Si hay algo por lo que no se caracteriza Canal 4 es por ser un espacio de debate político‑ideológico, salvo el de la no ideología, quizá la arista más oscura –y, por ende, más oblicua– del espectro de la derecha. Excepto también por centrarse en el registro de la realidad en clave de crónica roja. Es más: el día que el apocalipsis zombi se imponga sobre la Tierra, seguramente allí estará Canal 4, al aire, con material de archivo. Y, sin embargo, rompiendo saludablemente con esa lógica, inauguró un espacio de debate. No faltó, incluso, la crónica “roja” de dos proyectos de país en pugna: la del comunista Óscar Andrade y la del colorado Ernesto Talvi.
La riqueza de ese debate fue tan inesperada como un maremoto en Bolivia. Por lo menos si consideramos el lavado discursivo que, en nombre del marketing y –últimamente– la compra sartoriana de votos al mejor postor, se viene llevando a cabo en todos los frentes. Tanto Andrade como Talvi discutieron en términos alejados del diccionario tecnócrata (y eso que había un discípulo de Ramón Díaz, encarnación criolla del neoliberalismo más crudo). Tampoco se recurrió al artilugio publicitario del storytelling, la narración de historias que mimetizan y representan los valores de un programa partidario del mismo modo que lo hace una empresa para atraer a un consumidor objetivo y que sea emocionalmente comprable a sus ojos. No. Si Andrade echó mano a una argumentación en la que prevalecieron las observaciones histórico‑sociológicas, Talvi lo hizo en clave economicista‑gerencial. Se podría afirmar que no hubo novedad en sus planteos. De hecho, varias de sus respuestas no desentonarían gran cosa de las de otros candidatos de sus respectivos partidos.
¿Y entonces? ¿Qué fue lo que realmente sucedió? Una puesta en voz del lugar donde se paran de manera inequívoca para reafirmar determinada visión sistémica de lo que se entiende por gobernabilidad. Esa fue la riqueza: la repolitización del debate y, en especial, de lo económico, aunque sus anclajes fueran opuestos. Si Andrade recurrió a la lucha de clases y a la necesidad de los sindicatos como salvaguardia de los derechos de los trabajadores (un par de concepciones que los otros candidatos del FA evitan mencionar a toda costa), Talvi hasta declaró –literalmente– que hay que darle un abrazo al empresario. Semejante contrapunto mostró a las claras una ruptura de la legitimidad del campo político actual, una legitimidad basada en el consenso de que vivimos en un universo posideológico superador de los viejos conflictos entre izquierda y derecha. De modo que la campaña consistiría en una especie de juego de encajes prudenciales dirigido a armonizar, con la sagaz asesoría de los técnicos oportunos, las desavenencias entre los distintos estilos de vida. Desde esta perspectiva estándar, el único antagonismo residual sería el que enfrenta a las democracias con aquellos que no aceptan las normas del espacio político liberal: los intolerantes y los populistas. La democracia, entonces, termina volviéndose el principal fetiche, el desactivador fundamental del antagonismo social, la garantía aséptica de que no habrá movimiento que perturbe seriamente la libre circulación del capital.
Estas trampas conceptuales ya han tenido lugar. Primero, con el “Documento de los 24” durante el congreso del FA en 1991 (lo cual fue interpretado como un viraje hacia la moderación), después, con Sanguinetti en el discurso parlamentario al asumir su segunda presidencia, en 1995 (“se han caído grandes sistemas ideológicos y, pese a ello, el debate de ideas sigue siendo fuerte e importante”). En Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte (si seremos cultos), Karl Marx, releyendo a Hegel, proclamó que la Historia se da dos veces: la primera como Tragedia y la segunda como Farsa. Pero después se acordó de nosotros: “Bueno –escribió–, es posible que se vuelva a dar una tercera vez, pero ya como Porno…”.