En la marcha del 2 de febrero convocada por Nicolás Maduro para celebrar los 20 años del primer juramento presidencial de Hugo Chávez, pululan militares, agentes y empleados del Estado. Todos lucen, con cierto dejo de arrogancia, sus exuberantes insignias y carnets. Los pocos civiles que logran identificarse como tales participan en la concentración limitándose a aplaudir las peroratas del presidente.
–Abandonen el camino del intervencionismo. ¡Yanquis! Dejen de llamar a la guerra, dejen de apoyar un golpe de Estado, que ya fracasó. ¡El golpe de Estado fracasó y no se han dado cuenta! –vociferaba Maduro, en referencia a los prosélitos (nacionales e internacionales) de la oposición.
Simultáneamente, en otros sectores de Caracas, la ciudad dividida, se adelantaban las marchas y los plantones convocados por las fuerzas antagonistas al chavismo, lideradas por quien oficia como el otro presidente: “el escuálido” o “el perro blanco”. Así le dicen, decorativa y peyorativamente, a Juan Guaidó.
—A estas alturas acá nadie sueña, porque el sueño ya está cumplido. Acá todos alucinamos, y por eso estamos en constante estado de alerta para defender la patria ante cualquier intrusión ilegítima del imperio. Si tenemos que dejar la vida, pues la dejamos. Este gobierno no es juego –dice el sargento segundo Briceño, mientras pone en su cuello una pañoleta con la bandera de Venezuela.
—Allá en Colombia están persiguiendo a los compañeros ex guerrilleros, que tan noblemente bajaron la cabeza. Quieren exterminarlos; no están cumpliendo lo acordado en La Habana. Todo fue una farsa del usurpador gobierno gringo en cofradía con el Estado narcoparamilitar colombiano para aproximarse a nosotros y poder cercarnos. Todo esto es una estrategia, amigo. Si no resistimos y preservamos el legado revolucionario, después de nosotros entrarán, sin tregua alguna, a Nicaragua, para después terminar con Cuba, ¿entiendes? Quieren acabar con nuestro muro de Berlín latinoamericano y someternos a todos –comenta el capitán Moncada.
—El otro día escuché un discurso de Guaidó, y el pendejo decía algo así como que “la gente, producto de su trabajo, decida qué ser y qué hacer: eso es democracia”. No, hombre. Eso es una consigna socialista, ¿no? Aquí nadie puede decir que se le obliga a esto o a lo otro. Los que estamos acá estamos porque queremos, y no mendigamos el apoyo del pueblo, porque ya lo tenemos. Es nuestra base. Acá estamos en democracia. Así fuimos a las urnas y votamos por Maduro; no sólo porque creemos en él, como guía, sino porque avanzamos en nombre de la libertad y en memoria de nuestros comandantes, Simón Bolívar y Chávez. Ese Guaidó no sabe ni dónde está parado ni lo que se le viene encima si sigue en desacato –afirma la teniente Suárez, mientras usa sus manos para cubrirse del inclemente sol del mediodía.
Zamira Ovalle tiene 42 años, cuatro hijos de un mismo hombre, del cual se divorció por “falta de sintonía política”, y vive de la venta de gorras, botones y banderines de Venezuela. Ella sueña con dos cosas: pertenecer, algún día, a la milicia bolivariana y conocer “la gloriosa isla de Cuba para aprender más sobre el socialismo”. Asegura haber acompañado cada convocatoria del chavismo, sin falta, desde 2001.
—Esta no iba a ser la excepción. Acá estoy, defendiendo lo que es de todos. Llevo esperando este día varios meses. Es un momento histórico: no todos los días se cumplen 20 años de algo. Ahora estamos en un momento difícil: muchos compatriotas nos han dado la espalda, nos han abandonado, pero somos más los que seguimos en pie, aguantando la guerra económica y haciéndoles frente a las mentiras de la derecha. Esta crisis no será fácil de superar, pero un día todo esto será historia, porque vamos hasta la victoria siempre…
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En la plaza Bolívar, en pleno centro de Caracas, a pocas cuadras de la casa que vio nacer al libertador y justo debajo del edificio que alberga a la Asamblea Nacional Constituyente, permanece, día y noche, una carpa roja. En su interior siempre hay gente, sentada y siguiendo, en un televisor destartalado, el canal oficialista vtv (Venezolana de Televisión) o la cadena Telesur. Fuera de la carpa no es raro encontrar una pequeña romería de gente –sobre todo mayor– que habla sobre lo que pasa, sobre lo que no pasa y sobre lo que cree que pasará. El ron corre como una catarata etérea. Las soflamas son temerarias. Extremistas. Imágenes en tamaño real de Chávez y Maduro resguardan el devenir de la esquina.
