Tres tristes gallos - Semanario Brecha
Lacalle, Sanguinetti y Mujica juntos por los 50 años del golpe de Estado

Tres tristes gallos

Luis Alberto Lacalle Herrera, Julio María Sanguinetti y José Mujica. FOCOUY, GASTÓN BRITOS

El gallo joven invitó a tres gallos viejos para un aguante por los 50 años del golpe de Estado. Dos de ellos tienen vínculos estrechos que han fortalecido en estas cinco décadas y, a pesar de los colores de sus vinchas, en materia de golpes y milicos la saben por señas. Pero el tercero, más que un gallo parece un sapo de otro pozo. ¿Dónde estaba el gallo Vizcacha por aquellos días? Con tantas frases célebres y consejos profundos, olvidó aquello de que «cada lechón en su teta es el modo de mamar».

Efectivamente, José Mujica nos alecciona, con hechos, que algunos miran para adelante y otros se estancan en su pasado; los primeros cultivan el jardín de la esperanza y los otros, el páramo del odio. Al aceptar la invitación de Luis Lacalle Pou para emitir un mensaje conjunto con Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle Herrera, en ocasión del medio siglo de la infamia, prefiere ignorar viejos agravios. La imagen de los tres juntos, antaño enemigos, destilará mieles patrias, que sugerirán una realidad ilusoria. Los uruguayos brindarán con agua salada mientras el anfitrión corta una imaginaria cinta azul y blanca que inaugurará la definitiva reconciliación, a semejanza de aquel Abrazo del Monzón, en el que Fructuoso Rivera simuló ser capturado para abandonar a los brasileños y sumarse a la cruzada de Lavalleja.

En el juego de los símbolos habrá que ser tolerantes. La presencia de tres expresidentes sugerirá el martes 27 una unanimidad en la condena al golpe de Estado, unanimidad que en realidad no lo fue antes y no lo es ahora –como lo confirma la ausencia del presidente en el acto de reparación por el asesinato de las «muchachas de abril»–. Julio María y Luis Alberto hicieron mutis por el foro el 12 de febrero de 1973, cuando se dio el verdadero golpe; el Pepe por esas fechas ni se imaginaba que lo sacarían de Libertad y lo mantendrían años, como rehén, bebiendo sus propios orines.

Antes, a lo largo de 1972, blancos y colorados, con honrosas excepciones, apañaron la marcha militar: votaron la ley de seguridad nacional y el estado de guerra interno contra el pueblo uruguayo, respaldaron a los ministros de Defensa en los debates parlamentarios sobre las torturas y los asesinatos en los cuarteles y prefirieron ignorar las evidencias sobre los vínculos del gobierno con los escuadrones de la muerte; el Pepe, mientras, vivía sus últimos momentos de clandestinidad esquivando a la yuta, porque, como diría después, sabía correr rápido.

En aquel entonces era impensable un Abrazo del Monzón. No los separaba un arroyo, los separaba un océano. Si el 27 de junio de 1973 se producía el último acto del golpe, era porque –explicaría Sanguinetti– los tupamaros habían cometido la demencia de atacar a la democracia, y ese pecado original justificaba las aberraciones. Las mayorías parlamentarias de blancos y colorados que apañaron todos los desmanes militares, finalmente, dijeron no cuando aprendieron, tarde, que su carácter de cómplices no impediría que fueran a su vez víctimas. Y así se disolvió el Parlamento. La heroica huelga general apoyada por el Frente Amplio no llegó a infundir ánimos de rebeldía en los partidos tradicionales, y tampoco en la guerrilla, que ya había sido derrotada.

La larga lista de ministros, consejeros de Estado, tecnócratas y altos funcionarios que aportaron el ropaje cívico a una dictadura militar alecciona sobre dónde estuvo cada uno a lo largo de los 13 años. Consecuente, Luis Alberto fue de los pocos parlamentarios de 1985 que no votaron la amnistía total a los presos políticos. La asimetría se mantuvo al final del año siguiente cuando blancos y colorados votaron la ley de caducidad, un perdón genérico y absoluto para los terroristas de Estado.

Quizás el Pepe miraba hacia el futuro cuando Julio María y Luis Alberto transpiraban la camiseta en 1989 para impedir el triunfo del voto verde en el plebiscito contra la ley de caducidad, y muy probablemente ya iniciaba el periplo de introspección que precede al proceso de cambio, que se manifestaría años después cuando indujo al diputado Víctor Semproni a cambiar su voto y abortar uno de los tantos intentos de derogación del engendro.

Como Luis Alberto se benefició con el profundo bajón de la derrota del voto verde, su presidencia no tuvo que gambetear las consecuencias que derivaron de los golpes de 1973 y pudo decir, suelto de cuerpo, que mientras fue presidente nadie reclamó por desapariciones, asesinatos y torturas. En cambio, Julio María se las vio negras, en su segunda presidencia, cuando, tras afirmar que en Uruguay no hubo robo de niños, le explotó en la cara la evidencia de que la hija de una argentina, asesinada después de dar a luz, estaba en manos de un jefe de Policía que él mismo había nombrado.

En las contradicciones inherentes al inevitable proceso de cambio del ser humano, el Pepe podrá explicar a sus contertulios, el próximo martes, que su convicción de que el «problema» de los derechos humanos se resolverá cuando todos se mueran no impidió que fuera él, durante su presidencia, quien ordenara desarchivar los expedientes judiciales que su antecesor Julio María había fondeado en lo más profundo de los cajones de la impunidad. Fue un tranco chueco, porque la Justicia, sin auxilio del Estado, se las ve fieras para avanzar, peleando contra la imposibilidad de obtener evidencia y, a la vez, contra el paso del tiempo. La prescindencia gubernamental en materia de apoyo a la búsqueda de la verdad convirtió en axioma aquella justificación del Ñato Fernández Huidobro: «¿Qué quieren, que los torturemos para que nos den los datos?», excusa que fue recientemente reiterada por el ministro Javier García. La tortura fue el método más cómodo de los militares para obtener información y también para pisotear la condición humana de sus víctimas. Pero hay otras opciones que no han sido ensayadas. Incluso hay algunas de las que no se tenía noticia, y que ahora el Pepe decidió revelar: «El Ñato se empedaba con los milicos para ver si obtenía información». ¿Qué tal?

La evidencia de que 50 años no es nada y de que ciertamente no es esa historia que se lee sin pasiones radica en el hecho de que en este país de viejos, los viejos que eran jóvenes hace 50 años se emperran en justificar sus procederes y en secundar las decisiones de sus relevos para que todo quede como está, es decir, oculto. En esa pertinaz coherencia del más puro gatopardismo, el Pepe desentona en ese encuentro de viejos gallos. Él sí ha cambiado, lo que lo vuelve menos viejo, cualquiera sea el sentido de su cambio.

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