Habrá que decidir a quién ponemos en el gobierno. A veces nos olvidamos, pero de eso y de nada más que de eso se tratan las elecciones. Lo único que ocurre es que metemos esos papeles en las urnas y a la noche se anuncia un gobierno. El voto no es un acto expresivo, no es una declaración de adhesión, ni de amistad, ni de simpatía. Es, apenas, la elección de un gobierno entre los que se proponen.
Uno podría preguntarse por qué son esas las opciones y no otras, pero inmediatamente volvería la pregunta de por qué no construimos esas otras. También uno podría preguntarse si podemos autogobernarnos de otras maneras, y es una pregunta importante que tenemos que responder en la práctica. Pero mientras lo hacemos, habrá un gobierno nacional que saldrá de algunos de los que se presentan, y, salvo que pensemos que sucedería exactamente lo mismo sin importar quien gane, nos conviene elegir entre las opciones que tenemos.
No pienso, dada la relación de fuerzas interna y lo que ocurrió en esta tercera administración frenteamplista, que un nuevo gobierno del FA vaya a significar grandes transformaciones en un sentido democratizador, ecológico o socialista. Sé que el juego que está planteado es ofrecer concesiones desesperadas al capital con la expectativa de sostener un crecimiento económico que permita balancear el salario, las políticas sociales y los servicios públicos. Pero también sé que cada cosa que se le pueda criticar al FA desde la izquierda sería mucho peor con un gobierno de derecha. ¿Eso quiere decir que hay que dejar pasar las cagadas del FA? No, todo lo contrario. Pero basta ver a Argentina y Brasil para entender que una cosa es resistir y responder a las concesiones del progresismo al capital y otra muy distinta es sobrevivir a la ofensiva implacable de la derecha en el gobierno.
En todo caso, no neguemos el devenir del gobierno del FA hacia posiciones empresistas y tecnocráticas. Entremos de lleno en el problema, pero no para hacer juicios moralistas que ven en todos lados traidores, cobardes, corruptos o ignorantes. Si la explicación de un fenómeno es la maldad, es porque estamos poniendo a nuestro narcisismo, nuestro creernos buenos, en el lugar de la explicación. Aun si hubiera traiciones, cobardía, corrupción e ignorancia, tendríamos que preguntarnos qué situaciones, qué procesos o qué formas de organización las producen, y esa pregunta sería política, como también sería político su remedio. Si la conclusión que sacamos de todo esto es que pasó lo que pasó porque algunas personas son malas, es porque no aprendimos nada, y por lo tanto es probable que todo esto nos vuelva a pasar.
¿Qué nos ayuda a efectivamente entender la situación? Primero que nada, salir de los eslóganes (ni “dos modelos de país” ni “son todos iguales”) y meternos en los problemas: en los movimientos del capital transnacional, las marañas jurídicas nacionales e internacionales que lo protegen, la forma de organización del Estado, las luchas en los terrenos académicos y pseoudoacadémicos que producen la hegemonía neoliberal en las tecnocracias, el avance micropolítico de una cultura neoliberal y de la derecha cristiana, la incapacidad de la izquierda para tener una fuerza de organización en el territorio capaz de responder. No se trata de disculpar a quienes tomaron las decisiones de tercerizar, firmar tratados que nos atan de manos, inventarles zonas francas a multinacionales o reprimir manifestaciones, sino de pensar qué tendríamos que hacer para intervenir en esos terrenos y lograr resultados diferentes.
La derrota todavía no sucedió, y bien puede evitarse. Pero también sucedió hace rato. La crisis del progresismo es un hecho, gane o pierda el FA, y no sólo en Uruguay. La cuestión es qué viene después (pueden ser nuevas izquierdas o un nuevo progresismo, más neoliberal aun), cómo se construye, con quiénes, con qué formas organizativas, con qué ideas.
