Ucrania y una sutil construcción mediática - Semanario Brecha
Ucrania y una sutil construcción mediática

Fábrica de guerras

La hostilidad rusa ha encontrado su contraparte en la campaña belicista de los principales medios occidentales, que replican de forma acrítica el discurso oficial de Washington. La memoria de Irak todavía está fresca.

El primer ministro británico, Boris Johnson, posa en un Lockheed Martin F-35, en Portsmouth, Inglaterra, en mayo de 2021 Afp, Leon Neal

El miércoles 16 debía ser el día de la invasión rusa a Ucrania. Lo habían calculado sesudamente los servicios de inteligencia de Estados Unidos con base en datos precisos de los que aseguraron disponer (análisis de movimientos de tropas, documentos, observaciones en el terreno) y que fueron presentados a los aliados europeos y al Congreso. Hacia el 7 de febrero, los susodichos servicios habían estimado que los 100 mil soldados que Rusia había ya movilizado hacia la frontera eran el 70 por ciento de los necesarios para la invasión. Cuando se desplegaran el 30 por ciento restante, las tropas del Kremlin podrían, en unos pocos días, tomar la capital y ocupar las zonas clave de Ucrania. Más aún, las mismas fuentes afirmaron que podían adelantar que esa guerra relámpago causaría entre 25 mil y 50 mil bajas civiles. Morirían también entre 5 mil y 25 mil soldados ucranianos y hasta 10 mil rusos, y se produciría un éxodo de entre 1 millón y 5 millones de ucranianos, con la consiguiente crisis humanitaria. Para que ese escenario se produjera, bastaba solo con que Vladimir Putin diera la orden de ataque, algo que el presidente ruso ya estaba prácticamente decidido a hacer, aseguraron los señores de los servicios de inteligencia estadounidenses, y replicó el Departamento de Estado, y replicó el Pentágono, y replicó, con amenazas de represalias de todo tipo, la Casa Blanca.

Pero el martes 15 Moscú dio la orden de retirar parte de sus soldados de la frontera con Ucrania. Ya estaba decidido, no es en respuesta a la «histeria de Estados Unidos», afirmó el gobierno ruso. Vaya uno a saber. Pero ayer jueves la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) dijo que había constatado el despliegue de 7.000 soldados rusos suplementarios en la frontera y la embajadora de Estados Unidos ante la ONU dijo que en vez de desescalar los rusos habían escalado y reiteró, una vez más, que la invasión, ahora sí, era inminente, machacando un anuncio que Washington viene haciendo, un día sí y otro también, desde que fracasara la ronda de negociaciones que mantuvieron a comienzos de enero delegados de Rusia y de la OTAN.

Resultó curioso que la semana pasada el propio presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, pidiera a Estados Unidos que dejara de gritar «¡el lobo!», que dejara de hablar de la inminencia de una invasión, porque se estaba generando un pánico incontenible en la población de su país y eso favorecía al enemigo. «Hoy el mejor amigo de nuestros enemigos es el pánico en nuestro país. Todas estas afirmaciones sobre una invasión no nos ayudan», dijo Zelenski. Su ministro de Defensa, Alexéi Réznikov, declaró por los mismos días ante el parlamento: «En este momento no hay ningún acontecimiento ni acción militar por parte de Moscú que sean notablemente distintos a los que hubo la primavera [boreal] pasada, y el servicio de inteligencia de Ucrania informa que Rusia no desplegó ningún grupo de asalto que demuestre su intención de llevar adelante alguna ofensiva».

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El diálogo que mantuvieron el 3 de febrero el veterano periodista Matt Lee, de la agencia Associated Press, y el portavoz del Departamento de Estado, Ned Price, en Washington, resultó bien ilustrativo. En el marco de sus conferencias de prensa diarias, en las que venía insistiendo sobre la inminencia de una invasión rusa a Ucrania, Price denunció ese día que Moscú estaba proyectando una operación de «falsa bandera» para justificar un ataque a las fuerzas de Kiev. Lee preguntó entonces qué evidencia tenía la cancillería estadounidense sobre el plan moscovita. «Una declaración oficial del gobierno no es suficiente», dijo. «¿Qué te gustaría ver, Matt?», le preguntó Price. Y Lee le insistió: «Me gustaría ver alguna comprobación de que los rusos estén haciendo esto». «Lo dicen nuestros servicios de inteligencia, ¿no te basta?», retrucó Price. «No. Yo recuerdo –dijo Lee– las armas de destrucción masiva que había en Irak, recuerdo cuando nos dijeron que Kabul, en Afganistán, no iba a caer. Recuerdo muchas cosas. Solo diste una declaración, no hay hechos. Que puedas pensar que te demos credibilidad sin que demuestres ni un pedazo de verdad…».

