas que sostienen la estrategia del pacto conservador parecen sentir el impulso de ridiculizar y marginar a esta tercera posibilidad, quizás para no desestabilizar la correlación de fuerzas internas. Pero quizás también sospechen que ahogar lo nuevo también tiene sus peligros. Quizás sospechen, también, que por más que moderen no van a salvarse de ser acusados de comunistas y degenerados. Y que después de los comunistas y los degenerados, los van a ir a buscar a ellos. Y ya no estamos hablando sobre Brasil.

15. ¿Qué pasa, mientras tanto, con las multitudes? América Latina está llena de gente harta de la política, agobiada por necesidades urgentes, dolida por sueños rotos. Sueños que, una vez por generación, encuentran la forma de reencenderse. Ya hace dos décadas de la ola progresista. La ultraderecha es derrotable. Y ahí está el pueblo negro del Nordeste (insistía el otro día un amigo) salvando la situación. Como antes lo hicieron el conurbano bonaerense y El Alto. También la periferia de Montevideo. Esos son los primeros lugares de los que hay que aprender.

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