Por eso, más que histeriquear el voto, es mejor que cada uno decida rápido qué va a hacer con esa cuestión, pero no deje de pensar en las cuestiones de mediano y largo plazo, que necesitamos enfrentar más allá de lo que anuncien las consultoras en la noche de los últimos domingos de octubre y noviembre. Sabemos, por ejemplo, que el capital demanda ajuste del gasto público y del salario, y que es necesaria alguna estrategia para responder. Sabemos también que, si gana la derecha, intentará imponer en sus primeros días de gobierno una ley de urgencia de cientos de artículos que va a implicar un ataque desde todos los frentes. Y sabemos que los tejidos militantes de la izquierda no están en su mejor momento.
No es lo mismo criticar que intentar desmarcarse por anticipar una derrota, por no querer participar de ella. Queramos admitirlo o no, todos los que en algún momento de estos 15 años formamos parte de los logros, las peleas y las discusiones de la izquierda uruguaya tenemos algo de esa derrota. Si no la asumimos como propia, no la vamos a poder entender, no vamos a poder cambiar lo que necesitamos en nuestro pensamiento y nuestras prácticas. Gane o pierda el FA.
Las redes sociales suelen parecerse más a una combinación de catarsis y propaganda que a la crítica. Tenemos que entender que estamos siendo alentados a responder a estímulos de determinada manera. Y que el escándalo de la semana, lo que dijo uno y otro político, no tiene ninguna importancia para las tareas que tenemos por delante. Es todo ruido. Si pensamos, ingenuamente, que lo que sucede en las redes tiene algo que ver con la expresión o la autenticidad, estamos en problemas.
Tomemos el caso de las famosas fake news. Los más ingenuos creen que se las derrota refutándolas (por suerte, porque alguien tiene que hacerlo). Pero el error es creer que alguien cree en las fake news. Quienes las comparten saben perfectamente que son falsas, y ningún desmentido va a detenerlos. Los votantes se piensan a sí mismos no como receptores, sino como agentes de la propaganda. Millones de “duranbarbas” se intentan manipular entre sí, siempre pensándose a ellos como genios tácticos, imaginando que hay un otro a quien propagandear. Estos genios tácticos no se dan cuenta (o se dan cuenta perfectamente) de que compraron un paquete ideológico, el del elitismo cínico, vendido por todo un armado mediático-intelectual que va desde House of Cards hasta los análisis despolitizados de la ciencia política.
Y que, por si es necesario decirlo, es una práctica de derecha. Hay toda una didáctica política en la forma como se “habla” de política desde los medios y la propaganda. Todo se analiza desde a qué candidato perjudica o si es técnicamente correcto, nunca participan fuerzas sociales, intereses o tradiciones. El abismo entre “los políticos” y “la gente” se repite todo el tiempo. Su función es ocultar la posibilidad de que las personas comunes hagan política, y funciona aun cuando se habla mal de “los políticos”. La serie de TV Ciudad Historias de campaña, por ejemplo, muestra la campaña como centro de la política y al publicista como su protagonista. Las multitudes aparecen, pero siempre son narradas por la voz en off del publicista. El candidato es el producto, trabajado por equipos de I+D y marketing, y la gente es consumidora, pero, al igual que a los consumidores de otros productos, se les invita a fidelizarse, a dar likes, a contarles a sus amigos.
Para pensar en qué hacer políticamente en una situación así, tenemos que dejar de pensarnos como receptores y reproductores de propaganda que eligen un candidato y se alegran si gana. Hay muchas cosas para hacer que están a la mano de cualquiera: participar de (o crear) espacios de discusión y acción, recortar pedazos de la realidad que nos son relevantes y en los que nos es posible intervenir, tener una idea de cuáles son los campos de disputa a nuestro alrededor (y siempre los hay, en cada facultad hay una derecha académica, en cada barrio hay un Pare de Sufrir comiendo oreja, en cada muro hay un pequeño escuadrón de disciplinados cínicos, derechistas y provocadores) y pensar qué nos gustaría transformar de nuestras vidas y las de los mundos en los que nos movemos, grandes o chicos. Y aunque quizás no sea lo más importante, también votar a quien pensemos que nos apoyaría más o nos heriría menos en estas tareas.