Mil quinientos millones, 3.000 millones, 8.000 millones… de dólares: ¿qué déficit se produciría si se aprueba en octubre el plebiscito al que han convocado más de 430 mil personas? Los números del déficit van y vienen, manejados por neófitos como si fueran conocedores y por conocedores como si fueran neófitos, sin indicar a qué período corresponden, en qué supuestos se fundan ni qué escenarios plantean. Se muestran gráficas que tienen dos o tres puntos correspondientes a la realidad, que se proyectan a 75 años sin rubor, como si no merecieran ninguna duda, como predicciones de astrólogo, olvidando que lo único inmutable en este mundo es que todo cambia.
Y se acumulan, además, sin piedad los adjetivos: catástrofe, gravísimo error, irresponsable, insostenible. Adjetivos que se aplican a la propuesta plebiscitaria, pero que bien podrían atribuirse a las consecuencias de la reforma aprobada el año pasado por la coalición multicolor, que hace recaer nuevamente sobre las espaldas de quienes son más débiles los esfuerzos que se quiere dispensar a quienes son más fuertes.
Bueno, al final hay que admitir que esta conducta es lógica, porque para libretar una película de terror no hace falta pensar una historia realista, verosímil, creíble, ni siquiera imaginable. Alcanza con que aterrorice, y que el terror conduzca a que se haga o se deje de hacer lo que el aterrorizador desea. Como en aquella historia de 1971, de que si ganaba las elecciones el Frente Amplio, todos los niños serían enviados a la Unión Soviética para su adoctrinamiento.
Pues bien, de eso se trata, de una película de terror: los integrantes de la coalición por unanimidad, y también algunos de la oposición (… pero no tanta oposición), se han propuesto asustar a las ciudadanas y los ciudadanos para que no voten el plebiscito en octubre.
Lo primero que hay que volver a aclarar, desde este lado, una y otra vez, es que el sistema jubilatorio no tiene déficit, nunca lo tendrá ni lo puede tener, porque su financiamiento es responsabilidad constitucional del Estado, por lo cual es falso que algún día las jubilaciones puedan dejar de pagarse, con plebiscito o sin plebiscito. Y, por lo tanto, no está ni puede estar comprometido que quienes tienen ese derecho perciban las prestaciones correspondientes.
Lo dice el artículo 67 de la Constitución: «Las jubilaciones generales y seguros sociales se organizarán en forma de garantizar a todos los trabajadores, patronos, empleados y obreros retiros adecuados […] [que] se financiarán sobre la base de: A) contribuciones obreras y patronales y demás tributos establecidos por ley. Dichos recursos no podrán ser afectados a fines ajenos a los precedentemente mencionados, y B) la asistencia financiera que deberá proporcionar el Estado, si fuere necesario». La primera frase se mantiene sin alteraciones desde 1934. La segunda se incorporó en 1989, a través de un plebiscito realizado junto con las elecciones nacionales y convocado por firmas de ciudadanas y ciudadanos, y por un aluvión de votos, al tiempo que se barría estrepitosamente al único sector político importante que se había opuesto al agregado: la Lista 15, de Jorge Batlle. Cualquier parecido con la actualidad no es pura coincidencia.
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No hay déficit, es obligación del Estado que no lo haya. A lo que el doctor Luis Lacalle, el doctor Álvaro Delgado, el doctor Rodolfo Saldain y algunos economistas llaman déficit es a que el sistema no se financie solamente con los aportes de trabajadores y patrones.
¿Es un juego de palabras? No, es una profunda diferencia conceptual. Como señala Daniel Olesker en un reciente artículo (La Diaria, 18-V-24), entre otras cosas «una matriz de protección social incluyente se diferencia de una excluyente en [que] […] en la incluyente, la norma es: «De cada quien según sus ingresos; a cada quien según sus necesidades”. O sea, la separación entre la contribución al financiamiento de la política social y el acceso a los bienes y servicios aportados por esta».
El acceso a una seguridad social adecuada es un derecho universal e inalienable, como a la atención de la salud, la vivienda adecuada o la educación, y no puede depender de que la persona lo pueda pagar o no. En consecuencia, lo que no se puede financiar con aportes lo financia el Estado con los recursos que obtiene del conjunto de la sociedad, fundamentalmente por la vía impositiva y, en particular, de quienes tienen mayor patrimonio e ingresos.
Por eso, una norma incluyente como el artículo 67 de la Constitución en la versión que le dio el plebiscito de 1989 establece que es el Estado el que debe asegurar el equilibrio económico y financiero de la seguridad social. Y por eso una norma excluyente como la ley 20.130 (la reforma multicolor) elige que sean los trabajadores y los pasivos quienes soporten las cargas, trabajando y aportando más, y percibiendo menos, y de paso abriendo la puerta al espléndido negocio de las administradoras de fondos de ahorro previsional (AFAP): ganar dinero para sí con el dinero de los otros.
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Pero en una buena película de terror, detrás del primer monstruo debe aparecer otro más terrible y aquí también lo hay: si se aprueba el plebiscito, el gobierno –cualquier gobierno– deberá subir los impuestos. Qué impuestos no se dice: es parte del terror, que tiene que ser innominado para que cada cual piense que será la víctima.
Sin embargo, una versión más sofisticada de este ejercicio de terror dice concretamente qué impuesto deberá ser aumentado: ¡el IVA!, el impuesto al valor agregado, que todos pagamos sobre casi todo lo que se compra o se vende, desde el pan hasta el whisky importado, si no es de contrabando. No habrá quien se salve.
Pero esto de los impuestos tampoco es una cuestión de fe para un gobernante neoliberal, incluidos los nuestros. Lo prueba que este mismo gobierno, que se precia de haber bajado el impuesto de asistencia a la seguridad social y el impuesto a la renta de las personas físicas (beneficiando a los sectores de mayores ingresos, porque los de menores ya estaban exonerados por los mínimos no imponibles), en cambio, ¡subió dos puntos el IVA! al pasar del 4 al 2 por ciento la deducción que se hacía de este en los pagos con tarjeta. Lo que resulta coherente entre una cosa y otra es a quién se castiga (toda la población, con lo que los que más lo sufren son los que menos pueden) y a quién se beneficia: a los de arriba.
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Pero, en definitiva, ¿cuánto cuesta la aprobación del plebiscito? Que yo sepa, es un número que todavía está por definirse: los que se han hecho describen cuánto cuesta la seguridad social, costo que el plebiscito solo incrementa por los aumentos de las jubilaciones y pensiones mínimas. En lo demás, lo que hace la papeleta simplemente es retrotraer la situación a antes de la aprobación de la reforma Arbeleche, para, a partir de ahí, buscar una solución de verdad, e incluyente.
En un reciente debate televisivo (Desayunos Informales, 6-V-24) entre el asesor estrella de esa reforma (y de la que implantó las AFAP), el doctor Saldain, y el economista Jorge Notaro, este calculaba el impacto de la suba de las jubilaciones mínimas en algo más de 200 millones de dólares anuales –el correspondiente a las pensiones sería bastante menor, por su menor incidencia en los egresos del Banco de Previsión Social–. El economista Ignacio Munyo, uno de los teóricos liberales que defiende la reforma de 2023, calcula esa cifra, en cambio, en 1.200 millones de dólares anuales. Y para completar la danza de números, Saldain sostiene que con 240 millones de dólares anuales se solucionaría el problema de la pobreza infantil, lo que obliga a preguntarse por qué existe todavía, si solamente se necesita invertir el 0,3 por ciento del PBI, que es la mitad de lo que se subsidia a la caja militar por año.
De todos modos, sea 200 o 1.100 el aumento, hay que advertir que el plebiscito también disminuye los egresos: por ejemplo, al eliminar las comisiones y las ganancias de las AFAP, porque su función (que nunca ha quedado claro por qué la tienen que cumplir) la realizaría el BPS. Solo por «administrar» los aportes, las AFAP se llevan una comisión del orden del 5 por ciento de estos.
Las AFAP, además, hacen inversiones que arrojan ganancias que incrementan el capital de cada ahorrista. ¿En qué invierten? Básicamente, en deuda pública; o sea que los intereses que reciben, que constituyen esas ganancias… los paga el Estado uruguayo, con lo cual paga intereses por recaudar un dinero que les entrega y después les pide prestado a las AFAP.
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En una nota publicada en La Diaria (4-V-24), el economista Fernando Esponda sostiene desde su título que el plebiscito sobre el sistema jubilatorio de octubre será «el de mayor impacto económico de la historia del país». Afirmaciones tan generales y absolutas son casi siempre erróneas, pero en esto pienso que tiene razón, aunque no por los argumentos que expone. Porque, en efecto, en ese plebiscito se definirá si los 1.500, 3.000, 8.000 millones o lo que sea que cueste garantizar la eficiencia de nuestro sistema jubilatorio los pondrán los trabajadores y los pasivos, o la sociedad en conjunto (empezando por los que tengan mayor capacidad contributiva). Y esa será la base para el rediseño de nuestro sistema de seguridad social, que deberá ser una prioridad del próximo Parlamento.