El espacio en el que yace instituida la carpa se hace llamar “la esquina caliente” y hace homenaje a su nombre. Se dice que quienes la congregan son, habitualmente, los más radicales del chavismo. Aquellos que conforman los “grupos de choque”. Un eufemismo que en cualquier lugar del mundo, mal que bien, sería fácilmente traducible a “grupos paramilitares”, porque, aunque no se puede comprobar si algunos de ellos permanecen armados (aun cuando se sabe que han contado con financiamiento oficial), sí funcionan como un brazo civil de las fuerzas militares que sabe aterrorizar y perseguir –de muchas maneras– a los “disociados” (opositores).
Para ellos, cada cosa que se sale de su margen ideológico se convierte instantáneamente en sospecha. Su recelo es inagotable y hormiguean por toda la ciudad, desde los barrios populares hasta el centro, sin dejar de lado las zonas sifrinas –palabra comúnmente usada para referirse a los acaudalados o pudientes de Venezuela–. Muchos van motorizados, con banderas y consignas de la revolución, y forjan una bulla inestimable, con pitos, matracas, alaridos y hasta pólvora. Sus actitudes demuestran una desenfrenada obsesión por el control, además de una belicosidad tal que no es difícil suponer que ante cualquier adversidad o intromisión irán hasta las últimas consecuencias.
Ahora bien, el establecimiento de esta esquina y la conformación de los “grupos de choque” surgieron como una muestra no sólo de apoyo doctrinario y organizativo, sino también de resistencia y lealtad al gobierno de Chávez, que el 11 de abril de 2002 se vio amenazado por un intento de golpe de Estado. El primero y el último en los 14 años que estuvo en el gobierno.
En la “esquina caliente” presencié cómo cinco hombres se abalanzaron sobre un turista ecuatoriano que se paró allí unos minutos a ver y escuchar. Lo empujaron y, amenazándolo, lo cuestionaron, le pidieron identificación y le registraron todas sus cosas. En cinco minutos, unas diez personas vestidas de civil escoltaban la incriminación del líder de la pandilla, que consistía básicamente en hacer que el ecuatoriano se enterara de que en Venezuela todos los extranjeros son sospechosos de algo: “estrictamente sospechosos de lo peor”.
El teatro empieza a subir de tono. El ecuatoriano pide sus cosas y los hombres se niegan a devolvérselas. El incriminador entrega el pasaporte a un colega, mientras observa la galería fotográfica del celular y empieza a preguntarle quién es quién en cada foto, qué lugar es y qué hacía ahí. El ecuatoriano responde sin titubeos. Le remarca que, a su parecer, lo que ellos hacen es ilegal y arbitrario. En un momento el hombre entra al Whatsapp del ecuatoriano y escucha audios privados. Lo que escucha le causa risa. El ecuatoriano le quita el teléfono, y la comitiva lo arrincona y lo hace caer.
Un hombre alto y gordo, que no había estado nunca en la escena, se acerca. Pide calma.
—¿Qué coño pasa aquí? ¿Quién es este? –pregunta.
—Sólo estamos haciendo unas averiguaciones –responde el incriminador principal.
—A ver –dirigiéndose al inquirido–, ¿quién eres tú?, ¿de dónde eres?
—Me llamo Leandro y soy de Ecuador. Sólo estaba caminando por acá y me detuve a ver, porque me llamó la atención la esquina –responde temblorosamente.
—Coño, mierdas. ¿Es que no se dan cuenta de que es un hermano de la patria grande? –reconviene el hombre.
—Sólo es rutina. ¿Qué tiene que andar viendo y escuchando lo que no le importa? –alega el incriminador.
—¿Y qué tienes tú que andar viendo y escuchando su teléfono? –responde el hombre, mientras se sitúa en la mitad de la concentración.
La comitiva calla.
—¿Qué quieren, que él vuelva a su país y diga que aquí no se puede caminar tranquilo, que no se puede hacer turismo? La están cagando, mierdas. ¿No se dan cuenta de que, con esto como está, alguno de ustedes puede ir a parar a Ecuador? Y si se lo encuentran allá ustedes, ¿creen que él los va a tratar bien? ¡Suéltenlo! Y dejen de estar buscando problemas, que el enemigo está en el norte. No vaya y sea que un día se encuentren con alguien más malo y reciban su balazo –termina el hombre, convidando al ecuatoriano a emprender la marcha.
Enseguida, al ecuatoriano le fueron arrojadas sus cosas al suelo y él, en un santiamén, recogió todo y emprendió la fuga, acompañado del hombre que le decía que, aunque no estaba de acuerdo con eso que había pasado, era cierto que Venezuela no estaba para el turismo y que lo mejor que podría hacer era irse. Lo más pronto posible, o “¿es que quieres que te agarre la guerra?”.