Lee ya había tenido enfrentamientos con Price el mes anterior, también a propósito de afirmaciones del gobierno estadounidense acerca de la voluntad rusa de ir a la guerra, y años antes con funcionarios del gobierno de Donald Trump respecto a informaciones inverificables sobre el régimen iraní.

Aquel mismo jueves 3, escribió David Brooks (La Jornada, 7-II-22), a cuatro cuadras de donde Ned Price daba su conferencia de prensa, otros portavoces gubernamentales –Jen Psaki, de la Casa Blanca, y John Kirby, del Pentágono– se enojaban con otros periodistas que desconfiaban de informes oficiales sobre las bajas civiles producidas durante un ataque estadounidense para asesinar a un líder del Estado Islámico en Siria. El Departamento de Defensa había afirmado que el yihadista se había suicidado haciendo explotar una bomba y que el hombre estaba junto a su esposa y dos menores. «La misión fue exitosa. No hubo bajas estadounidenses», dijo entonces Kirby. Pero los periodistas manejaban datos de rescatistas sobre la muerte de, al menos, otros 13 civiles sirios, entre ellos seis niños y cuatro mujeres, a los cuales el yihadista no había alcanzado con su bomba.

«Algunos recordaron –señaló Brooks– que a finales de agosto de 2021 un ataque estadounidense con drones en Kabul, en los días de la retirada militar estadounidense, fue calificado por el Pentágono de gran éxito porque había logrado frenar un atentado terrorista, pero después de investigaciones intensas de periodistas, ese mismo incidente fue declarado por el mismo alto mando militar como un error horrible y se disculpó por haber matado diez civiles, entre ellos siete niños. […] Después de una guerra como la de Irak –que estalló con información fabricada con la supuesta evidencia irrefutable de inteligencia sobre la presencia de las famosas e inexistentes armas de destrucción masiva–, las mentiras oficiales sobre tortura y bajas civiles, las revelaciones de crímenes de las guerras en Irak y Afganistán dadas a conocer por Wikileaks al publicar información oficial ocultada al público (clasificada, como dicen) –todo eso solo en los últimos 20 años–, sin incluir las grandes mentiras oficiales durante Vietnam, las operaciones clandestinas contra varios países de América Latina, Oriente Medio, África, entre tanto más, que los gobernantes sigan pensando que su palabra es suficiente significa que aún no entienden que existe memoria y que también algunos reporteros saben que cumplir con su trabajo implica cuestionar todo lo oficial».

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Pero otros periodistas, y muchos medios, lejos están de «cuestionar todo lo oficial». La CNN, por ejemplo, se hizo eco en estas semanas, en varias ocasiones, de los informes gubernamentales estadounidenses basados invariablemente en fuentes de inteligencia jamás identificadas y nunca acompañados de pruebas (por más que las pruebas pueden también ser falsificadas, como aquellas fotografías aéreas que supuestamente demostraban la existencia de depósitos de armas químicas en Irak, que justificaron la invasión de 2003).

Lo mismo hizo el New York Times al retomar de manera acrítica afirmaciones de funcionarios anónimos del Ejecutivo de Joe Biden, que daban cuenta de la preparación de una inminente ofensiva por parte de Rusia y de operaciones de falsa bandera. Uno de los encargados de la cobertura del progre New York Times ha sido David E. Sanger, jefe de corresponsales del diario en Washington, especialista en temas de defensa y seguridad nacional e integrante de equipos que ganaron premios Pulitzer. Pero Sanger es también miembro del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos, al que pertenecen personajes como las halconas Madeleine Albright y Condoleezza Rice. La exsecretaria de Estado Albright jugó un papel central en la participación de Estados Unidos y la OTAN –rodeada de múltiples manipulaciones y mentiras– en los bombardeos sobre la antigua Yugoslavia, en 1999, mientras Rice, asesora de seguridad nacional del presidente George W. Bush, tuvo un rol clave en la previa a la invasión a Irak, secundando al entonces secretario de Estado, Colin Powell.

Cuando Wikileaks se alió con grandes medios de prensa internacionales para difundir documentación del Departamento de Estado, Sanger fue uno de los que manejó la información que publicó el New York Times. Se lo acusó luego de haber editado y seleccionado esa documentación de forma tal que apareciera probando las afirmaciones del gobierno de Estados Unidos sobre el programa nuclear de Irán y de manera general la política de Washington frente a Teherán. Últimamente, el Times publicó también elogiosos informes sobre las «brigadas de voluntarios» ucranianas que se preparan para resistir una eventual invasión rusa, sin mencionar los clarísimos vínculos de los integrantes de algunas de esas brigadas con grupos neonazis (véase «Qué difícil decidirse», Brecha, 3-II-22).

Preparar a la opinión pública para aceptar una guerra injustificable no ha sido solo obra de gobernantes, sino también de medios de comunicación, apuntaba varios años atrás, a propósito de la gestación de la ofensiva de la OTAN en los Balcanes, el australiano John Pilger, excorresponsal de guerra en Vietnam, Camboya, Egipto, Bangladesh y autor de libros y análisis sobre cómo varios de esos conflictos fueron relatados por la prensa.

«En estos días en los que la concentración de tropas rusas en la frontera con Ucrania y las voces que anuncian la inminencia de un enfrentamiento armado en el corazón de Europa ocupan el centro de las tertulias y la atención de todos los medios de comunicación», escribe en InfoLibre (1-II-22) la veterana periodista e investigadora española Teresa Aranguren, «conviene recordar cómo se prepararon aquellas guerras no tan lejanas ni tan ajenas, porque vivimos en sociedades democráticas en las que la opinión pública es un factor determinante de las grandes decisiones políticas. En tiempos pasados las guerras y las cruzadas se emprendían bajo el lema “Dios lo manda”. Ahora, para desencadenar una guerra o lanzar un ataque sobre otro país se requiere que la opinión pública lo mande. Así que cuidado con los escenarios mediáticos que justifican las intervenciones armadas. Y con los profetas que predicen lo inevitable de la guerra que vendrá».

Para fabricar una guerra, agregaba Aranguren, se requiere antes que nada fabricar un enemigo, crear una amenaza y la necesidad de responder a esa amenaza. Y, sobre ese zócalo, martillar y martillar.

Un informe de La Base –el nuevo podcast dirigido por el exlíder de Podemos Pablo Iglesias– de la semana pasada, a propósito de la cobertura de los medios de prensa españoles sobre el conflicto en Ucrania, mostró que buena parte de ellos se había contentado con reproducir, sin comentario alguno, como si fuera contenido propio, material de prensa del Pentágono. Y también la utilización por esos medios de casi las mismas titulaciones, con una palabra común a todos cuando se referían a Rusia: amenaza. «Rusia amenaza con», «Las tropas rusas amenazan a», «Moscú amenaza a Occidente», «Ucrania amenazada por Moscú», «Estados Unidos responde a la amenaza rusa». Y así. Daba la casualidad de que al leer esas notas ninguna daba cuenta de declaraciones de algún funcionario ruso amenazando a nadie. Sí, en cambio, de jerarcas occidentales, sobre todo estadounidenses, amenazando a Moscú de represalias nunca antes vistas, sanciones como jamás se habían aplicado, etcétera, etcétera, ante una invasión fantasmada y no probada.

Iglesias tuvo que defenderse de ser promoscovita. «En nada me simpatiza un gobierno de derecha que persigue y encarcela a gente de izquierda», pero destacó cómo una guerra se estaba fabricando en beneficio exclusivo de Estados Unidos. ¿Qué beneficios puede sacar Europa de un conflicto que la desangraría y que le impediría la construcción de un equilibrio a futuro en un continente del que Rusia forma parte?, se preguntó. Pero el cadáver, ay, siguió muriendo.

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El investigador uruguayo-estadounidense Jorge Majfud, profesor en la Universidad de Jacksonville, destaca en una nota publicada en su blog («Nuevo enemigo, se busca», 25-I-22) cómo uno de los grandes ganadores de todas las guerras recientes, el complejo militar-industrial estadounidense, necesita constantemente renovar los demonios a enfrentar o mantener al mismo demonio siempre en actividad. Por la razón del artillero: vender armas. Una de las empresas señeras de ese complejo, Lockheed Martin, viene publicando en las últimas semanas avisos de gran porte en la prensa (New York Times, entre otros), publicitando las virtudes de sus equipos. «El enemigo nunca descansa. Tu misión es la nuestra», dice uno de esos avisos, ilustrado con fotos de sus helicópteros y submarinos, y acompañado de los consabidos llamados al pueblo estadounidense a apoyar a las empresas que velan por la seguridad nacional y del mundo libre.

Joe Biden es otro que necesita de los vientos de guerra. El presidente anda por los suelos en los sondeos de popularidad (véase «Desconcierto invernal», Brecha, 3-II-22) y siempre en Estados Unidos los llamados a las armas pagan. Escribe Majfud: «Antes de una aventura mayor con China, la opción es clara […], presionar a Rusia para que reaccione desplegando su ejército en la frontera con Ucrania y, acto seguido, acusarla de intentar invadir el país vecino». Y en esas estamos.

The Guardian, los laboristas y Bernie Sanders

Otro de los medios internacionales dedicado a una reproducción mecánica y casi sin reservas de la propaganda del gobierno estadounidense –y de su aliado británico– es The Guardian, un periódico que presume de una línea editorial «a la izquierda del centro», más crítica o contestataria que sus colegas del Times neoyorquino. Uno de los corresponsales en Kiev que ha estado a cargo de la cobertura de The Guardian es Luke Harding, el mismo que en 2011, junto con su editor en el matutino británico David Leigh, filtró al público las contraseñas que permitían acceder a los documentos en poder de Wikileaks, antes de que Julian Assange y los suyos pudieran eliminar los nombres de quienes quedaban en riesgo con la filtración. Harding estaría luego entres quienes desataron la campaña de calumnias contra Assange (véase «La puñalada», Brecha, 23-VIII-20), incluyendo la difusión, en el propio The Guardian, de una serie de «revelaciones» –que luego se comprobaron falsas– sobre supuestas reuniones secretas del australiano con enviados de Donald Trump y agentes del Kremlin. En ese momento, The Guardian y el New York Times, entre otros medios, sostenían, con base en «fuentes de inteligencia», que había una «conspiración rusa» para manipular las elecciones estadounidenses. Años después, e investigaciones del Congreso estadounidense de por medio, aún sigue sin probarse semejante tesis.

La semana pasada, The Guardian publicó una sonada columna del secretario general del Partido Laborista, Keir Starmer, en la que el líder de la oposición británica no solo manifiesta su pleno apoyo a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y a la orientación belicista del gobierno de Boris Johnson –de una virulencia tal que ha llegado a superar a la de Washington–, sino que fustiga a la militancia de izquierda que llama a evitar una nueva guerra en Europa. «En el mejor de los casos, son naíf; en el peor, socorren activamente a los líderes autoritarios que amenazan a las democracias», dice Starmer sobre los miembros de la coalición Stop the War –entre ellos el exlíder del Laborismo Jeremy Corbyn, varios diputados de ese partido e integrantes del movimiento sindical–, a los que acusa de «presumir de superioridad moral» y de crear, con sus llamados a desescalar el conflicto y la carrera armamentística, «una cortina de humo para que [Putin] pueda seguir golpeando y encarcelando a los valientes que se atreven a enfrentar su despotismo».

Hay que reconocer que, en medio de su amplificación constante de los tambores de guerra y del macartismo que los acompaña (y quizás recordando pasadas metidas de pata), The Guardian ha tenido el reflejo de dejar oír al menos una voz disonante: la del senador demócrata estadounidense Bernie Sanders. En una columna del martes 8 en el periódico británico, el veterano dirigente afirma no tener dudas de que «el principal responsable de esta ominosa crisis es Vladimir Putin». Sin embargo, señala, «es bueno saber algo de historia: cuando Ucrania se independizó después del colapso de la Unión Soviética, los líderes rusos dejaron clara su preocupación por la posibilidad de que los antiguos Estados soviéticos se convirtieran en parte de la OTAN y colocaran fuerzas militares hostiles a lo largo de la frontera con Rusia. Los líderes estadounidenses reconocieron estas preocupaciones como legítimas en ese momento. Siguen siendo legítimas. Una invasión rusa no es la respuesta, pero tampoco lo es la intransigencia de la OTAN».

«Puede que Putin sea un mentiroso y un demagogo –afirma Sanders–, pero es hipócrita que Estados Unidos insista en que no aceptará el principio de las “esferas de influencia”». El senador por Vermont recuerda que, durante los últimos 200 años, su país ha operado «bajo la doctrina Monroe, adoptando la premisa de que, como potencia dominante en el hemisferio occidental, tiene derecho a intervenir contra cualquier país que pueda amenazar nuestros supuestos intereses. Bajo esta doctrina hemos socavado y derrocado al menos una docena de gobiernos».

«Incluso si Rusia no estuviera gobernada por un líder autoritario y corrupto como Putin, Rusia, al igual que Estados Unidos, seguiría estando interesada en las políticas de defensa de sus vecinos. ¿Alguien realmente cree que Washington no tendría nada que decir si, por ejemplo, México formara una alianza militar con un adversario de Estados Unidos?», se pregunta Sanders, antes de hacer un llamado a «apoyar vigorosamente los esfuerzos diplomáticos por desescalar la crisis y reafirmar la independencia ucraniana».

Francisco Claramunt

 

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