María Esther Gilio convirtió la entrevista en un género literario. La despojó de la impersonalidad atribuida a la voz pública, le dio carácter, utilizó recursos del drama y la comedia, y le imprimió el tono, el ritmo y la tensión de un cuento.
Lo hizo sin proponérselo, apelando a la audacia, a la curiosidad y al talento, y durante toda su trayectoria dudó de que fueran suficientes. Puede creerse que la vocación nace de una virtud, pero a menudo nace de una dificultad. Fiódor Dostoievski se decidió por la literatura luego de traducir una novela de Balzac para pagar la deuda a un usurero, el físico privilegiado de Johnny Weissmüller nació de su lucha contra una poliomielitis que le paralizó las piernas y Charlie Parker cambió el sonido del saxo porque aprendió a tocarlo como si fuese una trompeta. Gilio creyó que hacía entrevistas porque no sabía escribir.
«No saber escribir» la llevó a publicar crónicas y entrevistas brillantes, bajo la notable intuición de que una buena pregunta da forma a un problema y una buena respuesta no muestra la verdad, sino la forma en que el otro vive la verdad. Muchos de sus entrevistados se enfrentaron a diálogos imprevistos que los alentaron a confesiones impensadas y a preguntas tan elementales como infrecuentes. Es que Gilio se involucraba en la conversación, al grado de convertirla en una experiencia. Preparaba y organizaba sus preguntas, pero solo como escalones para saltar a la intimidad de sus interlocutores, gracias a una fina capacidad de escucha que le permitía detectar los sobrentendidos, preguntar por ellos, dar con el sentido más sustantivo, no siempre consciente para su interlocutor, y repreguntar en busca de una nueva revelación. Si la ambición de la entrevista era integral; la pregunta por la infancia resultaba ineludible, si el tiempo apremiaba, buscaba un ángulo infrecuente; cuando consultaba la opinión popular, no daba nada por supuesto y convertía los rechazos en retratos expresivos.
Esa curiosidad esencial la llevó a entrevistar a figuras de las artes, la cultura y la política, a profesionales y trabajadores de muchos oficios, a inmigrantes y desamparados de toda condición. Le interesaba el espíritu humano, su sencillez y su complejidad, sus confesiones, mentiras y autoengaños, la inocencia, los tratos con la sexualidad, con el trabajo, el amor, la soledad, la lucha por la sobrevivencia, y recogía expresiones de los marginados como señas de un texto que se desvanece. «Yo no he usado nada», le dijo una campesina boliviana sumergida en la miseria; «la muerte le tapa a uno los ojos», afirmó un viejo militante chileno; «a los 40 años voy a estar muerta», le anunció una prostituta montevideana de 15 años.
Hay inteligencias de distinta naturaleza y la de Gilio era rápida, astuta y picante, lo que le permitía asediar a sus entrevistados y dejarse llevar a momentos insospechados. Sabía ser directa y también aguardar el tiempo necesario para generar una intimidad mayor; promovía oportunas distracciones y se concentraba en asuntos laterales menos ingenuos de lo que aparentaban. Algunos colegas rechazaron lo que consideraban un exceso de protagonismo, pero basta revisar las páginas de Marcha para comprender que la generación del 45 frecuentó la primera persona y la narración, y las posteriores importaron el llamado nuevo periodismo de espaldas a su propia sombra. Dos de sus grandes amigos alcanzaron la excelencia con estilos contrastados. Carlos María Gutiérrez escribió sus crónicas con una primera persona tan abarcadora y meticulosa en las descripciones que se leen como si lo hubiera hecho en tercera, y Homero Alsina Thevenet llevó la tercera persona a una distinción equivalente a una primera. Gilio hizo de la entrevista el relato de dos personas vulnerables, sujetas a sus preocupaciones y dudas, capaces de dar al público la ilusión de un momento irrepetible.
Digo ilusión a conciencia de que la entrevista publicada no coincide con el registro de la conversación. La escritura fue para Gilio un juego de recursos narrativos que le permitió traducir gestos y actitudes, introducir percepciones sensoriales, mejorar la declaración ajena, eliminar sus torpezas, callar algo inconveniente, modificar el orden de las respuestas, tensar, distender y construir el ritmo de un encuentro. Frente a los formatos convencionales, la apuesta fue y sigue siendo riesgosa, porque deposita la eficacia en el talento del periodista y la credibilidad en la honestidad de la persona, especialmente la de la persona consigo misma, pero en este mundo abollado es posible acordar que nunca la experiencia de la realidad dependió de otra cosa…
Escribía a mano en cuadernos escolares, sobre la mesa de la cocina, sencilla, amplia, cuadrada, donde a menudo había un libro, el mate, varios pares de anteojos, el grabador, cintas en casetes, cuadernos, el teléfono y el Ventolín al alcance del brazo, porque padecía asma y era adicta a la conversación. Al menos en el último período armaba las entrevistas directamente de la escucha del grabador. Después una secretaria las tipeaba a máquina o en computador, previo chequeo de los nombres propios con el Petiso (Alsina Thevenet), que era infalible en expulsar erratas.
El premio de Gilio fue el trabajo, porque disfrutaba con las entrevistas y, de hecho, le daban motivación y alegría. Su casa siempre estaba abierta a los amigos. Gran cocinera, le gustaba invitar a cenar a gente que no se conocía entre sí y se interesaba por las personas y sus problemas, sin distinción de edades, una huella de formación que le había dejado su primo Tola Invernizzi.
Amada por una vasta población de amigos y colegas, en sus últimos años Gilio padeció una maculopatía aguda que resultó incurable, poco a poco la dejó en penumbras y, lo más difícil de resistir, sin posibilidades de trabajar. Sus últimos artículos en Brecha son de 2010, y acaso no haya mejor seña de su intimidad con el trabajo que el hecho de que muriese pocos meses después, el 27 de agosto de 2011.
Pese a las dificultades físicas, en sus últimos años Gilio no dejó de pisar la madera pulida de los salones ni el barro de los cantegriles, y, cuando se empeñó en disimular la progresiva ceguera, más de una vez fui su cómplice y le oficié de lazarillo. Veía poco y nada, pero todavía le quedaban la voz, la inteligencia y la gracia para salir airosa de muchas circunstancias, a lo que agregaba, inalterado, el notable talento de improvisar disparates unidos por lógicas tan rigurosas como desopilantes. Juan Carlos Onetti utilizó uno de esos dislates en las páginas finales de su novela Cuando ya no importe, echando mano a una carta que Gilio le envió desde Haití, y en su entrevista a Sidney Sheldon no tuvo reparos en decirle a uno de los más grandes fabricantes de best sellers: «Leyéndolo me pregunto cómo hace para que puedan ocurrir tantas cosas en una sola página y si ese será uno de los ganchos. Usted en 30 líneas hace que un elefante caiga desde un puente y al caer recoja con la trompa un cofre dentro del cual hay una joven que asoma la cabeza y se enamora del dueño del elefante, que grita desde arriba del puente, se casa con él, lo envenena y es coronada emperatriz de una región selvática y desconocida, donde conoce a un antropólogo norteamericano que le propone matrimonio. Con él se casa».
La más brillante entrevistadora del Río de la Plata también fue una persona luminosa. Y tanto que todavía alumbra.