—La sacaste barata, bro. Si yo no hubiera estado por acá, te habrían hecho cualquier cosa. Estos están ciegos y no saben lo que hacen. También hay que entenderlos: están desesperanzados y creen que estar aquí jodiendo y agarrando a coñazos a la gente aporta algo para que esto no se caiga –subraya el amparador.
Yo iba detrás de los dos hombres, haciendo esfuerzos para oír. De repente, el amparador se detiene y se voltea gradualmente hasta encontrarse con mi mirada. El ecuatoriano, inmediatamente, vuelve a captar su atención, al decirle que no tiene su pasaporte. Que se quedó en manos de “los locos esos”. Los dos hombres se devuelven a la esquina. A la selva.
Yo seguí derecho, apurando mi paso y suspendido en cierta zozobra, pensando en que si Venezuela no está para turistas, mucho menos lo está para preguntones y simples curiosos, o, lo que es lo mismo, para periodistas.
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Para entender mejor algo que parece inentendible, incluso fantástico, me dirijo al Cuartel de la Montaña (o Museo Histórico Militar), ubicado en el populoso barrio o “parroquia” 23 de Enero, al oeste de Caracas. Uno de los fortines del chavismo, en el cual empezaron a proyectarse los programas sociales bandera de la revolución. Allí descansan los restos del comandante Chávez.
Me bajo en la estación de metro Agua Salud, al pie de una zona montañosa y erosionada, cruzo una pequeña avenida y hago la debida fila para agarrar una camioneta que, por 5 bolívares soberanos (0,0015 dólares), me suba por entre las comunas socialistas. La espera es de 30 minutos y el sol regala unos 28 grados.
La gente en Caracas, como buenos caribeños, habla más de lo que yo desearía. Una vez arriba de la camioneta, escucho las quejas de una señora: que nada alcanza, que todo está invivible. Un señor le responde que bueno, que no pasa nada, que por lo menos él alcanzó a desayunar. Mi reloj marca las 15.30 horas. Ella le replica: “Tienes suerte, chamo, mucha suerte”. La mitad de los pasajeros sonríe. Un joven saca de su mochila un banano y se lo da a la señora. Ella, muy cortésmente, le dice: “Gracias, niño, pero ¿no tienes una píldora antihambre? Esas sí que lo solucionarían todo, aquí y en la China”. La antigua sonrisa de los pasajeros muta en carcajadas.
En el trayecto puede divisarse un panorama elemental, exiguo y abatido, como una villa argentina o una favela brasileña. Pero, en contraste, el paisaje de la pobreza caraqueña resulta absolutamente temperado y muy colorido. Alguien me explicaría que los colores de las casas responden a un proyecto comunal de lucha contra la violencia. Una forma de combatir esa lamentable imagen internacional que se ha venido fomentando de la ciudad como una de las más peligrosas del mundo, si no la más.
Por entre las estrechas calles y los hercúleos pero alicaídos monoblocks de hasta 15 pisos, la gente reposa, camina pausadamente, se sienta a las puertas de sus casas o en las veredas, duerme la siesta, juega dominó, bebe algo o escucha salsas y joropos. En un potrero se juega un partido de béisbol. En otro, algunas personas escarban entre la basura. Más adelante, en un gimnasio al aire libre, varios jóvenes acondicionan la delgadez de su musculatura. Patrullas de perros famélicos, por todos lados, husmean cada metro cuadrado.
Los rostros de Chávez, Maduro y el Che, y las banderas venezolanas y cubanas con mensajes antimperialistas suplantan la tradicional parafernalia publicitaria del mundo capitalista. Un grafiti advierte: “Aquí NO se habla mal de Chávez. Ni de Maduro”. En una curva veo un auto echado a perder, oxidado y prácticamente desvalijado. En una de sus puertas dice, grande, con letras blancas: “Se cambia por ropa vieja”.
El conductor grita: “¡Cuartel de la Montaña!”.
Me bajo justo en frente de una pequeña casa de madera, pintada de rojo, que aparentemente funciona como altar. En su cúpula se subraya: “Santo Hugo Chávez del 23”. Adentro, cientos de velas y arreglos florales e imágenes del comandante y Jesucristo, y la Virgen y Bolívar. También proliferan innumerables peticiones y placas conmemorativas de todo tipo. Un afiche dice: “¡Dios con nosotros! ¿Quién contra nosotros?”. Una señora pasa con quien parece ser su nieto. Ambos se arrodillan, se santiguan; ella cierra los ojos y balbucea una oración; se vuelve a santiguar, se pone de pie y mira al niño solemnemente; él dice amén. Los dos se agarran de la mano y siguen su camino.
El Cuartel de la Montaña está abierto hasta las 16 horas. Llego cinco minutos antes del cierre. Una militar me recibe, seria, revisando su fusil, y me llama una guía. La guía llega y se presenta; me indica que está para servirme. Me pregunta de dónde vengo. De Bogotá, le digo.
