Una muerte honorable - Semanario Brecha
Media sanción a la ley de eutanasia

Una muerte honorable

Ciencia y caridad, óleo sobre lienzo, Pablo Picasso.

En la Mesoamérica prehispánica, la vida humana servía como alimento para los dioses. Era ofrecida en sacrificio para obtener buenas cosechas. Desde la muerte y el sacrificio de Jesús en la cruz, la civilización occidental incorpora el espíritu divino a través del acto simbólico de comer el pan como si fuera su cuerpo y tomar el vino como si fuera su sangre. El sufrimiento, semejante al de Jesús, es para muchos una forma de acercarse a Dios, porque redime los pecados y permite acceder a su reino.

Es que la muerte se inserta siempre en una realidad social que va más allá del individuo y en una cultura que le da sentido. En la civilización occidental de la Edad Media, y hasta hace un siglo, fue una realidad cotidiana y doméstica, asistida por sacerdotes que tenían solo la palabra para aliviar y eran los responsables de la extremaunción y de preparar al enfermo para la vida eterna. En el siglo XV se escribieron manuales cristianos para la buena muerte, como Arte de bien morir (Ars bene moriendi) y Breve confesionario siglo XV, con consejos para acompañar al moribundo y eliminar en la medida de lo posible «el trauma moral y espiritual experimentado en el lecho de muerte», evitando que el diablo aproveche la ocasión para llevarse su alma. La medicina no tenía qué hacer.

La herencia cristiana que se levanta en contra de la eutanasia dice que el sufrimiento es una condición necesaria para alcanzar el más allá paradisíaco y que matar para evitarlo atenta contra la voluntad divina. Sin embargo, en el siglo XVI Tomás Moro, santo y mártir de la Iglesia católica, hizo participar a sacerdotes en actos de eutanasia en la sociedad ideal de la isla Utopía: «No escatiman nada que pueda contribuir a su curación, trátese de medicinas o de alimentos. Consuelan a los enfermos incurables, visitándolos con frecuencia, charlando con ellos, prestándoles, en fin, toda clase de cuidados. Pero cuando a estos males incurables se añaden sufrimientos atroces, entonces los magistrados y los sacerdotes se presentan al paciente para exhortarle. Tratan de hacerle ver que está ya privado de los bienes y funciones vitales; que está sobreviviendo a su propia muerte; que es una carga para sí mismo y para los demás. Es inútil, por tanto, obstinarse en dejarse devorar por más tiempo por el mal y la infección que le corroen. Y, puesto que la vida es un puro tormento, no debe dudar en aceptar la muerte. Armado de esperanza, debe abandonar esta vida cruel como se huye de una prisión o del suplicio. Que no dude, en fin, de liberarse a sí mismo, o permitir que le liberen otros. Será una muestra de sabiduría seguir estos consejos, ya que la muerte no le apartará de las dulzuras de la vida, sino del suplicio. Siguiendo los consejos de los sacerdotes, intérpretes de la divinidad, incluso realizará una obra piadosa y santa. Los que se dejan convencer ponen fin a sus días, dejando de comer. O se les da un soporífero, muriendo sin darse cuenta de ello. Pero no eliminan a nadie contra su voluntad, ni por ello le privan de los cuidados que le venían dispensando. Este tipo de eutanasia se considera como una muerte honorable».

Durante los últimos tres siglos, el desarrollo de la ciencia y la tecnología fue abrumador y la figura del sacerdote fue progresivamente reemplazada por la del médico, en paralelo a un cambio en la concepción de la muerte que opacó la figura del diablo y el lugar del más allá. Hoy en el entorno de la muerte está el médico, que es el responsable del diagnóstico y del certificado de defunción. La muerte se desplazó de los hogares a los hospitales; se la quitó de la vista, se la medicalizó y hospitalizó, y fundamentalmente se la desritualizó.

El sufrimiento no tiene la trascendencia de otrora. El progreso de la ciencia se ve en el alivio de gran parte de los dolores, en los cuidados paliativos, en la prolongación de la vida, pero también en la atención de la agonía, a veces en la inhumanidad de los CTI. La esperanza en la inmortalidad se desplazó de la religión a la medicina, y siempre se espera un nuevo descubrimiento. Por eso es muy difícil aceptar que ya no se tienen recursos para salvar una vida o aliviar al que sufre.

Los sufrimientos intensos en enfermos terminales se pueden tratar ahora con analgésicos potentes, como la morfina, que pueden llegar a producir inconsciencia y dependiendo de la dosis incluso la muerte. Allí la intención no es «matar» sino aliviar, y la acción no se cataloga como homicidio porque prima la intención piadosa de aliviar. Sin embargo, suele antecederla una prolongada agonía en coma, que con frecuencia es insoportable para los que rodean al paciente, quien también sufre complicaciones, como infecciones respiratorias, urinarias, escaras de apoyo, entre otras, que lo denigran en su tránsito de muerte.

Un punto de discusión es si están los sufrientes en condiciones de salud mental para decidir sobre su muerte. Esas dudas se diluyen por empatía de los observadores, no solo de los médicos tratantes. Son situaciones desesperadas advertidas por el entorno sin otra condición que la sensibilidad ante la situación del congénere. Cuando la medicina no puede controlar el sufrimiento insoportable, lo científico pierde pie y pasa a centrarse en la piedad humana; no hay criterio objetivo, matemático, al que aferrarse. La letra fría de la ley establece las condiciones estrictas para evitar que se desvirtúe el acto de la eutanasia a través de la intervención de por lo menos dos médicos, tiempos de espera para recabar la reiteración de la decisión del paciente, control del proceso,
pero el factor humano es esencial e irremplazable.

Hemos sido arrojados al mundo, al decir de Heidegger, y vivimos desde entonces siguiendo los derroteros ignorados de nuestro destino, pero incidiendo en ellos según nuestros deseos y obligaciones a pesar del azar. No sabemos cuándo ni cómo hemos de morir, pero todo indica que algún día ocurrirá. Si la sociedad en la que vivimos nos otorga el derecho a gozar de nuestra vida a partir del nacimiento, también deberíamos tener el derecho a dejar este mundo por voluntad propia cuando la vida ya no se puede gozar y se transforma en insoportable. Las pulsiones freudianas de vida y de muerte están entrelazadas, por tanto querer morir, en estos casos, significa vivir.

¿La eutanasia es un homicidio inhumano o un acto solidario moralmente honorable? La respuesta radica en las creencias. En el contexto de la progresiva desacralización de la vida y del desarrollo de la ciencia y la tecnología, la eutanasia emerge como un acto honorable para evitar un suplicio insoportable e innecesario. La evolución de la norma moral es un proceso continuo y dinámico vinculado con los cambios culturales, cuyo rumbo, más allá de los vaivenes sociales, sigue el curso de la empatía y la cooperación que se hacen letra en la progresiva incorporación de derechos humanos. Allí se inscribe, como un paso más, la ley de eutanasia o muerte digna, que se encamina a aprobarse.

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