En una coincidencia bastante simbólica, la presidenta Dilma Rousseff hizo su estreno en el Foro Económico Mundial –que reúne en Davos, Suiza, a la elite máxima del empresariado–, y siguió viaje hacia Cuba. Es la primera vez que Dilma Rousseff va al Foro, y lo hace cuando empieza el último año de su presidencia. Con su antecesor, Lula da Silva, fue todo lo contrario: el primer presidente brasileño de un partido declaradamente de izquierda aterrizó en Davos cuando recién estrenaba su gobierno.
El viaje de Dilma a la ciudad suiza tuvo un objetivo claro: es parte de los esfuerzos destinados a reconquistar la confianza de los inversionistas de todo el mundo, que miran con cautela y preocupación el escenario de inflación relativamente elevada (5,91 por ciento en 2013) y crecimiento de la economía muy por debajo de lo esperado (1,9 por ciento en 2013). La pérdida de credibilidad ante los inversores preocupa al gobierno brasileño.
A su vez, el viaje a La Habana, mucho más que para participar de la cumbre de la CELAC, obedece a la nueva estrategia brasileña para la isla: el país pretende, a corto plazo, aumentar fuertemente su presencia en Cuba, y ocupar un espacio amplio y de gran peso.
Con un ojo puesto en los cambios implementados por Raúl Castro en la economía cubana y en los potenciales beneficios que podrán propiciar, y el otro en el campo de la política, el gobierno de Rousseff camina firme hacia una nueva etapa en las relaciones bilaterales.
En su breve estancia en La Habana, además de los compromisos protocolares que incluyeron un encuentro con Fidel Castro, Rousseff dijo una frase que debe ser medida cuidadosamente: Brasil está determinado a transformarse en un “socio de primer orden en el campo económico”, mientras mantiene en el mismo nivel, desde la llegada del PT al gobierno en 2003, el diálogo permanente en el campo de la política.
Esa nueva etapa permite observar que, a partir principalmente de 2010, último año de Lula en la presidencia, las relaciones con Cuba ya no se restringen a algunas inversiones, muchas declaraciones de solidaridad, y a críticas al embargo estadounidense y a las condiciones humillantes impuestas por la Unión Europea.
Ahora hay medidas prácticas y de peso específico. La participación brasileña en la construcción del nuevo puerto de Mariel y en la instalación allí de lo que los cubanos llaman una “zona económica especial” –algo así como una zona franca–, ha sido decisiva. Fueron destinados a ello 1.100 millones de dólares, y ya se sabe que habrá más aportes de alto volumen para que se instalen industrias y empresas brasileñas en el complejo de Mariel.
Ese es, sin duda, el mayor proyecto de Cuba, con posibilidades concretas de ser el eje transformador de la economía del país y parte esencial de las reformas que traerán grandes cambios para la sociedad isleña.
La misma empresa brasileña Odebrecht que construyó el nuevo puerto anuncia que está en el tramo final de los estudios para instalar, en Mariel, una industria transformadora de plástico. Además aguarda luz verde del BNDES, el banco estatal brasileño de crédito y financiación, para participar en la ampliación del aeropuerto de La Habana.
Hay más: Dilma anunció, durante su visita, créditos por alrededor de 500 millones de dólares para que Cuba importe bienes y servicios de Brasil, y también para que importadores brasileños adquieran productos cubanos. Si no se consideran las ventas de petróleo, Brasil es el segundo mayor exportador a Cuba (16 por ciento de todo lo que la isla importa), superando a Canadá por pequeño margen. China es la principal exportadora: 42 por ciento. Además, Brasil es el cuarto mayor importador (principalmente de medicinas y vacunas cubanas). También 5 mil médicos cubanos trabajan en Brasil.
Para completar el escenario está la cuestión política. Brasil quiere consolidar su peso y su liderazgo en América Latina. Con la incertidumbre de la situación en Venezuela, principal proveedor y financiador de la isla, Brasil surge como alternativa salvadora. Y con una ventaja sobre Venezuela: además de disponer de un volumen mayor de recursos, pudo presentar un proyecto ventajoso para ambas partes: financia, a intereses bajos, la venta de productos de un país a otro.
En términos políticos, queda claro que nadie debe esperar de Brasil un discurso altisonante como el de la Venezuela de Chávez y de Nicolás Maduro. Primero porque los procesos internos observados en Brasil y en Venezuela están a quilómetros de distancia uno del otro. Segundo, porque las líneas de política externa también son muy distintas.
Los estrategas de la diplomacia brasileña suelen decir que creen más en acciones que en palabras. Y en relación con Cuba, sostienen, la mejor manera de apoyar el proceso de transformaciones internas llevado a cabo por Raúl Castro es invertir grandes cantidades de recursos en proyectos estructurales que pueden cambiar, efectivamente, la realidad interna del país.