—¿Es verdad eso de que allá nadie quiere a los venezolanos? –consulta.
—No, eso no es cierto –le respondo.
—Yo he escuchado testimonios de compatriotas que aseguran que los tratan muy mal, y eso no me gusta para nada. ¿Es que ustedes no se acuerdan de que acá, en una época, recibimos a 6 millones de colombianos y los tratamos como hermanos? Bueno, no importa –se responde ante mi silencio–. Finalmente es entendible, porque si ustedes están de parte de los gringos, quiero decir, si sus dirigentes están de parte de ellos y les permiten poner bases militares para amenazar nuestra soberanía, es porque no nos quieren… ¿Tú estás de acuerdo con esa vaina?
—Mira, yo sólo vengo a ver el mausoleo de Hugo Chávez –le aclaro.
–Sí, sí, olvídalo. Para eso estamos, para mostrarte el lugar donde descansa nuestro eterno y supremo comandante en jefe de todos los ejércitos y el pueblo –reconoce altiva, mientras atravesamos un apacible pasaje que ostenta todas las banderas de los países que conforman Latinoamérica y el Caribe.
En medio de una suerte de castillo tropical, que lleva en lo más alto de su fachada la inscripción “4F”, en conmemoración del 4 de febrero de 1992,1 están los restos del comandante, enfrascados en una imponente urna de mármol negro, que hace parte de una obra que tiene como base una hermosa fuente con dos entradas laterales.
Entre las ofrendas florales que envuelven el sarcófago, se alcanzan a ver unas inscripciones, que, después descubriría, son frases célebres del finado. La urna permanece rodeada de cuatro guardias vestidos con trajes y espadas castrenses de la época de la independencia. Atrás, una foto humanizada de Bolívar, encargada por Chávez tras varios cotejos a partir de especulaciones sobre su verdadero semblante. A los lados, dos fotos del “eterno y supremo comandante en jefe de todos los ejércitos y el pueblo”. En una aparece sonriente. En la otra, absolutamente circunspecto.
Después de entrar al enorme recinto y permanecer allí unos minutos, en completo silencio, observando y sintiendo la suntuosidad dramatúrgica del espacio, escucho una trompeta y varios redoblantes. Detrás de mí veo que viene una pequeña comparsa. La guía me retira hacia un lado, diciéndome: “Cada dos horas hacen cambio de guardia. Quítate la gorra y, si te apetece, pon tu mano en la frente”.
Presencio todo el despliegue. Cada uno de los guardias salientes grita lemas marciales al son de la fanfarria. Los guardias que ingresan hacen lo mismo. El cambio conforma una considerada coreografía, que se repite 12 veces por día, más o menos trescientas sesenta veces al mes y cuatro mil trescientas veinte al año.
Al terminar la deferencia, la guía me invita a pasar a un auditorio donde, por medio de fotografías, me explica la parte de la historia de Venezuela que ella considera relevante. Habla de traiciones y recuperaciones. De vendidos al imperio y héroes consagrados. Hay objetos personales de la infancia del comandante: un pupitre, una bicicleta, un bate y una manopla de béisbol.
Al salir del perímetro fúnebre, la guía me cuenta que Chávez murió a las 16.25 horas y que todos los días, en ese horario, se suelta un cañonazo para recapitular el momento en la que “nuestro comandante partió físicamente para guiar la revolución bolivariana desde el cielo”. Veo venir, entonces, la misma comparsa que minutos antes había orquestado el cambio de guardia, pero esta vez la vestimenta de los soldados es diferente: todos llevan overoles, pañoletas y sombreros campesinos. En un acto rápido, arreglan todo para la detonación. A las 16.25 en punto, después de recitar varias plegarias y hacer algunas declaraciones revolucionarias, de compromiso y resistencia, un ensordecedor cañonazo hizo retumbar la colina y el barrio donde está emplazado el hierático Cuartel de la Montaña.
—Como puedes ver, somos fuertes y estamos unidos. Si los gringos se meten a nuestro país, se desata la tercera guerra mundial. Es así. Que respeten. Rusia y China están con nosotros. Esperemos que los líderes que están en contra de nuestra soberanía puedan ser inteligentes y evitar un genocidio. Pero si nos atacan, nosotros respondemos, y si quieren dialogar, nosotros dialogamos. El espíritu de nuestra revolución es pacifista pero no bobo. Eso nos enseñó el comandante y nos lo recuerda todos los días nuestro presidente –argumenta la guía.
1. Día en que la construcción mencionada sirvió de cuartel general de las fuerzas lideradas por el entonces teniente coronel Hugo Chávez, para llevar a cabo un fallido golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez.