Estela Magnone siempre fue una compositora refinada. ¿A qué me refiero? A melodías y armonías no obvias, a interpretaciones perfectas y sutiles, a arreglos complejos y efectivos. Aquí la vemos en su faceta musicalizadora de versos ajenos, y nada menos que de Eduardo Mateo. Esto es doblemente interesante. Por un lado, está Mateo: mito, musicazo, tremendo compositor e intérprete, un fuera de serie; no me imagino cómo agarrar una letra suya e ir trabajando la música sin dejarse contaminar por la duda de qué habría hecho con ella el muy animal. Por otro lado, no sé, a mí me pasa que, cuando escucho letras de alguien cantadas por otros (aun con la música que les haya puesto su autor), les presto más atención. Es raro, pero me pasa, y supongo que a otros también. Cuando uno quiere ver qué hay de Mateo en este disco, lo que encuentra son las letras. Y hay cosas buenísimas. O sea, por si alguien no lo habia notado: aquel tipo pintoresco que hablaba raro, el divagante, el manguero, no sólo estaba dotado de su reconocida y asombrosa musicalidad, sino que además escribía letras absolutamente coherentes y bien hechas.
¿Y qué hay de Estela? Todo lo demás. Al ponerles música a esas letras, no dejó ni por un momento de ser ella, la de la voz firme y eternamente adolescente, la de la ye fuerte que vibra en la mitad del paladar, la que nunca concede ni un milímetro al facilismo demagógico, pero logra resultados a la vez sofisticados y pegadizos (algo bastante difícil). Claramente se tomó su tiempo para decidir qué músicas eran las más adecuadas, entre las muchas que supongo que le deben de haber pasado por la cabeza desde que se hizo de estos textos, muchos años atrás (en el caso de la de “Polaroid”, más de tres décadas y media). Y se nota en esto: parecería que las canciones fueran enteramente de ella. Al musicalizar una letra, se encuentran dos universos, y el resultado es bueno cuando terminan siendo uno solo. Eso, claramente, es más complejo –en principio– si se trata de autores distintos, y por eso digo que parecería que las letras fueran de Estela; no porque no se reconozca en ellas a su autor, sino porque las músicas parecen haber surgido simultáneamente, del mismo impulso original.
El disco tiene nueve canciones, incluida una vieja grabación casera que da nombre al disco (esta sí, toda de Mateo). Cuatro ya habían sido grabadas en otras versiones y cuatro (las primeras) son exclusivas de este disco. El sonido es cargado, con bastante reverb, y se usaron máquinas y secuencias; pero no por ello debe pensarse en un disco de carácter tecno, al menos no en el sentido habitual. Es un disco de canciones. En todo caso, se aprovecharon las posibilidades de ese mundo sin dejar que condicionaran el resultado. Cabe recordar que el propio Mateo incursionó en las máquinas en su último período (recuerdo, incluso, verlo cantar en vivo sobre bases rítmicas grabadas).
Lo rítmico, justamente, es otra faceta en la que Estela se sintió, creo, bastante libre: claramente no intentó utilizar esos recursos mateísticos de cantar y tocar como en el aire. Sin duda, fue una buena decisión, ya que son muy pocos, si es que hay alguno, los músicos (de formación académica o no) que lo pueden hacer sin quedar como antropólogos que intentan bailar una danza ritual junto a sus objetos de estudio. En estas musicalizaciones hay un gran respeto, y no intentar ser el otro (aquí y en cualquier otro caso) es parte esencial de ese respeto, tanto por el otro como por uno mismo.
1. Bizarro, Uruguay, 2019.